sábado, 30 de junio de 2018

Noche de San Juan

                                                                                Mario Arregui

Después de muchos días consumidos en incesante arreo de tropas por campos y caminos donde el otoño sembraba sus mil muertes, Francisco Reyes volvía al pueblo en un atardecer desnudado y alto como la victoriosa espada de un ángel, mientras cien hogueras dispersas anunciaban el nacimiento de la noche de San Juan. Los cascos de su caballo golpeaban sonora y rítmicamente la blanca carretera, y él abría con avidez los ojos a los cordiales fuegos de los hombres y al balbuceo de las primeras estrellas. Su pecho también se abría, se abría dulcemente y se dilataba ante viejas ternuras y recuerdos aun tibios que lo alcanzaban desde el sitio donde se repliega la infancia. Y su corazón iba liviano y ágil como un niño.
En la última loma, detuvo el caballo y se irguió en los estribos: el pueblo —quietas hileras de faroles y desparramadas luces que se levantaban como párpados al creciente conjuro de las sombras— estaba como preparándose para transportar un puñado de hombres y mujeres por los remansos de la noche, hasta la playa vidriosa y baldía de la madrugada. Pensó en su madre y en sus hermanos: seguras caras sonrientes entre las que encontraría una realidad suya densa y compacta como la de un metal; pensó en Carmen, la prostituta amiga, cuya carne morena —que su cuerpo memorioso deseaba con una certeza muy parecida a la sed— se hundía y se ahondaba frutalmente bajo la mano; pensó en los compañeros de incontables noches de cañas y guitarras. . . Con una ligera inclinación del torso, puso el caballo al galope.
Horas más tarde caminó —con pasos que ya estaban de alguna manera en su recuerdo— hacia la calle de los prostíbulos. Poco antes de llegar a la esquina de insomne puerta luminosa donde el Bajo comienza, encontró una gran fogata crepitante, encabritada al pie de un muro que coronaban —con crueldad vana y torpe— refulgentes vidrios rotos.
Sus altas llamas mordían el aire anochecido, y sus llamas bajas se retorcían sobre la leña inmolada. Dispuestos en semicírculo, seis o siete niños la vigilaban y la alimentaban, en silencio, muy serios, casi sacerdotales.
Se acercó sonriendo, armó un cigarrillo y lo encendió en las brasas. Distribuyó tabaco a los niños, que lo miraban con respeto y no sin cierta admiración. Tomó de la cuneta un puñado de hojas muertas y lo arrojó al fuego.
Continuó su camino, dobló a la derecha y avanzó, por el centro de la calle arenosa y hollada, hasta casi la mitad de la cuadra donde ejercen su oficio "las mujeres de la vida". Se detuvo, miró la noche joven establecida en el mundo, escuchó murmullos en un zaguán de honda tiniebla, respiró el aire frío con olor a humo y a casas viejas. Avanzó un poco más, trepó de un salto la alta vereda de grandes losas y llamó con el puño en una puerta. La voz esperada preguntó:
—¿Quién?
—Yo, Francisco Reyes.
—Voy.
Aguardó el ruido del pasador, empujó la puerta y entró.
Cuando salió —ya sobre la colmada plenitud de la medianoche— comprobó desde la esquina que la fogata, bastante disminuida pero todavía alta y briosa, seguía mordiendo las sombras y destellando en los agresivos vidrios del muro. Sonrió nuevamente, aunque con cierta lánguida tristeza final, porque algo en su interior estaba hundiéndose en una muerte invasora, en agraz y amarga. Permaneció inmóvil algunos instantes, de pie en medio de las dos calles, como encerrado por el cono de luz del farol. Además del aflojamiento y la pesadumbre que suelen suceder a las intensidades de la carne crucificada en el sexo, crecía en él una insatisfacción precisa y punzante, decididamente hostil, como si impulsos no animales que lo habitaran (que vivieran ocultos en su carne, parasitariamente) estuvieran alzándose —rebeldes, enconados y ciegos— sobre el desmayo del deseo animal agotado. En su alma nacían ansiedades sin destino y despertaban apetencias ya condenadas a frustrarse, y se rompían equilibrios, se iniciaban resquebrajamientos. . . Sintió que necesitaba el alcohol para defenderse, para emerger de la angustia que ya comenzaba a ceñirle la garganta. . . Caminó unos metros y entró en un bar y pidió caña.
Hacia el primer canto de los gallos estaba borracho. Casi siempre la saciedad sexual y la embriaguez le otorgaban una especial euforia deslastrada, libre, que superponía a su minucioso yo habitual —fatigosamente lúcido, encadenadoramente comprometido y prolijo— otro mucho más liviano y purificado: un neblinoso yo comparable en múltiples aspectos al de los entresueños, dibujado en trazos a la vez netos y fugitivos sobre lo más permanente que reconocía poseer. Pero nada semejante había ocurrido: imprevisiblemente, se encontraba caído por completo en la tristeza, desunido y lleno de grietas amargas, sobrepasado y aplastado por la angustia.  En vez de levitarse en la euforia amiga, había tocado fondo en un subsuelo lóbrego, viscoso y tenaz; y su alma, como perdida de sí misma, se debatía en vano y se buscaba a tientas. . . Pensó, por un momento, seguir bebiendo hasta la inconsciencia, pero en seguida apartó el vaso. Más de una hora estuvo fumando acodado sobre la mesa, hosca y defendida la cara, sin beber y sin hablar. Luego, desoyendo voces que lo instaban a quedarse, se levantó y salió.
Caminaba muy junto a una pared carcomida por las lluvias y los años —el sombrero sobre los ojos y un cigarrillo colgando en la boca—, cuando una sombra apenas perceptible se movió en la oscuridad del arco ruinoso y sin puerta que servía de entrada a un prostíbulo. Tras un leve aleteo de esperanza en su pecho, se detuvo y echó el sombrero hacia atrás. La sombra dijo con voz de niña:
—Dame fuego.
—No; te doy un fósforo: así te veo la cara.
Lo encendió y adelantó la llama, protegiéndola del débil viento con la mano ahuecada. La oscuridad le entregó un rostro joven, ligeramente salvaje y felino, de altos pómulos, frente baja y huidiza, boca grande y rasgada, ojos pequeños que parpadeaban y se cerraban ante la luz. El pelo —que entrevió negro, profuso y desordenado— permaneció detenido en el límite de la penumbra, cautive de la noche. . . El rostro se inclinó hacia la llama en actitud sedienta. 
Reyes alargó el brazo y aspiró —con los ojos semicerrados— el olor del perfume barato y del tabaco rubio. Después recogió y bajó un poco la mano y miró de nuevo a la prostituta. Debajo del abrigo de color claro y viejo, adivinó un cuerpo delgado, largo, blanco, tembloroso y erizado de frío. Sostuvo el fósforo hasta que se quemó los dedos, lo arrojó y dijo a la oscuridad multiplicada:
—No te conocía. ¿Sos nueva?
—Hace un mes que estoy —contestó la voz de niña desde la brasa del cigarrillo.
—¿De dónde sos?
—De aquí, del pueblo; hace un mes que trabajo. 
Él encendió otro fósforo y volvió a mirarla. Ella sonrió, mostrando dientes pequeños, parejos y aguzados. La sonrisa, aunque fugaz y tan sólo muscular, trazó y dejó en su cara la forma real de un acercamiento ilusorio, le dio algo así como un leve y estático impulso hacia adelante. Y Francisco Reyes se quemó otra vez los dedos.
—No te conocía —repitió—. ¿Cómo te llamas?
—Ofelia.
—Sos linda.
—Va en gustos.
—Sos linda — insistió como con rabia.
Se hizo un silencio, un silencio vivo y cargado en el que ambos cayeron, acercándose, como derivando hacia un punto de convergencia creado por el mismo silencio. Reyes fumaba mecánicamente —las piernas un poco abiertas, el torso adelantado, los ojos fijos en la oscuridad y en la tenue sombra gris. La mujer, con frío. cruzaba los brazos sobre el pecho, y la lumbre de su cigarrillo temblaba a la altura de su seno izquierdo. Y la ya muy declinante noche de San Juan los envolvía como un gran poncho prieto y compartido.
Preguntó ella al fin, no sin apremio, con una voz más vieja:
—¿No entras?
Él demoró un poco en responder:
—Sí; pero para estar un rato con vos, nomás.
Y, luego de una pausa, agregó con voz obligada, forzada, que pronunciaba a pesar suyo:
—Pero igual te voy a pagar. . .
Encendió otro fósforo y la siguió por un pasillo de desparejo piso enladrillado y paredes con manchas de humedad antigua; y entraron, al fondo, en una pequeña pieza encerrada y honda como un calabozo, apenas alumbrada por una lámpara que humeaba colgada del techo.
Había una fatigada cama de hierro, un ropero con mortecino espejo hostil y sin dueño, una mesa y dos sillas, un dominador crucifijo y grabados indistinguibles en las paredes. A pesar del aire húmedo y frío que la llenaba, del torvo espejo y de los fragmentos de muertes ajenas que parecían poblarla —y en cierto modo entorpecerla—, tenía la penumbrosa pieza —en su pobre desnudez sucia de vida, historiada y gastada— una intimidad agridulce que acogía como acoge un lugar donde se ha conocido la dicha.
Reyes dejó el sombrero sobre la mesa y aplastó muy cuidadosamente la colilla en un cenicero de vidrio adornado por un pueril caballito de metal. La prostituta arrojó el cigarrillo hacia afuera, cerró la puerta y —respondiendo a una pregunta que él no había formulado— dijo mientras ordenaba las ropas de la cama:
—No sé lo que me pasa. Tenía frío y no podía dormir. Estaba sola, pensando cosas, y me levanté. Las demás duermen. Tenía ganas de caminar. . .
Después se quitó el abrigo, la pollera y los zapatos y se acostó boca arriba —conservando la chaqueta y el viso—. con las piernas juntas y las rodillas levantadas. Y la horizontalidad pareció restituirle una vieja densidad dulce y terrestre.
Él, de pie, la fijaba con una mirada de ojos todavía vidriados por el alcohol pero pesados como manos que oprimen. Su cara de hombre joven — marcada por el sol y el viento, quebrada a la sazón en duros ángulos por la débil claridad vertical de la lámpara— estaba detenida —y como atrapada— en una contracción exasperada, dolorosa, y en una tensa expresión de acecho que no denotaba, pese a su codicia, específico deseo sexual.
—Acostate — llamó ella.
—Sí — respondió sorprendido, como regresando de un país donde no existía la voz humana.
Se quitó el saco y las botas y se tendió junto a la mujer. La besó en el cuello, en la mejilla, en el pómulo, y hundió la cara en el pelo derramado sobre la almohada. . . Hubiera querido dormir allí un largo sueño profundo y total: descender a la unión ciega y a la paz de las profundidades apretándose contra aquel cuerpo despierto y ofrecido. Pero el hambre impar que asiste y sirve a las especies lo atormentaba y lo avasallaba, obligándolo a buscar comunicaciones con el vasto mundo opuesto y secreto encerrado por aquella piel de mujer.
Se apoyó en los codos y miró con sus ojos pesados el rostro un poco salvaje y felino, que se acercaba y se alejaba según las sutiles vacilaciones de una sonrisa indecisa. Alzó su mano derecha y la bajó lenta y plana sobre él y le buscó el contorno de los huesos: rozó con la yema de los dedos la frente baja y oblicua, los arcos superciliares, el filo angular de la mandíbula, las aflorantes durezas de los pómulos. Y luego hundió otra vez la cara en el pelo que olía a humedad y a sueño y que se derramaba sobre la almohada. . . Sentía que el tumulto de su alma se hacía más simple, más coherente. Era como si las ansiedades y las apetencias se vertieran en un único, ancho y perdido río central. Pero este río, este espeso río sin cauce del que la angustia se desprendía como un rumor de sílabas caóticas, no se remansaba ni desembocaba — más aún, parecía acrecentar su potencia y su desorientación al mismo tiempo que su carga.
Y Francisco Reyes levantó la cara del pelo que olía a sueño y a noche y rodeó el talle de la prostituta con el brazo izquierdo y la hizo girar un poco hacia su lado. Cerró con fuerza los ojos y se apretó contra el vasto, opuesto mundo vivo y tembloroso. La mujer intentó hablar, pero él le tapó la boca con el hombro, y ella —comprendiendo— giró hasta ponerse por completo de costado y lo abrazó estrechamente, en silencio. Largos minutos permanecieron así, como dos náufragos arrojados por el azar en la concavidad de una misma ola. Pero el hambre impar seguía insaciable y el turbio río continuaba acrecentándose sin remansarse ni desembocar. Y Reyes se evadió del abrazo y buscó los senos. La mujer lo ayudó, desabrochando en parte su descolorida chaqueta de lana roja, y aquéllos —pequeños mas ya cansados y con peso propio— surgieron a medias entre las ropas y parecieron iluminarse mucho más de lo que la escasísima luz de la lámpara hacía prever. Él los besó con un furor contenido y los oprimió ávida y morosamente con las manos y con la cara.
—Tengo frío—se quejó la prostituta. 
Le abrochó la chaqueta, se semiarrodilló en la cama y le acarició los muslos, elásticos y erizados. Después remangó el viso y descubrió el vientre; tocó apenas su liviana curva, aplanó la mano sobre la suave depresión del centro. Miró el triángulo oscuro del sexo, que adivinaba hondo, nocturnal, infinito. .. y tibio y tierno y estremecido como un pájaro. Y puso su mano allí.
—Tengo frío — repitió la mujer.
La cubrió con su cuerpo. Ella comenzó a separar las piernas, pero él la detuvo:
—No; eso no.
Transcurrieron lentos, puros minutos. La unión ciega y la paz permanecían lejanas, inalcanzables; pero el río se remansaba en una calma quizá muy semejante a un deseo de morir, a una madurez para la muerte. Y —acallado el tumulto— su alma estaba recogiéndose en sí misma. . . Esperó.
—Me voy — dijo al fin.
Con gran esfuerzo, se dejó caer a un lado. Se sentó en el borde de la cama y empezó a calzarse las botas. La mujer se vistió rápidamente.
—Volveré otro día — mintió Reyes, ya en el arco ruinoso y sin puerta que servía de entrada al prostíbulo.
—Hasta pronto, entonces.
—Sí; hasta pronto.
Al pasar frente al muro de los vidrios rotos. Francisco Reyes recordó la fogata. Buscó las cenizas y las golpeó con el pie; aparecieron unas cuantas brasas. Con la suela de la bota, las aplastó una a una —rencorosamente— mientras el alba corroía el cielo y cien gallos dispersos anunciaban la muerte de la noche de San Juan.

MARIO ARREGUI, exelente narrador uruguayo, nació en Trinidad (Flores) en 1917 y murió en Montevideo en 1985. Cultor exclusivo del género cuento, publicó, entre otros, Noche de San Juan y otros cuentos (1956) y Hombres y caballos (1960) con relatos que serían luego refundidos en La sed y el agua (1964) donde de agrega algunos textos nuevos. En 1972 publicó El narrador, y en 1979 La escoba de la bruja.Perteneció a la generación del 45.

jueves, 28 de junio de 2018

El canto de las sirenas




                                               Mario Arregui
Cierta noche Juan soñó un sueño. Soñó que él y once hombres más habían sido condenados a muerte. Los doce fueron alineados a lo largo de un paredón altísimo, con las manos atadas a la espalda y bien amarrados a unos postes provistos de argollas de hierro. Juan quedó colocado en cuarto lugar a contar desde su derecha. Era tal vez el amanecer y había una luz quieta y sin origen, una extraña luz verdosa, submarina. El verdugo, armado de un gran espadón curvo, comenzó su tarea desde la izquierda de Juan. Con un único y repetido y preciso golpe seco, fue cercenando una a una las cabezas de los condenados. Estas caían al suelo, sin sangrar, y a veces rebotaban y rodaban pero siempre quedaban verticales, bien plantadas sobre el corte del cuello, y movían los ojos y más aún los labios. 

La verdad es que movían apasionadamente los labios pero ninguna voz se oía: todo acaecía en un mundo sin sonido, en un silencio tan extraño y submarino como la luz. Ocho cabezas cayeron; el verdugo se enfrentó a Juan y levantó su espadón; Juan tembló de miedo y el miedo lo despertó.
La mano de Juan encontró el interruptor de la lámpara y sacó de la oscuridad las paredes y los muebles del dormitorio. Estaba sentado en la cama, sudoroso de un sudor que rápidamente se enfriaba. 

Respiró muy hondo, con un grandísimo alivio, y casi sonrió. Su mujer dormía a su lado, un tanto impersonal y con esa inocencia tan sexuada con que suelen dormir las mujeres. Otra vez respiró hondo, paseando por la habitación una mirada recuperadora. En seguida irguió un poco el torso y logró ver su cara en el espejo del ropero, y entonces, cariñosamente, se saludó con una sonrisa ahora abierta. Después apagó la lámpara, se apretó contra el cuerpo de la mujer, volvió a dormirse.

A la mañana siguiente despertó como todos los días, y luego, cuando canturreaba bajo la ducha, recordó de golpe su pesadilla. El recuerdo lo asaltó con una prodigiosa nitidez, tanto más asombrosa cuanto que normalmente no era de los capaces de reconstruir sus sueños. Dejó de canturrear y quedó mirando las baldosas del piso, como si esperara ver las cabezas cortadas entre los minúsculos arroyitos de agua jabonosa. Al asombro se unían, asociadas, la sensación de haber sido invadido a traición por alguien o algo que jugaba con él y una angustia que nacía en su pecho pero apenas era suya. 

Esa angustia rarísima le preguntaba (o hacía que se preguntara, acuciosamente) por qué recordaba así y qué decían las cabezas gesticulantes. Nada podía contestar o contestarse, y seguía quieto, como ahuecado, como sin tiempo propio, mirando el agua que corría con mansedumbre, sintiéndose víctima caída en una trampa. Ocasionalmente creyó ver en la movilidad del agua fugaces bocetos de cabezas que hablaban, incluso llegó a inclinarse y a aguzar el oído para escuchar las voces imposibles... Mucho le costó salir de aquel trance.

Mientras se vestía, se propuso -sin saber por qué, sin preguntárselo- no contar a nadie lo que acababa de ocurrirle. Le dijo un casi distante "Hasta luego" a la mujer y salió a la calle; caminando hacia la parada del ómnibus, pensó que muy pronto olvidaría todo y que podría seguir viviendo con la despreocupada semifelicidad de siempre.
Pero pasaban los días sin que se borrara en lo más mínimo el recuerdo, la obsesión, de las cabezas caídas. 

Y se fue convirtiendo, casi, en dos hombres: uno, el que cursaba lo cotidiano con una cara que fingía ser la de antes; el otro, el reciente que se ensimismaba y a menudo se perdía en un hermético y recurrente soliloquio. ¿Qué decían las cabezas? ¿Eran en verdad inaudibles? ¿Eran inaudibles siempre y para todos? No ignoraba que el mundo de los sueños es infinitamente más vasto que el de la vigilia y que un despertar puede ser un vertiginoso empobrecimiento, y se decía que aquel despertar que tanto lo alegrara había sido algo del orden de un robo, una estafa, un escamoteo. 

De no haber despertado, se decía, el verdugo lo hubiera decapitado y su cabeza erguida a sus pies hubiera hablado lo mismo que las otras y él hubiera oído su voz de muerto o la voz de su muerte; y su muerte, o mejor dicho la muerte, o mejor dicho desde la muerte... Sí, su cabeza ya en la eternidad hubiera pronunciado, con boca más suya que nunca, los nombres o las metáforas de las cosas que solamente un Dios, si lo hay, puede saber, y él, un pobre ser hecho de tiempo y de interrogación en el tiempo, hubiera podido escuchar -más acá o más allá de aquel silencio que sin duda no era tal- las palabras de aquella cabeza, ¡tan ajena y tan suya!, instalada en el centro mismo de las sabidurías. 

Si, sí y otra vez sí: de no haber despertado hubiera tenido las claves de mil y un secretos...o la clave de un solitario y severo secreto padre de todos los secretos.
Noche a noche esperó Juan que los demiurgos de sus sueños retomaran la historia de las cabezas cortadas. Fue una espera en vano: el verdugo y su espadón no volvieron a visitarlo. Despertaba defraudado, siempre. Un día cualquiera comenzó a decirse que sólo en la muerte podría perseguir la continuación de su aventura, que sólo siendo un muerto podría alcanzar la revelación que falazmente le había prometido la más tentadora de las pesadillas.

No importan las vacilaciones de su nuevo soliloquio y tampoco importa el numero de los sellos para dormir. Baste saber que hay una noche en que finalmente decide tomarlos. Esa noche se acuesta como todas las noches y duerme y tal vez sueña. Duerme profundamente y en algún momento deja de soñar. Su mujer, hacia el alba, lo notará frío y saltará, aullando, de la cama. 

MARIO ARREGUI, exelente narrador uruguayo, nació en Trinidad (Flores) en 1917 y murió en Montevideo en 1985. Cultor exclusivo del género cuento, publicó, entre otros, Noche de San Juan y otros cuentos (1956) y Hombres y caballos (1960) con relatos que serían luego refundidos en La sed y el agua (1964) donde de agrega algunos textos nuevos. En 1972 publicó El narrador, y en 1979 La escoba de la bruja.Perteneció a la generación del 45.

miércoles, 27 de junio de 2018

Un cuento de fogón

                                                     Mario Arregui

Nicodemo Carrión perdió una noche cuatro caballos — mejor dicho, una yegua y tres caballos. De su tropilla compuesta de cinco unidades sólo le quedó el tordillo sabino, un mancarrón chafalote cuya única virtud era un sobrepaso rendidor. El pobre tordillo no se fue con sus compañeros o colegas por la suficiente razón de que estaba bien atado al palenque del comercio de Elías Ayup —“Ramos Generales”—, donde Nicodemo pasó la noche bebiendo, en este orden, vino tinto, caña y ginebra, y perdiendo al monte los no muchos pesos que tenía en el cinto.
Parado junto al palenque y como a la orilla de la luz de un amanecer todopoderoso, con el cinto vacío y el regusto de la última ginebra en la boca, con los ojos todavía llenos de oros, copas, espadas y bastos, Nicodemo Carrión, de profesión tropero, paseó y aguzó la vista en busca de sus herramientas de trabajo. El campo salía de la noche con viejo desgano, y no había en él más caballo que un petizo bichoco, de esos que se largan a los caminos para que mueran su muerte. Nicodemo dio lentamente un cigarrillo y se lo puso en la oreja. “Deben estar cerquita, nomás”, se dijo sin inquietarse, mientras ajustaba la cincha al tordillo, que había dejado ensillado. Encendió el cigarrillo y montó y partió al sobrepaso, ahora en la dura luz creciente.
Durante toda la mañana y buena parte de la tarde campeó en vano a los perdidos; recorrió los dos potreros abiertos de los vascos Arregui, investigó las barrancas y el pajonal del arroyo Curupí, llegó al final de la calle alambrada de los Estomba, casi hasta el final del camino encallado que llevaba hasta no lejos de la estancia del gringo Filippini... Perplejo y hambriento, galopó y trotó después —unas tres leguas escasas— el camino del poblado donde vivía.
La mujer de Nicomedo se llamaba María y recibió a su marido con el malhumor de costumbre pero cumplió con diligencia la tarea inmemorial de dar de comer al hombre. Nicodemo le contó la inexplicable desaparición de los caballos y calló su mala suerte en la timba.
—Es el colmo perder los caballos — gruñó María.
Nicodemo no replicó y tendió el recado en la cocina del rancho y se acostó a dormir. Soñó con caballos sueltos y con monedas escondidas y con caballos que eran y a la vez no eran los de la baraja, soñó, muy confusamente, con una especie de limbo donde todos los caballos del mundo estaban entropillados por un inmenso ojo equino sin párpados soñó, hacia el alba, con un potrillo malacara que se mostraba brotando del suelo y se ocultaba en seguida detrás de una pequeña mata de paja.
Junto con el sol salió a proseguir la búsqueda; regresó después de la mediatarde, él y su tordillo cansado, casi furioso, más que perplejo.
—Esto es cosa de brujería — dijo a su mujer, que asintió con gravedad.
En la tardecita, y por consejo de María, se di rigió al rancho de doña Viviana, curandera y adivina.
—Dentrá nomás, m’hijo — dijo la vieja Viviana.
Los fulgores del último sol invadían la pieza por una ventana estrecha; el rancho era pobrísimo y milimétricamente ordenado y aseado.
—Acercate. Sentate en ese banco, si querés.
La vieja —chiquita, viejísima, con algo de lechuza en los ojos que eran de alguien mucho más joven— estaba en una cama de hierro enorme para ella, semisentada, apuntalada por una pirámide de almohadones. Pronunciaba con voz tenue pero nítida.
—Vos no estás enfermo —dijo—. Haceme un cigarro, si tenés tabaco; yo tengo las manos muy tembleques.
Había cierta cosa insondable —que, por supuesto, Nicodemo no registró— en la vejez de la curandera, en la ceniza y las pequeñas brasas obstinadas de la larga vida vivida en intimidad con la enfermedad y la muerte ajenas y en la casi inminente muerte propia, allí, como ocupando los vastos espacios libres de la cama, segura y sombría, golosa pero no impaciente, tal vez mantenida a raya por la sola voluntad de vivir de la vieja, por una familiaridad profunda que le era inhibitoria, por la insomne intensidad de la mirada alechuzada...
—Toy sano —dijo el hombre, liando el cigarrillo-. Vengo porque perdí cuatro caballos.
—Una yegua y tres caballos —rectificó doña Viviana—. Dameló prendido, m’hijo.
Nicodemo no se asombró demasiado pero sintió un ligero vértigo.
—Cierto — dijo.
La cara infinitamente arrugada de la vieja no tenía otra raza que la de la extrema vejez; sin embargo, la nariz aplastada por donde expelía el humo muy blanco del tabaco brasilero, contrabandeado, revelaba una dosis grande de antigua sangre negra o india.
—Tu padre nunca se quedó de a pie — sentenció, y Nicodemo (que sabía todo lo que significaba esa frase que quizá mi lector urbano no sepa medir) se sintió hondamente humillado:
—A mí me quedó el sabino — atajó con brusquedad.
—Eso no cambia el evento. ¿Cómo son tus caballos?
—¿Usté no sabe? — desafió, hosco, Nicodemo.
—No te amosqués, m’hijo; tu padre era tu padre y vos sos vos. Decí cómo son tus caballos.
Nicodemo se amansó y recitó con ritmo de trote:
Una yegua zaina tapada, bastereada, marca una argolla con un gancho; un zainito chico, hijo ‘e la yegua, medio estrellero, güen caballo pal campo, orejano; un bayo cabos negros, güenazo, bien plantau, muy ventena, marca una cruz con dos travesaños rabones; un matungo morrudo tirando a pangaré pero medio lobuno, -marca borroneada, que le compré al finau turco Yafar, el mercachifle, y que tuavía se le notan las peladuras ‘e los tiros y la pechera.
L la vieja terminó el pucho en silencio y se lo alcanzó a Nicodemo y pidió:
—Tiralo pal patio, hacé el favor.
   Nicodemo obedeció y vio sin mirar el borbollón del sol caído debajo del horizonte.
El rojo naranja de ese borbollón ya no entraba por la ventana estrecha; la voz tenue evocó en la penumbra:
—Hombre alarife, tu padre. Dormía poco... y no dejaba dormir. Era durón con los machos y blando con las hembras; a mí nunca me levantó la mano... La pobre tu mama no supo lidiarlo.
 Rápidamente, en el silencio, la penumbra se hacía sombra entretejida.
—¿Y qué le calcula a mis caballos? — aventuró Nicodemo.
Poco tardó la respuesta, desde la casi oscuridad:
—Buscalos en la calle ‘e la estancia ‘e Filippini.
—Ya los busqué.
—Buscalos allí, m’hijo... Ahorita me prendés esa candela y te vas.

Muy temprano, noche aún, partió nuestro hombre hacia la estancia del gringo. Pese a que la cu­riosidad lo trabajaba como picazón de ortigas, cuidó de no sacar del sobrepaso al tordillo, para quien la noche había sido poca para comer y descansar. El sol de noviembre le salió, límpido, a eso de legua y media del poblado. Media más adelante, tomó el camino encallado que se internaba en las posesiones del hijo de genoveses. La calle empastada apenas ofrecía un trillo débil y por trechos desdibujado, y era angosta y recta, flanqueada por dos excelentes alambrados de ley. Vio novillos con reluciente peleche de primavera y gordura de eunu­cos; vio vacas y ovejas que pastaban gregariamente en las laderas y los bajos de potreros bastante quebrados; vio toros que, un poco disidentes de los rodeos, rumiaban esperando el estro de sus hembras; vio un hermoso potro colorado —enardecido su color por el sol matinal; dejado para padrillo o simplemente todavía sin castrar—, que se precipitó hacia él en una anhelosa averiguación del sexo del sabino y lo escoltó alambrado por medio y galopó repetidas veces en círculos y volvió cada vez, lanzando relinchos de reclamo y otros que quizá fueran puteadas a los alambradores implícitos, a gol­pearse contra los piques y los postes y a hacer bordonear los alambres. (No había visto aún y no vio, y no vería hasta cerca del mediodía-, un ser humano cualquiera.) Había nacido en el poblado y había vivido sus casi cincuenta años en medio de lo que veía y estaba hecho a la medida de ello; ni del modo más larvario o rudimental podía pensar en la soledad íntima y perfecta y oscuramente enemiga del campo sólo campo, ni en la minúscula anda en la eternidad que es un animal comiendo en un tiem­po que para nosotros significa horas y para él no pasa, ni en la paciencia taimada del toro y el ímpetu inocente de un potro entero que concibe la posibilidad de la cópula, ni en el atroz vejamen que constituye la castración y el algo —mucho- de sacerdote de un culto malvado que adquiere un hombre en acto de castrar, ni en cómo se diluye la idea de Dios en una Naturaleza rica y elemental, ni en otras varias cosas más o menos como éstas. Pensó en cambio, que al colorado sería conveniente caparlo en el menguante de enero y empezarlo a palenquear y a amansar de abajo pa la dentrada del invierno, que las ovejas (justo en días de ser esquiladas) de aquel gringo progresista y avaricioso criaban lana como yuyos, que cada novillo de aquellos cargaba carne como para matar el hambre a sinfinidá de cristianos comilones... El tamaño y la calidad de su esperanza de encontrar los perdidos es lo que no podemos saber, porque ni él mismo lo sabía con precisión. Pero cabe conjeturar que ella era grande y que tenía más bien firmeza: estaba avalada por la confianza en doña Viviana, o por la leyenda que la vieja había como segregado a lo largo de su larga vida. Recordaba Nicodemo que en sus búsquedas no se había asomado —¿por qué?, se preguntaba— hasta el fondo mismo de la calle, hasta la hondonada donde ésta terminaba incontinuablemente en dos porteras —una para vehículos y jinetes, otra para tropas— cerradas con candados, como corresponde a porteras de gringo. “De fija qu’están en las porteras —se decía y volvía a decirse, como para convencerse—, costiando pa l’aguada”.
—Dos días sin tomar agua: güen castigo — llegó a murmurar en una ocasión.
Allí estaban, efectivamente. Los vio desde la cuchilla y
—¡Qué vieja bárbara!
exclamó en voz alta, y descendió la ladera en el pri­mer galope del día, corto y sofrenado porque la pen­diente era mucha.
El tordilllo emitió relinchos de salutación que sólo obtuvieron una breve respuesta de la matronil aunque bastereada yegua zaina.
Nicodemo sujetó en el plan del bajo y quedó contemplando a los encontrados.
—¡Qué vieja bárbara! —repitió—. ¡La puta que la parió! — agregó en voz más alta y con más admiración.
Recíprocamente lo contemplaron un momento —sin aire culpable, o como pretendiendo delegar cada uno en los otros su cuota parte de culpa o verterla en una pálida culpa colectiva— la zaina madre, su hijo el zainito chico, el arrogante bayo cabos negros que siempre estaba como descifrando mensajes secretos en los vientos, el resignado ejemplar de equus caballus cuyo color de pelo era discutible y que aún mostraba los estigmas de los arreos de un carro que vendiera ropa y baratijas.
El tordillo sabino —famélico tras días de andanzas y noches de mal comer— aprovechó la oportunidad para robarle grandes bocados de buen pasto al gringo Fillippini.

Doña Viviana no se encontraba en la cama sino acuclillada como una momia incaica en un banquito casi rastrero, tal como la habían dejado las vecinas voluntarias que le hacían la comida y le limpiaban la vivienda; tenía una mirada que no miraba nada o miraba para adentro y un mate temblón en las manos de osamenta.
—Aparecieron los caballos — anunció Nicodemo desde el vano de la puerta.
—Dentrá y sentate. Haceme un cigarro.
Los ojos de la curandera y adivina, en la luz de la tarde joven, aparecían más reducidos y menos intensos que en la tardecita anterior; si bien tan arriscadamente vivos como entonces, se veían además un poco neblinosos, a causa, sin duda, de la crudeza de la luz y del humo de marlos del brasero.
—Sirvasé — brindó Nicodemo el cigarrillo encendido.
—Cebá vos el mate.
La conversación fue un tanto errabunda y tuvo muchos pozos de silencio y duró hasta cerca del anochecer.. Versó sobre otros caballos perdidos y encontrados y no encontrados, sobre muertes violentas donde se entreveía el dictamen del destino, sobre el carácter áspero pero con ojos de agua del viejo Carrión, sobre si los lobizones que violan mujeres pueden preñarlas o no... Después de una pausa larga, Nicodemo se decidió a pronunciar que quería pagar la gauchada y pidió a la vieja que le dijera qué se le ofrecía.
—Debería cobrarte una gallina gorda —dijo ésta—, y te la cobraba si no jueras hijo de tu padre.
—Se la traigo mañana.
—No la quiero; si me la traés no la como. Te la perdono.
Nicodemo agradeció y se despidió y volvió a agradecer. Trasponía la puerta cuando la voz tenue lo llamó:
—Carrioncito.
—¿Qué?
—Te perdono también la putiada que m’ echaste.


Mario Arregui, nació en Trinidad (Flores) en 1917 y murió en Montevideo en 1985. Exelente narrador. Cultor exclusivo del género cuento, publicó, entre otros, Noche de San Juan y otros cuentos (1956) y Hombres y caballos (1960) con relatos que serían luego refundidos en La sed y el agua (1964) donde de agrega algunos textos nuevos. En 1972 publicó El narrador, y en 1979 La escoba de la bruja. Perteneció a la generación del 45.

El viento del sur



                                    
                                          Mario Arregui 

Mi casa está levantada al viento, al viejo y vibrante viento del Sur. Yo mismo la determiné aquí, en la desolada garganta de los cerros, a tres leguas del caserío más cercano, a una legua del mar, justo en la ruta más violenta del viento. No he querido sumarle ni un árbol ni un arbusto, nada que la emboce, nada que la defienda. . . Aquí vivo sin hacer otra cosa que vivir, lentamente, baldíamente.
El viento sopla siempre, o casi siempre, y para mí toda la enmohecida rueda del año es invierno, o algo muy semejante al invierno. Sale del mar el viento, sale con lluvias tumultuosas, con espectros polares y voces lúgubres enredadas en la espuma, y asalta la costa y trepa infinitamente los cerros, persiguiéndose a sí mismo. Las tormentas sangran y huyen sobre mí; las nubes bajas lloran en las ventanas y me golpean la cara cuando camino o cabalgo. También salen del mar los solitarios días y también escalan los cerros; son días breves, pálidos, quebrantados, que parecen tener prisa en alcanzar las cumbres y rodar hacia la insondable fosa común de los días. Las noches, en cambio, caen como muertas del cielo empañado y son largas, tremendamente largas, y en ellas el mar se aproxima como un ejército y la niebla aterida pretende forzar mi puerta... Yo no sé si amo u odio al viento; sólo sé que vivo en él y que moriré aquí, en su camino y su presencia.
Mi mujer es blanca y callada. Tiene la boca húmeda y triste y muy hermosos ojos verdes, estancados. Pasa su tiempo junto a una ventana que no mira al mar, fumando cigarrillos. A veces canta con voz tan húmeda y triste como su boca, y otras veces lee libros escritos en un idioma que yo no entiendo. Yo no sé si la quiero. Vivimos juntos, comemos en la misma mesa, dormimos en la misma cama, solemos besarnos ahincada, reciamente y amarnos en silencio hacia las altas horas de las más espesas noches de viento y lluvia; pero yo no sé si la quiero. Tampoco sé si ella me quiere. Yo sé, eso sí, que ella odia al viento.
Y ella no sabe —nadie sabe— por qué señalé este lugar inhabitable para levantar mi casa. Todo viene de algo que me sucedió aquí una noche, hace años. Yo vivía —con ambiciones, con relojes— en una gran ciudad donde los hombres se apresuran entre edificios inmortales. Por un azar que no intentaré reconstruir ni descifrar, estaba esa noche en esta costa, y caminaba solo a la orilla del océano, empujando mi cuerpo contra la sustancia oscura y áspera del viento del Sur. Había, a ras del horizonte marino, una luna en menguante mojada y casi muerta de frío, como salvada apenas de las aguas. Del otro lado, los cerros y el cielo se fundían en una alta muralla de tinieblas. La soledad era total, asombrosa; era la simple, perfecta soledad del planeta sin hombres, la misma que ahora me es como el rostro que cada mañana me atestigua desde el espejo. Yo caminaba y caminaba, inclinaba hacia adelante mi cuerpo, no permitía que mis pasos vacilaran. Más que un lugar, era la mañana, la luz, lo que me proponía ya como punto de llegada. Mientras tanto, la luna se izaba penosamente y la noche se me hacía cada vez más cavernosa y vasta, parecía ahuecarse y retroceder delante de mí. Me sentí incapaz de arribar al alba y busqué el amparo de unas rocas; con resaca y pedazos de tablas que balbuceaban relatos de naufragios, logré una hoguera que me llenó en seguida de un placer casi sagrado; aturdido de cansancio y también feliz, me tendí entregadamente en la arena.
Una joven de rostro muy bello y dulce —y desnuda, morena, empapada— avanzaba con gran lentitud hacia mí. Su boca me sonreía y yo creía ver amor conocido y antiguo en la sonrisa; sus ojos se adormecían en el fondo de mis ojos. Una tenue luz de luna verde se deshilachaba sobre ella, rodeándola como un perfume temeroso, y encendía apenas en su piel los hilos del agua. Avanzaba sin mover las piernas, sin hacer un solo movimiento, deslizándose lo mismo que un navío, con el pelo manando agua incesante y las manos abiertas como flores a la altura de los senos pequeños. No sólo de su cara y del remansado, íntimo mirar de sus ojos nacía la dulzura, sino también de todo su cuerpo suelto y quieto, de la delicadísima lumbre que la rodeaba y hasta de su venir así, tan serena y sonriente y como dormida, en el viento que la traía. Yo la esperaba de pie, trémulo, viril, sonriéndole a mi vez. No caminé a su encuentro: esperé en una inmóvil felicidad, sin el menor asomo de impaciencia. Llegó hasta mi, me dio todo el fervor de su sonrisa, me tendió amorosamente los brazos e inclinó con fatiga y ternura la cabeza. Yo la abracé y la sostuve. Estaba fría, helada. Yo ceñí mi abrazo; ella apretó contra mí su cuerpo desnudo, y su frío atravesó mis ropas.
El frío me despertó: tiritaba junto a las brasas extenuadas de mi fogata. Tuve que hacer un gran esfuerzo para volver al mundo de la vigilia, y no sé hasta qué punto pude unir y centrar mi alma. Me incorporé y me apoyé en una roca, mareado, como con falta de sangre. La luna había alcanzado la mitad del cielo y allí se estaba crucificada en el viento, mortecina y milagrosa. A la altura de mis ojos, denunciando el horizonte sobre las aguas rizadas, temblaban algunas estrellas húmedas. Me pareció que la noche no era la misma, que era aún más insondable, más misteriosamente poblada, más dueña de todo, más noche que antes. Algo sentí también cambiado en mis adentros: mi soledad era mayor o más honda, una herida sin nombre ni lugar me dolía, un impulso fosforescente me enviaba hacia las olas. . . Eché a caminar, tal vez tambaleándome; recibí en la cara los golpes del viento y de gotas rabiosas, llegué al límite de las olas, me detuve y caí de rodillas: una joven desnuda, morena, empapada, yacía de espaldas en medio de la espuma. Adelanté mis manos. Estaba fría, helada; había arena y algas en su piel. Le retiré el pelo de la frente y me doblé sobre su rostro bello y dulce, tenuemente alumbrado por la luna, y sufrí la sonrisa que yacía como otra vida muerta sobre su boca. Quizá lloré, quizá estuve sollozando; pero no recuerdo. No sé tampoco cuánto tiempo permanecí arrodillado, inmóvil, con mi cara muy cerca de la suya y mis manos prisioneras en el frío de su cuerpo y su piel. Al fin la abracé y me erguí con ella en los brazos, de cara al mar, mientras el viento se ensañaba con nosotros. Yo la sostenía, la ceñía, la miraba; varias veces, con infinito cuidado, la besé. Ella seguía sonriendo; su frío atravesaba mis ropas; tenía los ojos entrecerrados y muy en relieve los arcos de las cejas. . . El golpear del viento crecía, crecía, crecía como algo que sube y se afirma sobre su propia violencia. Una ola más poderosa que las otras llegó de un salto, se rompió en mis rodillas y nos envolvió en una llamarada blanca y hambrienta. Apreté entonces a la joven con todas mis fuerzas y me volví y eché a correr enloquecidamente, huyendo, huyendo del mar, del viento, corriendo con ella contra mi pecho por la playa, por el campo muerto que baja de los cerros. El viento me perseguía, me empujaba, me golpeaba la espalda, intentaba enredarme las piernas. La pobre luna me alumbraba como podía la arena, los charcos, el campo vacío, el páramo que se iba haciendo pedregoso. Yo apretaba a la joven y corría, corría, tropezando, jadeando, enganchándome en los miserables arbustos, esquivando apenas las piedras grandes... Corrí hasta que no pude levantarme después de una caída. El viento pasó sobre mí: toda la noche, toda la interminable vejez de la noche estuvo pasando sobre mí, galopando y arrastrándose sobre mí, y yo con mi cuerpo protegía a la joven muerta.
En el preciso lugar donde caí y donde estuve hasta el día abrazado a mi muerta, levanté después esta casa. Y aquí vivo sin hacer otra cosa que vivir, y aquí he de morir, en el viento. El viento sopla siempre, o casi siempre, y mi mujer, blanca y callada, fuma cigarrillos junto a la ventana. Sale del mar el viento, sale con lluvias y sonidos lúgubres, y asalta la costa y trepa los cerros. También salen del mar los solitarios días y también el tiempo del que se nutren las noches. Yo vivo lentamente, baldíamente — o, mejor dicho, dejo que me vivan los fugaces, húmedos metales de los días y que me camine la carne y los huesos la lenta, densa, negra materia de las noches.


Mario Arregui, nació en Trinidad (Flores) en 1917 y murió en Montevideo en 1985. Cultor exclusivo del género cuento, publicó, entre otros, Noche de San Juan y otros cuentos (1956) y Hombres y caballos (1960) con relatos que serían luego refundidos en La sed y el agua (1964) donde de agrega algunos textos nuevos. En 1972 publicó El narrador, y en 1979 La escoba de la bruja, perteneció a la generación del 45.