lunes, 13 de abril de 2020

Aprendiz del barro




                                    Enrique Estrázulas

Nació para campeón. Por corajudo. 
Lo garroneó la muerte en el boliche.
De pibe el viejo lo ataba a una cadena. Un infierno de pibe indomable. Se escapaba del barrio y no volvía. Allá como a los veinte o treinta días se aparecía con la caja al hombro. De lustrabotas se ganó la vida aunque nunca logró cambiar de oficio: gastaba la de trapo en el baldío, al norte del arroyo y el bostero.
Lo marcaban de a tres y no podían, le daban lata y daba más que nadie. Y se metió en la bronca de los bondis, la navaja, la piña americana. Fue contratado para usar los puños, le daban comisión por el fangote, tenía achicados a los guardas todos, fue el mejor guardaespaldas de los pungas, bagayero de a ratos, "pecho verde". Para meter las manos era un viento. Llevó una muerte encima y nadie supo, lo tiró en el arroyo por la noche, en esa canaleta de agua hedionda. Por eso le llamaban Aires Puros al barrio que lo vio saltar tejidos, romper la fiesta de los corralones, de peseta nomás, de puro macho, cambiar el resultado del partido.
Lo sacó el Imparcial del Ipiranga y en pocos meses ascendió a primera. Concentrarlo era bravo, era difícil. Lo digo porque sé.  Yo lo buscaba, averiguaba en las comisarías y lo encontraba ya sobre la hora. Pero jugaba igual, mal entrenado, durmiendo donde cuadre, mal comido. El presidente lo necesitaba. En cualquier cancha, con cualquier hinchada, aunque el miedo doblara a los muchachos, con el hombre al costado era distinto: les daba una inyección en cada grito, les tenían más miedo que al contrario. Y a la salida no pasaba nada, nadie como él quería ser el primero. Me acuerdo de la bolsa y el remiendo. El aprendió perdiendo a ganar todas.
Lo compró el Colonial y entró la buena. Con el nueve en la espalda hizo las latas. Quedó atrás la piecita a queroseno donde todos dormían amontonados. Y nunca se olvidó, nunca la suerte pudo cambiarle el rumbo, la fachada.
La llevaba escondida entre las piernas, la cuidaba con una y la doblaba. Era buen pisador, trancaba duro, un asesino si metía la plancha. En el polvo del área la sabía: metedor con los codos, agarraba, pisaba sobre el salto a los goleros, les llenaba de tierra la mirada. Los jueces no veían, era astuto, para ser sucio y para ser callado. Si el juego era leal jamás lo hacía, dribleaba como un dios y la pasaba, los pasos largos eran serpentinas, dibujador perfecto de la cancha. Y si pateaba reventaba redes, tatuaba postes con los pelotazos, armador de partidos imposibles, con la cara impasible y esa nariz de infanto.
Colonial lo llevó porque metía, dueño de la pelota en cualquier lado. Le pusieron el nueve y fue de gira, eligió los más duros campeonatos, siempre con el balazo en la rodilla,   casi en el muslo, bala silenciada, despertaba sospechas y respeto. Nadie le preguntaba.
Fue el primer choque con la policía una noche dormida entre las chapas. En el mismo boliche cachaciento: el andurrial donde iba la perrada. Desparramó al botón con una zurda, salió de raje y lo alcanzó la bala. Adentro la llevó dos días a monte, ya sin poder pisar y desangrado. Lo curó una panera a la sordina, nadie creyó que iba a seguir jugando. Y se cruzó la franja del cuadrito y dobló la rodilla.
Siguió, como si nada.
El Colonial lo consagró caudillo, ídolo de la hinchada, esa mersa que olvida tan de golpe, ese corral de tantos charlatanes. En todas partes era el que metía, el que se la jugaba, el que nadie eligió como enemigo, el que peleaba con pelota y lanza. Cuando toquen el pito te amasijo, le chamuyó al macaco retobado, aquel que lo escupió, bayano grande, con el tres en la espalda. Y el juez pitó, se le acercó de a poco, en la boca del túnel del estadio. A saludar se le venía el baboso y allí quedó, noqueado.
La cuereada más dura fue en Sajonia, contra los paraguayos. Era de vida o muerte ese partido. Y había que ganarlo. Viajó bajo amenaza, sin remedio. Les cantó que iba igual y no anotaron. La indiada lo quería ver partido: ese día lo quebraban.
Era bravo salir entre el gentío, los silbidos, la lluvia de naranjas. Algunos parecían varas verdes, metidos en el pozo, sin ánimo, sin garra. Les pidió que salieran despacito,   uno a uno, sin prisa, caminando. Ninguno iba a correr. El fue primero, con la guinda en el hueco del sobaco. Ahí estalló Sajonia. Fue de golpe, apenas lo miraron. Le llovieron insultos y botellas, el túnel quedó atrás, el alambrado, los naranjados rebotando cerca. Ya con los huirás no silbaba nadie.
Golpe de luz del taita esa salida, una jugada para no olvidarla.
Los paraguas entraron a dar duro, era la orden achicar de entrada y les salió al revés. Fue un pelo a pelo, un cuerpo a cuerpo de tapones altos. Aquí nadie se achica, nadie afloja. Y la cuereada la ganó a latazos.
Uno a uno y penal. Barrida y pito. El porteño cobró: quedó jugado. Fue al punto blanco y la pidió en seguida. Porque el penal lo vio todo el estadio. El Colonial ganaba si iba adentro. Hervía el Sajonia, todos protestaban. Si alguno la metía era seguro. Pateaba él, llovían las naranjas. De pronto la sacó, pensó dos veces, y el porteño pedía que tirara. ¿No me complique más, tírelo ahora! La colocó otra vez, se afirmó lento, como triste venía caminando. En los tres palos el guardián nervioso, agazapado como una tarántula, parecía una araña parecía, parecía un futuro fusilado.
Él, manso, se acercó, miró las redes, y la durmió en el fondo. Sajonia era una lápida, era un velorio aquello, era una misa, era una catedral de madrugada.
Con los macacos lo pusieron siempre; era un especialista en aflojarlos. Lo conocían bien, nadie quería, nadie quería con él en la trenzada. Y nunca olvidaré Villa Belmiro, las tribunas repletas, meta zamba, pandeiro y tamboril, piedras y cuetes, fuegos artificiales. Yo me aguantaba todas en silencio, quieto en la batucada. Si me daban la cana era hombre muerto, la posaba de tránsfuga. Un oriental en medio del jolgorio, sólito ahí, ay Dios si me junaban...
En el terreno todas las tenía, tranquilo como siempre, como en casa, el anormal no conocía el peligro, ese alambrado que se le inclinaba. Y atrás los ogros que se lo comían, bombas y botellazos.
Lo vi juntar la tierra antes del centro, sabio, mañero y aprendiz del barro. El golero salió por mariposas, abrió los brazos: no veía nada. El diez saltó y adentro, globa al medio. Y se desesperó la macacada. La banda se calló, los parches mudos, tiraban piedras o lo que agarraran. El vivo ni miró, lo sabía todo: pachorriento jugó, por un asado.
Pitazo. Suspensión por las botellas. Las puso en fila, las amontonaba. Una bomba cayó muy cerca suyo: la devolvió sin reventar, desbande. Cuando estalla se rompe el gallinero, trepan por todos lados. Los postes parecían bananeros, la batalla se armó, lío y trompadas.
Minga de garantías, un delirio, la conejera se cayó a pedazos. Y ganó el Colonial. Tres-dos, el arbitro asustado. Se simuló un empate por las dudas, para salvar la vida, pa'calmarlos.
Mil de aquellas le vi. Y el hombre un hielo, en los potreros o en el Centenario, en Wembley, en Moscú, en Avellaneda, en los agarres con el Hacha Brava.
Esa vez fue el final, ya se habían visto, se habían dado parejo en varias canchas. Él, manso, siempre le batía en la oreja: Mira que yo me aguanto en cualquier parte. Cuando trancaban se elevaba un trueno, chocaban a matar, se saludaban. Y a la vuelta otra vez, pierna con pierna, tapón contra tapón, codo y frentazo. El jefe diablo rojo no protesta: Así se juega al fúbol. qué carajo.
Era el último round de Avellaneda. Lo descubrieron justo, lo chaparon, antes del corner, con la tierra arriba. Fue del puntero el fato, la gilada. Se demoró en centrear, amagó justo: la polvareda que me lo delata. Lo denunció el arquero y hubo pito, tarjeta y expulsión. Afuera y basta.
Se fue despacio, resignado, solo. Le tiraban de todo y caminaba. Con gesto de campeón se hundió en el túnel: era la última vez con la rayada.
Le había ganado así varios partidos, jugando como un dios o mañereando. Pero esa vez lo echaron y perdieron. Entonces lo vendieron, lo sacaron. Y nunca más. Es fácil el olvido: esa memoria de los empresarios.
El hombre se apagó, ya no lo vieron, pisando fuerte las gramillas largas. Jugó unos años más, siempre virtuoso, siempre varón y sabio. Volvió al cuadrito con lo que podía, por oficio nomás, siguió jugando. Sentía el corralón, la bronca vieja, el olor del arroyo lo llamaba, la murguita, los coros de la esquina, la medialuna que caía en las chapas.
No pudo terminar como esa noche. No fue con un revólver ni navaja. Fue un taco de billar que entró en su pecho; le partió el corazón contra el estaño. No pudo ser asi, justo conmigo, con el que nunca se le retobaba.
Lo garroneó la muerte en el boliche, lo garroneó al campeón, así, de puro maula.




EnriqueEstrázulas. Escritor, periodista, poeta, ensayista, dramaturgo y diplomático uruguayo, es conocido principalmente por su obra de 1974 Pepe Corvina, de gran éxito en su país y que ha sido traducida a más de cinco idiomas. Publicó cinco libros de poesía, siete novelas, cinco libros de relatos, cuatro ensayos y una obra de teatro. Sus obras han sido traducidas al francés, inglés, griego, alemán y portugués.(9 de enero de 1942, Montevideo - 7 de marzo de 2016, Montevideo.)

El poniente






Enrique Estrázulas


Habíamos mirado la muerte de un violento crepúsculo punzó. Estaba anocheciendo. Palpitaba la bóveda en lo alto, silenciando su rojizo caer.
Anochecía.
Junto a los ranchos de los pescadores titilaba un boliche amarillo. El viento del noroeste envilecía los gritos de los lobos, el ruidaje del celo en la isla. Y la farola en la rompiente tiraba chorros de luz sobre imaginarios navíos. Los médanos cantaban, retrocedían con las sombras, parecían arrastrar restos de taperas.
Íbamos tristes y admirados, extrañando quién sabe qué, con la deseada noche sobre el pensamiento. Llevábamos apetito de alcohol, de tabaco, queríamos agarrar los vasos gordos y verdosos, beber la caña fuerte que traían del Chuy. Entramos embarrados y mudos.
Tenía un mostrador alto junto a la puerta de arpillera, un patrón desdentado, sin palabras, hierático.
Los dos bebíamos sin prisa, tratando de acomodar el corazón, el ánimo. Yo miraba la arpillera con la esperanza de descolgar alguna estrella, abstraído en la ilusión inútil de aquel cielo tapado.
Capagorry estaba callado, sabiéndome así, también.
A él se le cayó la vista en el horizonte invisible de la Punta del Diablo. Yo seguí absorto en el colgajo aquel, la arpillera que apenas movía el viento.
Así era: tomar caña en un raro boliche del poniente.
El silencio duró; hizo su voluntad.
-Dónde andará el flaco... -dije por cariño, sin esperar respuesta.
Supe que él también pensaba en lo mismo.
-Dónde andará... -dijo y agregó-: ¡cómo le gustaría estar con nosotros!...
-Pucha... si le gustaría.
-Si habrá tiempo -dijo él-... si habrá tiempo para ser amigos. Eso me dijo la última vez que lo vi.
-Ese flaco...
-Nunca vino al Polonio.
-No, nunca.
-Ya vendrá.
-Sí que vendrá...
-Lo vamos a traer un día.
-Sí, hermano -le dije-, estate tranquilo que vendrá.
-Qué amigo...

El viento se empeñaba en crecer. Allí. Pasando por encima de ranchos despeinados, castigando el único gesto de la desolación. Sólo el viento se oía.
El patrón estaba allí, más alto que nosotros, como sin existir, obedeciendo.
-¿Tomamos otra? -propuso Capagorry-, digo... pa' despuntar la tristeza.
-Sí, otra.
Me acordé entonces de una mujer. Así, en ese lugar, es imposible no pensar en ellas. Se lo dije. Me escuchó usando la tabaquera y armó cigarros para los dos. Al rato, con la tercera vuelta, poblamos el boliche con palabras y toses. Muy pronto, aspirando tabaco seco, hubo más tos que palabras. Y otra vez el silencio.
-Si habrá tiempo para ser amigos... eso me dijo -repitió Capagorry-, si habrá tiempo...

Se oyó muy claro el paso de un caballo, trote que también tragó el viento.
-Dónde andará... -dije otra vez.
-Vaya a saber...
-¡Qué lindo!
-Sí... si viniera.
-Vendrá, un día va a venir.
El farol a mantilla amagó apagarse en el techo. El patrón arrimó un cajón para alcanzarlo. Le dio bomba y el suspiro volvió. Pedimos otra.
-Lugar raro esta punta...
-Y alucinante.
-Sí.
-Casi ni creo... ni creo que haya otro.
-No, no hay.
La puerta de arpillera chicoteó, se hizo un ovillo. En el boliche entró todo el celaje. Y así quedó la puerta, balanceando hilachas. Nos acercamos a mirar estrellas, con los vasos llenos. Una media luna rosada como un gajo de melón había remontado las dunas.
Sentí, como una puñalada, un recuerdo.
-Tranquilo.., hermano.

-Mirá... mirá el paisaje -me dijo-. ¿No te parece que le gustaría'?
-El paisaje, la caña, la luz de este boliche.
-Todo... es cierto.
-Dónde andará...
Extasiados en los astros, en el lejano vuelo de la arena, agotamos la vista. Volvimos al mostrador. Nos echamos adentro otras dos cañas.

-En fin... ¿vamos saliendo?
-Vamos.
La luz del farol cedía.
-Está pago -dijo el patrón.
Era lo primero que le oía decir fuera de "noches", "día" o "tardes": sus lacónicos saludos. Insistimos, tratamos de preguntar por qué.
-Está pago -repitió, malhumorado, seco. Había que irse.
-Vamos.
-Noches.
Me sorprendió un vaso desbordado de caña, quieto en el ángulo donde no habíamos estado. Salimos al viento.
-¿Qué pasó?...
-¿Eh?
El viento nos volaba la voz.
-¿Qué habrá pasado? -grité, casi.
-No quiso cobrar... o yo qué sé.
-¿Quién pagó todo, entonces?
-El otro... el de la punta.
-¿La caña esa? A mí me pareció...
-¡Dejate de joder!
-¿Vos la viste, también?
-Sí, la vi. Hablá de otra cosa.
Capagorry perdió el equilibrio. Por poco caemos en el mismo pozo. El susto nos borró la obsesión. No quise volver a preguntar cuando seguimos a pie, sin linterna, más callados que antes. Me distrajo un olor a lobo muerto y aproveché para olvidar.
Íbamos caminando por un trillo de oveja. Un destello del faro nos mostró la rompiente, las grandes piedras olfateando el cielo. Le saqué un rugido al océano, algo que quise que dijera y lo dijo. Capagorry aflojó el paso al ver la casa.
Estábamos de vuelta.
-Yo te dije...
-¿Qué? -pregunté molesto.
-Yo te dije que a él le gustaría...

Entramos, por fin.
El portazo que di fue involuntario, como para borrar de un golpe la intemperie. Adentro estaban todos alegres, esperándonos con el fuego encendido.
El viento aún soplaba. Pero allí no se oía. Por suerte ya no se oía más.



EnriqueEstrázulas. Escritor, periodista, poeta, ensayista, dramaturgo y diplomático uruguayo, es conocido principalmente por su obra de 1974 Pepe Corvina, de gran éxito en su país y que ha sido traducida a más de cinco idiomas. Publicó cinco libros de poesía, siete novelas, cinco libros de relatos, cuatro ensayos y una obra de teatro. Sus obras han sido traducidas al francés, inglés, griego, alemán y portugués.(9 de enero de 1942, Montevideo - 7 de marzo de 2016, Montevideo.)


Teatro vacío




Enrique Estrázulas


Cuando me fui de casa, Naranjo me dejó su cargo de sereno en el Teatro Circular. En realidad no era un cargo de sereno. Se necesitaba alguien que apagara las luces, trancara la puerta y durmiera en el teatro. Los actores temían que robaran el vestuario. Eso había sucedido otras veces.
Naranjo me llevó esa noche, a través del escenario, hacia los fondos de los camarines. En el último de ellos había una cama oculta por un montón de disfraces. Mi amigo los quitó de allí y barrió un poco la estrecha piecita sin puerta. Cuando terminó me hizo una señal para que entrara la valija (Naranjo habla muy poco) y me dio las llaves de la puerta de calle. Luego me enseñó todas las disposiciones de los juegos de luz que yo debía apagar cada noche. Finalmente, en la puerta, nos dimos la mano y le agradecí que me hubiera conseguido techo.
-Una vez que cierres no le abras a nadie- me recomendó y se fue trepando la acera de Rondeau, rumbo a la plaza.
Le di dos vueltas seguras a la llave y después empecé a apagar las luces del teatro. Estaba muy triste por haber dejado a mi esposa y mis hijos hacía pocas horas. Pero me sentía resuelto a seguir solo.
En la oscuridad atravesé el escenario, valiéndome de la débil llama de un fósforo. Tuve que encender varios fósforos para llegar al último camarín donde estaba mi cama. Los camarines (los otros) se veían llenos de galeras, de fracs, bastones, miriñaques y tules. Seguramente se usarían en la obra que estaba en cartel. Prendí la luz del camarín. Como no había ropero dejé todo en la valija. Mc saqué la ropa y la fui poniendo en una silla, cuidadosamente. Después me introduje en la cama, así, como con miedo, sin quitarme las medias. Hacía frío. Leí un diario que había encontrado en la boletería, sufrí recordando algunas cosas y poco a poco vino el sueño.
La canción venia del escenario. Eran las tres de la madrugada cuando encendí un fósforo y miré el reloj. Esperé un rato. Ya dormitaba cuando volví a oír el canto de una mujer. La voz tenía algo de viento, un no sé qué de copa vibrando. No podía entender el idioma en que cantaba. Me pareció raro que alguien se pusiera a ensayar a esa hora. Además, los actores no tenían llave individual.
Eso me había dicho Naranjo.
La música me rememoró de golpe el lejano dedo de mi abuela girando en los bordes del bacará. Eso me hizo agradable la interrupción del sueño. Pero yo debía levantarme, ir a ver si efectivamente había alguien en el escenario. Por algo era sereno.
Lo hice en puntas de pie, sin siquiera encender un fósforo, lo hice despacio y a tientas. Creo que llegué al borde del círculo. La mujer seguía cantando en el aire íes, oes, úes. Comprendí que no cantaba en ningún idioma. Como yo no veía nada, fui gateando entre las sillas hasta dar con la escalerita que conducía al tablero de luces. Por allí subí, siempre sin hacer ruido, disfrutando de los sonidos, del canto.
Las llaves las ubiqué al tanteo. Encendí de golpe.
No había nadie en escena y la mujer dejó de cantar. Entonces apagué otra vez y aguardé con la esperanza de que la voz volviera. No escuché nada, ni un solo rumor.
Al fin, cansado de esperar, me fui a dormir.

Al otro día le comenté el suceso a Naranjo. Dijo que nadie pudo entrar a esa hora, que era una simple fantasía.
En el café de la esquina yo siempre esperaba que terminaran los espectáculos. Me gustan los teatros, pero no el mundo particular de los actores. Cuando el teatro se vaciaba, yo volvía. Esperaba que sé fuera el último y entonces cerraba. Nunca nadie golpeó luego del cierre. De manera que yo me llevaba el diario de la boletería al camarín y esperaba acostado que viniera el sueño.
El sueño tardaba, pero al final venía.
No habían pasado tres noches cuando el canto volvió. Yo lo sabía. Tal vez había vuelto la noche anterior aunque mucho más bajo para no despertarme. Otra vez el alma de una fina copa tocaba el aire. Me pareció más prudente vestirme esa vez, sin encender la veladora para no perturbar.
Salí del camarín a oscuras, memorizando el rumbo.
Mi temor era tropezar, advertir con algún ruido a la cantante. Por fin llegué al escenario con los zapatos en la mano. Lo fui bordeando sin pestañear. Un párpado mío podía interferir aquel vibrar celeste. Cuando acaricié la primera silla me senté sin que crujiera ella ni mis huesos.
Las cinco vocales giraban en el espacio silencioso. Subían y bajaban. Al bajar parecían tocar el polvo dormido en el teatro. Si se elevaban llegaban tan alto que abandonaban el lugar. La que cantaba era (debía ser) una mujer divina. Esas notas no podían salir de ningún ser que no fuera idéntico a la voz.
En la silla tuve el impulso natural de toser. La tos, en el teatro, es irremediable. Soporté la picazón en la garganta y la superé tragando saliva. Muy quieto, seguí inmerso en el bálsamo. Era el único auditor de un recital trasnoche.
En eso sonó el teléfono de la boletería.
La mujer dejó de cantar y yo encendí un fósforo. No había nadie en escena. Maldije la llamada y crucé el escenario para atender. Era Naranjo para decirme que había resuelto sus problemas con el teatro, que se reintegraba al cargo, que al otro día yo tenía que irme.
Esa noche, la última, nadie volvió a cantar.


EnriqueEstrázulas. Escritor, periodista, poeta, ensayista, dramaturgo y diplomático uruguayo, es conocido principalmente por su obra de 1974 Pepe Corvina, de gran éxito en su país y que ha sido traducida a más de cinco idiomas. Publicó cinco libros de poesía, siete novelas, cinco libros de relatos, cuatro ensayos y una obra de teatro. Sus obras han sido traducidas al francés, inglés, griego, alemán y portugués.(9 de enero de 1942, Montevideo - 7 de marzo de 2016, Montevideo.)


El veranillo de San Juan







Enrique Estrázulas


Nunca me fijé en el tipo que leía en el muro. Bueno fuera que cuando había trabajo una se pusiera a mirar esas cosas. Era el hazmerreír de las otras muchachas, pero a mí no me daba ni risa ni pena. Yo elegía la esquina del bulevar donde la noche era más sucia y, aunque estaba cerca de él, jamás cambiábamos una sola palabra. Él buscaba la luz del farol y yo el costado de la penumbra. Pero nunca pensábamos en nosotros ni nos importaba un comino qué hacíamos a esa hora.
El traje que él usaba tenía un no sé qué de diario viejo. Yo me lo imaginaba oxidado, al traje, a él, al libro que leía. El libro me hacía acordar al fondo de una licorera que era de mi tía. El licor se había ido quedando del color del libro desde el día en que mi tía murió. Y yo nunca miraba la licorera porque me daba un poco de asco, igual que él y que el libro.
Él o el muro, para mí daban lo mismo.
A veces yo salía antes del crepúsculo y el tipo ya estaba instalado. No sé por qué un día se me ocurrió que, a pesar de todo, el desgraciado me traía suerte. Era una buena esquina y el barrio era de quintas.
Algunas veces lo oía reír. Él se reía del libro (una risa como un aplauso), de las cosas que diría el libro y una no iba a andar preguntándole. No me molestaba que se riera ni que llorara, como le pasaba otras veces. Por mí... que hiciera lo que se le antojara. Nunca nos habíamos mirado la cara y yo   hacía meses que estaba en el oficio. Me levantaban muchos autos. El, ni sacaba la vista del libro o de los libros que eran todos del mismo color no sé si a causa del farol o de qué, aunque sospecho que era siempre el mismo libro color licor de huevo. Los autos me levantaban o me dejaban de vuelta en el mismo sitio. En verano había más trabajo, más gente en la calle.
Alguna vez, de día, yo lo había visto sentado en otros muros. Pero de noche buscaba el farol. Ese bichicome era del barrio; de eso estaba segura. De lo que no estaba tan segura era de que fuera un bichicome porque los bichicomes no leen. De repente, si no fuera porque leía, yo lo hubiera sacado a pedradas de abajo del farol en alguna noche de bronca. Y la otra cosa era que nunca se metía, nunca decía nada.
Era, como quien dice, una estatua.
Cuando se iba a dormir era fácil darse cuenta. Los dos ruidos venían casi juntos: el del libro que se cerraba y el del salto en la vereda. Caminando parecía un bicho, con aquel sombrero y aquellos pantalones por encima de los tobillos sin medias, los talones torcidos y el temblor en la mano izquierda.
No era viejo, pero parecía un viejo.
En las noches de lluvia no estaba. Yo me quedaba sola en el refugio de la parada, un refugio de chapas donde el agua rebotaba como un tamboril. Las lluvias empezaron en otoño. Entonces el trabajo era menos. Los días corrieron parejos con el agua. Estuvo lloviendo casi todo el mes y, por suerte, esa lluvia caliente no espantó demasiado a los hombres. Durante esos días no lo vi. Después empezó el frío y no tuve más remedio que alargarme las polleras o ponerme pantalones. Yo siempre dejaba afuera la mitad de las nalgas y un pedazo de bombacha metiéndose entre ellas. Cualquier brisa, cualquier ademán para agacharme dejaba ver todo aquello. Fue lo que hice mientras duró el verano en que pude vivir sin apremios.
Al final del otoño fui a los bares del puerto. Pero a ese puerto apenas llegan barcos y el único negocio es estafar extranjeros. Los bares estaban llenos de changadores.
Por eso volví a la esquina.
En mayo tiritaba de frío. Alguien había roto el farol de una pedrada y el tipo del libro no estaba más.
La verdad es que en ese momento, tal vez por el frío, supongo que nos hubiéramos contado algunas cosas. Eso se me ocurrió cuando el tipo ya no estaba más y entonces volví a creer en aquello del principio: él me traía suerte. Porque ahora no estaba y yo me moría de frío, sentía hambre y no había un solo auto que parara por mí.
Había noches en que yo ni siquiera salía de la pensión porque me daba cuenta que era inútil, que no tenía sentido pasarme la noche en una esquina. En eso pasé el invierno, yendo de la esquina al puerto y del puerto a la esquina. No tuve más remedio que volver al puerto porque en El Ancla estaba más abrigada. Me dejé explotar por un estibador haciendo las mesas y dándole la mitad de lo que ganaba. Pero de vez en cuando volvía a la esquina, por las dudas, cuando la noche era más tibia, aprovechando el tiempo.

Fue durante el "veranillo de San Juan" cuando pasó aquello. No me olvido porque el calor arrancó justo en la fecha y todas estábamos contentas. En esta ciudad nunca reparan nada y las calles se confunden de rotas. Pero al farol lo habían arreglado, brillaba como el oro viejo, y el pobre tipo estaba otra vez sentado en el muro, leyendo lo de siempre. Se había olvidado de sacarse el sobretodo negro, con hilachas colgando, se había olvidado que, de repente, en pleno invierno, aparecía el verano. Así lo quería un santo.
Yo volví a lucir las nalgas, la gordura provocadora de mis piernas. Y el trabajo volvió con todo, igual que antes.
"Ojalá que nunca se baje del muro" -pensaba.
Sentía ganas de embalsamarlo ahí.
Fue largo el veranillo. Cayó un chaparrón fuerte y otro más, seguido de lentos aguaceros. La noche en que granizó me imaginé que se iba el calor junto con el pobre tipo aquel.
Nosotras siempre usamos amuletos: la rubia Gladys usa una pata de conejo, Mabel un crucifijo y Liz una herradura en el llavero. Cuando empezó la granizada él corrió conmigo hacia el refugio de las chapas. Tenía el sombrero lleno de piedras heladas y unos ojos de bambi que nunca le había visto. Bastó que me mirara con esos ojos para que yo me diera cuenta que el amuleto mío tenía que ser él. Pero como yo no tenía plata para comprarlo lo único que podía pedirle era que siguiera en el muro, que yo le iba a pagar por estar sentado ahí.
Éramos los únicos en el refugio de las chapas.
-Oiga... -le dije-. Después de este granizo viene el frío. ¿No es cierto?
-Contésteme... -insistí-. ¿Cuánto dura el verano de este invierno?
El tipo se rió. Como yo no sé hablar, pensé que había dicho una pavada. Eso creí.
-¿Por qué me lo pregunta? -dijo, por fin, sin contestarme nada.
-Porque usté lee, por eso le pregunto.
El tipo se volvió a reír y yo empecé a enojarme. Me hizo sentir como una idiota. Lo peor que me pueden hacer es no contestarme.
-Dígame... -le dije-. ¿De qué se ríe?
-De mí... -dijo, triste.
-¿Por qué?
-Todos se ríen de mí. ¿Por qué no me puedo reír yo también?
-Yo nunca me reí de usté. Usté me trajo suerte...

Me di cuenta que hablar no servía para nada. Entonces le mostré un poco las piernas, el pedazo de bombacha, medio culo, levanté los pechos y me acomodé los pezones. El miraba todo. Estuve segura de que lo empezaba a calentar, que esa era la mejor manera de atraerlo.
-Yo no le voy a cobrar a usté -le dije y me le acerqué un poquito más.
De repente abrió el sobretodo y yo me metí adentro. Le pregunté sí quería tomar un taxi y con un gesto me dijo que no, que no necesitaba. La granizada había parado pero llovía mucho todavía. El sobretodo tenía mal olor, algunas estampas pinchadas con alfileres. No sé hacia qué lugar me llevaba encerrada en el mismo abrigo. Yo no veía nada. Caminamos muchas cuadras sin decir palabra. Yo sólo oía la lluvia.
Me metió en una de las quintas del barrio. La casa estaba llena del mismo olor del sobretodo, se venía abajo por la vejez y la humedad.
Nos acostamos en una cama de bronce, bastante hundida y muy ruidosa. Me amó hasta más no poder, sin gritos ni jadeos, con los ojos cerrados, hasta que se durmió encima mío. Cuando abrió los ojos de bambi (esos ojos eran lo único   lindo que tenía, todo lo demás era sucio y deforme) ya estaba amaneciendo y yo le pedí que esa noche volviera al muro. Le dije que lo amaba, que por favor volviera, que me cuidara desde allí, leyendo el libro, le dije otras mentiras y me seguía mirando.
Como asombrado me miró una hora.
Ahora me sigue por las calles, me espera a la salida de los bares del puerto, oculto en las recovas, hecho un ovillo. Lo tuve que mandar a la mierda porque mi desgracia siguió apenas llegó el frío. Él no tenía nada que ver con mi suerte, él no era más que el desgraciado del muro. Pero me manda estampas (de aquellas estampas que vi en el forro de su sobretodo) y sigue jodiendo, agazapado en todas partes.
Me sigue como una araña, espiándome el culo que nunca volvió a tocar, haciendo de cornudo detrás de cada puerta. El otro día lo saqué a pedradas del muro porque ya no lee más. Se sienta a mirarme como una lechuza. Y me dio un poco de lástima porque en el apuro por disparar se dejó el libro.
El libro amarillo, dedeado, se llama La Santa Biblia y por la dedicatoria me enteré que es el sacristán de una iglesia del lugar. Mañana se lo pienso devolver aunque, pensándolo bien, sería mejor dejárselo en el muro. No creo que nadie se lo lleve de ahí pero si se lo roban me voy a sentir peor y si voy a la casa va a empezar otra vez a seguirme por las calles. De manera que no sé qué hacer con este libro aquí, ahora que empiezan otra vez los truenos y el viento revuelve los tarros de basura y el temporal se viene y yo no sé.


 EnriqueEstrázulas. Escritor,  periodista. poeta, ensayista, dramaturgo y diplomático uruguayo, es conocido principalmente por su obra de 1974, Pepe Corvina, de gran éxito en su país y que ha sido traducida a más de cinco idiomas. Publicó cinco libros de poesía, siete novelas, cinco libros de relatos, cuatro ensayos y una obra de teatro. Sus obras han sido traducidas al francés, inglés, griego, alemán y portugués. En 1968 creó el semanario Brecha con un grupo de amigos.  Trabajó en el diario montevideano El Día y colaboró con otras publicaciones rioplatenses como El País, La Opinión y Somos. A estas actividades se sumó su experiencia como agregado cultural en distintas embajadas uruguayas (Roma,  París, Buenos Aires). Estrázulas contó que la anécdota en la que se inspiró para escribir "Pepe Corvina" ocurrió cuando él tenía seis o siete años. 

"Nunca podía pensar, cuando escribí 'Pepe Corvina', que con ese libro iba a recorrer el mundo. Cómo podía imaginar toda la historia que vino a partir de un pescador que vi una sola vez en mi vida, en la puerta de mi casa, en Tabaré 2116, con una lata herrumbrada en la mano, diciéndoles a mi padre y a mi tío: Este es el mapa del Paraíso Terrenal". Escribió la novela a los 31 años.

( 9 de enero de 1942, Montevideo - 7 de marzo de 2016, Montevideo.)