Sylvia Lago
“y un claro calor humano sube desde el fondo negro"
Miguel Hernández
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Puso en el bolso de lona lo
indispensable para pasar un día en la playa: los dos trajes de baño, la crema bronceadora
que les protegería la piel del fuerte sol del verano, (¿... y cómo era la
piel de Trilce, su hija? Pálida, sí, ligeramente morena; tan distinta de la
suya, propensa a enrojecer y a empollarse, aunque seguramente ya no se
ampollaría con tanta facilidad: en siete años de rigor también la piel aprende
a defenderse ... ).
Puso, asimismo, una toalla
afelpada y los sandwiches triples de jamón, huevo duro y tomate que su hermana
Elida les había preparado "porque esta niña a pesar de sus pocos años come
con la voracidad de un caníbal". (... sí, Trilce era delgada como él, como
Antonio, pero muy glotona y no sólo en eso se le parecía; también se encorvaba
un poco al caminar y las piernas largas se le separaban demasiado y parecían
quebrarse entre paso y paso; ella lo había observado hacía unos días, cuando la
vio venir del supermercado balanceando en la mano la canasta de los mandados y
Trilce le gritó: "mami, mamita" y de repente se echó a correr y ella
sintió que un súbito calor le sofocaba el pecho, la garganta, y enseguida se
bañó en sudor porque la imagen de la niña corriendo se había sobrepuesto a la
otra, (... Antonio: están en la playa y él ha encontrado un carapacho de
cangrejo gigantesco y quiero mostrárselo y las piernas delgadas-saltan, hacen
acrobacias sobre la arena húmeda, "mirá las huellas de mastodonte que vas
dejando, Antonio" y el sol cae aceleradamente en el mar; grueso, enorme,
vencido, el sol, crea en la superficie del agua una ardentía restallante que
ciega los ojos y él se vuelve de pronto y abre los brazos y así, de lejos, con
la cabeza alzada y las piernas y los brazos abiertos, parece un desaforado
espantapájaros.)
Elida ha puesto en el bolso,
también, una conservadora de espuma plástica que guarda dos refrescos. Trilce
le pide uno después del primer baño de mar: "tengo sed, mami, y estoy
cansada; viste cuánto nadé". "No sabía que habías aprendido a
nadar". "¿Cómo, no te lo dijimos con tía
Elida?". "Creo que no". "Sí, te lo dijimos, pero
te olvidaste". Y bebe a borbotones y empieza a devorar el emparedado y de
los panes escapa medio huevo duro y cae sobre la arena. "No, no lo toques;
cómo se te ocurre levantarlo". "Lo lavaré en el mar y me lo
comeré". Corre hacia la orilla y más se le parece, así, desnuda bajo el
sol de la tarde que dora suavemente su cuerpo y la convierte, cuando se detiene,
en una estatua de bronce. Ella la llama; "Trilce", pero la niña no la
oye con el estruendo de las olas que se deshacen en la costa. Ahora observa que
se inclina entre la espuma, se empequeñece, es apenas un punto dorado que se
inquieta en la orilla y (..."¡Antonio!" grita,
"¡Antonio!" y lo ve volverse y corre hacia él y se pega a su cuerpo y
las olas batallan en el roquedal y él la abraza. Trilce: como del mar había
nacido.)
Revuelve el bolso de playa y
bebe con fruición la coca-cola y le sonríe: "¿Vos no tomás, mami? Está
fresquita". "Sí, después del baño". "Pero si me dijiste que
no ibas a bañarte por el reuma, por la tos". Se pone seria, la mira, y
pregunta: "¿Cuántos años tenés, mamá? ¿Tía Elida es mucho más joven,
verdad? ¿Vos parecés una viejita llena de nanas".
(... la inocente crueldad de
los niños, ah. No vale la pena explicarle que Elida es mayor, que le lleva tres
años pero que Elida no. En realidad, sería inútil explicarle todo eso ... )
"Aunque ahora tengo
calor, Trilce; creo que voy a darme un zambullón". Y se dirigen hacia el
mar y a su paso se alzan las gaviotas que chapotean en la orilla y planean a
ras del agua. Cuando sale se siente agotada. Sólo desea tenderse en
la arena, bajo ese sol clemente que empieza a adormecerla,
(... tantos años sin sol,
apenas el recreo, en los últimos tiempos: media hora en el patio donde sólo en
un ángulo amarillea un poco de tibieza sobre el enorme muro y no podían
apretarse unas junto a las otras porque venía La Perra o La Chacala y "a
ver, sepárense, no pueden hablar" ... )
Cierra los ojos, aspira el
aire húmedo, cargado de salitre; ese olor y el rugido del mar abierto, libre,
le traen otra vez la presencia lejana, aquella voz: "Qué bueno que te
integres, Hilda, que hayas resuelto integrarte; yo sabía que no me ibas a
fallar". Y una tarde le dicen que debe elegir su nuevo nombre y ella
responde sin vacilar "Luz" y vienen las reuniones y le indican las
lecturas y lee por las noches y Elida se queja, "no me dejás dormir con
esa luz prendida hasta la madrugada; voy a llevar mi cama a la cocina, con vos
no puedo compartir más la pieza, Hilda, no puedo".
... aquel cuartucho angosto,
con una puerta antigua que daba al patio común del inquilinato y la diminuta
cocina a un costado donde no, no hubiera sido posible ubicar una cama; lo único
que habían podido alquilar las hermanas cuando, ya adolescentes y con los
cursos liceales bastante adelantados, abandonaron el pueblo con el proyecto de
no volver más a esa estación de ferrocarril perdida en la soledad donde habían
vivido con su padre, que era encargado de señales. Él había comprendido: no era
lugar, decía, para dos muchachas que se han quedado sin madre. En la capital
trabajarían y seguirían estudiando y la vida seria distinta. "Pero de
noche, Hilda, de noche hay que descansar. Desde cuándo te ha dado por estudiar
marxismo y el diario del Che y esos apuntes de la revolución cubana".)
(... y Elida era buena, sí;
sólo que no había tenido la suerte de encontrar a Antonio, de que Antonio la
quisiera y empezara a instruirla y ella entendiera que únicamente allí, en la
lucha por el hombre. Únicamente allí. Entretanto Elida iba a casarse con un
comerciante que había conocido en el barrio: se ocuparían juntos de la
ferretería; él ya había comprado la casa ...)
"Despertáte, mami: te
quedaste dormida en la arena y tenés la espalda toda colorada". Se vuelve
de repente. Sí, le han quemado la espalda y también las piernas, los hombros,
los pezones. Es una viva llaga, su cuerpo. Y luego la han tirado en aquel piso
mohoso, inmundo. Otra vez sola y los labios resecos y quebrados y
los aullidos en los cuartos vecinos y por encima la música estridente y el coro
de risotadas... "Agua, un poco de agua", desea, pide. Pero
apenas siente la frialdad de la superficie babosa que toca con las yemas de los
dedos tumefactos. Agua.
"Servite, mami: es
coca-cola. Tomá unos sorbos y te sentirás mejor. Yo misma te pasaré
en la espalda más crema bronceadora".
(... esa voz, ese rostro
infantil, esas pestañas y ese rostro demasiado preocupado para la edad...
¿Quién es la niña que la acaricia, que la mira ... ? "Amor, un golpe de
madreselvas en la boca", le musitaba Antonio, recitando a uno de sus
poetas preferidos. El también, a veces, escribía poemas y además estudiaba
bellas artes y de noche trabajaba en una imprenta. Una muchacha de la pensión
se lo había presentado. Y desde entonces se veían casi todos los días. Después
vino la época dura: los enfrentamientos en la calle, la lucha, la represión
sangrienta. Muchos habían caído. Ellos tuvieron que irse a vivir a aquel chalet
abandonado, cerca del mar, porque ya no podían dejarse ver y convenía que
ocuparan un lugar solitario, como ese, semioculto entre chilcas y ligustros,
donde, circunstancialmente, también se albergarla algún compañero. Elida ya se
había casado cuando vio sus nombres en los diarios -"Hilda-Luz",
"Antonio-Ariel"- y sus fotografías. Requeridos. Se horrorizó y -luego
habría de contárselo- lloró varios días y varias noches seguidas. El chalet
casi en ruinas: de madrugada se colaba por debajo de los postigones desgoznados
el viento rabioso de la costa en invierno y ella se estremecía y se adosaba,
debajo de las sábanas, contra el cuerpo de Antonio. Y sentía que Trilce
palpitaba en su vientre, se movía.)
En el fondo del bolso están
las aspirinas. Toma dos, juntas, con un gran buche de coca-cola. Sabe que el
calmante le provocará acidez de estómago y por eso mordisquea, sin ganas, el
único sandwich que Trilce le ha dejado. Sonríe: "Tiene razón Elida: sos
una glotona". Y también sonríe Trilce: "Ah, pero yo no engordo y ella
sí". Tiene los incisivos un poco separados, como él... "Dice tía
Elida que papá era igual". "¿Con los incisivos separados?".
"¿Pero qué decís, mami? Tía Elida me contó que papá era un flaco alto y
comilón, como yo. Y que tenía unos ojos negros muy lindos, con las pestañas
largas, iguales a las mías".
(... y aquella noche él
había llorado y las lágrimas le temblaban, minúsculas, radiantes, sobre las
pestañas oscuras. "La única vez, Antonio, que te he visto llorar, y sólo
porque te has enterado de que tendremos un hijo". "Creo que es de
alegría, Hilda y no sé; también, un poco, de miedo... yo no pensaba". Ella
se había echado a reír mientras el viento del sureste se ensañaba con las
puertas y las ventanas desvencijadas del caserón solitario. Se había echado a
reír aunque tal vez hubiera tenido que llorar, como Elida, varios días y varias
noches...
Pero no: de pronto se sintió
tan valiente, tan segura; se había tocado el vientre y le había dicho:
"Nada de miedo, Antonio; el que está aquí tiene un corazón fuerte: será
como nosotros". Y él le había respondido "Sí, como todos nosotros. Vale
el dicho: juntos somos el mar". Esa misma noche habían pensado en los
nombres. Convinieron: ella elegiría el del varón; él, el nombre de la niña. Y
le había recitado bajito unas estrofas de otro de sus poetas predilectos y
enseguida le había anunciado: "No elijas nombre de varón porque será una
nena y se llamará Trilce".)
Ahora la niña la toma de la
mano y la arrastra otra vez hacia el agua. Atardece y una brisa ligera empieza
a levantar pequeños remolinos de arena. "Voy a enseñarte a nadar; vamos,
mami, vamos". La voz, tenue como un hilo del sol que declina, enciende,
sin quererlo, la otra asordinada, opaca: "Vas a tener que aprender a nadar
en la mierda". Y le hunden otra vez la cabeza encapuchada. "Así que
Luz, eh, conque Luz. Pronto tendrás que acostumbrarte al pozo y allí
todo está oscuro, Luz; te vas a empachar de oscuridad". Pero no, era
mentira. No estaba oscuro. Trilce brillaba en el fondo de su
vientre. Brillaba.
Se había subido arriba de
sus hombros y, suavemente, la sumergía en el mar. El agua estaba fría y salada
y era toda para ellas; ya no había gente en la playa. Se hundió, emergió,
empezó a dar brazadas. La niña nadaba a su lado, serenamente. Miró el horizonte
donde desaparecía el sol: el cielo era un enorme incendio azafranado, violeta,
cárdeno.
(¿... y si se internara en
el mar hasta dónde, hasta cuándo ... ? ¿Y si se dejara morir allí, tirada en el
piso encharcado y nauseabundo? No, no la dejarían morir. Vendrían a buscarla
otra vez. Además, estaba Trilce, y tal como él lo había presentido, Trilce la
haría invencible. Sí, había soportado. "Si no cantás te
sacaremos el engendro con un fierro candente". Y las quemaduras habían
florecido entre sus piernas, y después las llagas, y el pus, y el olor
repugnante de la infección que no habían querido curarle. Por fin, las costras.
Y luego la piel nueva, la vida: Trílce había resistido aunque, ansiosa por
vivir, se adelantó y nació a los ocho meses. Una fuerza pujante, su hija; un
enredo rosáceo que lloraba rabiosamente. Después, para ella,
sobrevino una nublazón sin memoria: ardió en fiebre, se hundió en un delirio
donde danzaban figuras retorcidas, mudas, amenazantes. Por fin retornó al mundo
pero ya no tenía a su hija: se la habían entregado a Elida, que estaba
dispuesta a criarla.)
"Sí, sabés nadar muy
bien, Trilce. Tenías razón". "Y vos aprendés rápido, mami. Ahora
vamos a correr por la orilla, a esquivar las olas. ¡Ya!". Y se lanza, la
niña, a una carrera lisa, acelerada. Ella no la sigue,
(... no podrá seguirlo:
Antonio es muy veloz, tiene las piernas más largas, más ágiles. Y además, ella
está embarazada. Se habían acercado en medio de la noche. él había
dicho que, en caso de que ocurriera, debería salir por el atajo disimulado
entre los matorrales del fondo; luego tendría que correr unos metros y entrar
en el bosque. Se habían acercado en medio de la noche y Antonio le dijo que los
demoraría hablándoles desde dentro. Asegurándoles que estaba solo y
que se iba a rendir. Que se fuera rápido, ella, que tal vez no habían rodeado
la casa. Rápido: y en sus ojos había una chispa de furia y de amor. Era
increíble pero ella había logrado escapar. Corrió desesperadamente y llegó al
linde del bosque. Allí se detuvo; no quiso seguir sola aunque era eso que,
desde tiempo atrás, habían convenido para una contingencia como la que estaban
viviendo. Escondida entre unos arbustos oyó el comienzo del tiroteo y de
pronto, en la costa, dibujándose contra las primeras luces de la madrugada, lo
vio correr y apenas pudo musitar: Antonio... En ese instante sonó otro disparo
y él se volvió hacia ella como si, aun alejada y oculta entre la maraña, la
hubiera visto, la hubiera oído murmurar su nombre. Abrió los brazos y después
cayó. Y a su lado creció, tremendo, el embate del mar .. )
La niña se vuelve y también abre los brazos. Ella aprieta los párpados: no
quiere mirarla. Así permanece unos instantes: ciega, muda. Pero
enseguida deja que sus ojos acepten el mundo: mira. Trilce la está esperando.
La esperó durante los siete años que ella estuvo presa, y allí estaba, pocos
días atrás, cuando la dejaron en libertad, parada junto a los portones del
Penal. Se acerca a ella, la abraza. "Vamos, tenés los bracitos helados. Se
viene la noche y nos pescaremos un resfrío". "Sí, mamá. Además, otra
vez tengo hambre. ¿Me quedará algún sandwich en el fondo del bolso?"
Sylvia Lago, (20 de noviembre de 1932). Escritora, docente, ensayista literaria. Egresada en Literatura del Instituto de Profesores Artigas (de donde llegó a ser Subdirectora). Ejerció la docencia en Enseñanza Superior por más de 20 años. Es Directora del Departamento de Literaturas Uruguaya y Latinoamericana de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (también catedrática de Literatura Uruguaya) |