domingo, 18 de agosto de 2019

Aniversario


María del Carmen Borda


Hoy se cumplían mis veinticinco años de casada, este año no me había hecho ninguna ropa especial para estrenarme, y al abrir el placar elegí un traje sport y una blusa blanca para debajo de la chaqueta.

Como siempre, vendría la familia más allegada, algunos amigos íntimos, y como tantas veces esa pareja que siempre estuvo en las buenas y en las malas, riendo y llorando en los momentos lindos y feos, padrinos de mi hijo mayor. Y como años anteriores deberíamos escuchar las anécdotas tan repetidas, de cómo nos conocimos, los recuerdos de los viajes más significativos, de fiestas, de sueños compartidos; recordar los hijos que estaban en el exterior y esperar sus llamadas.

Otra vez sacar el álbum de fotos con mi vestido de novia, esa desconocida muchachita inocente había sido yo, escuchar nuestra música, aquélla que nos unió en el primer beso, el poner el mantel de un blanco inmaculado, el ramo de rosas con las mismas palabras de amor como siempre.

Hoy me pesaban las piernas, tenía todo el peso del mundo sobre mi cuerpo, sabía que debía enfrentar el espejo, ése que no mentía, que sabía todo de mí; debía confrontar con él y con esa imagen igual a mí, me desnudaba con su mirada, me hacía confesar todo.

Entré a la ducha sin mirarlo, no sé cuánto tiempo estuve así, tratando de que el agua me lavara, me aliviara, me bautizara. Me envolví la cabeza con la toalla, me puse mi salida de baño blanca y lo enfrenté.

Percibí esa mirada directo a mi alma, directa a los misterios indescifrables, dejé que leyera en mis ojos, bajé la mirada, y sentí un miedo terrible de que fuera capaz de adivinar mis pensamientos descalzos, nuevitos, llenos de asombro y de esa especie de sorpresa que nos depara la vida. Sentí una especie de vergüenza de la vulnerabilidad del ser humano, y advertí en lo más recóndito de mí ser, un miedo profundo de saber que nunca nos conocimos. Y que aunque él me miraba sin esa careta que me ponía todos los días, a través de mi maquillaje y mi sonrisa de mujer feliz, ni él ni yo jamás habíamos pensado que éramos una caja de sorpresa.

- Mírame, ¿por qué intentas evitarme?, por qué no me dejas gozar contigo las chispas mágicas que se disparan solas de la mirada de una mujer enamorada, por qué te niegas a compartir conmigo esa dicha después de tanta rutina, de tanto llanto, o crees que yo también no estoy harto de compartir tu tristeza de tantos años.

Tú la impecable señora, tan respetable, hoy se atreve a romper las reglas de la apariencia de vivir por los demás, hoy sencillamente te has vuelto a enamorar. Mírame, recuerda aquélla noche que intentaste asesinarme, que me bañaste en lágrimas cuando descubriste la infidelidad de tu marido con tu fiel e inseparable amiga, madrina de tu hijo mayor. ¿Cuántos años han pasado?

Recuerda, cuando ella, la fiel y única amiga calmaba los nervios de tu marido cuando esperaban en los pasillos, juntos, cuando tus hijos nacían.

- Basta, basta, no te soporto.

- De a poco comenzaste a rechazarlo, no soportabas que te tocara, venías a mí con tu cara desfigurada después que él te hacía el amor, y yo compartía esos momentos, por eso tengo derecho a que me mires porque necesito gozar de tu misterio. O crees que no lo sé, hace tres meses de este milagro, fue en la fiesta de fin de año, parecías ebria, en tus ojos brillaban mil estrellas, y tus lágrimas, mansas y suaves, no eran de dolor exactamente, eran simplemente de una mujer que renacía y se levantaba como el ave fénix a la luz, a la valentía de atreverte a decir: basta.

No soportaba más ese espejo que diariamente me desafiaba.

Lentamente como una autómata comenzó a ordenar una ropa, sacó una valija pequeña que siempre estaba abajo a un costado del placar, esperando.

Volvió al espejo, y escandalosamente este reía con desfachatadas carcajadas, se tapó la boca reprimiéndose y todo quedó en silencio.

Me cepillé los dientes evitando su mirada.

-¿Por qué no me miras?, ¿serás capaz de hacerlo? Tú la fiel, la que llegaste pura al matrimonio, la que cumplió exactamente con los sacramentos sagrados de la santa unión matrimonial. La que criticabas acciones similares, la que juzgaba, la impecable mujer que lucía su marido cuando te presentaba a gente extraña. Tú la que te sacas la careta ante mí, ese maquillaje con el cual enfrentas tu vida cotidiana, y ya no es un día son años, y lo esperas, lo besas, lo atiendes, y has terminado siendo un robot manejado a control remoto.

Llega la noche, todo el día hubo preparación de comidas, un ir y venir, prácticamente ningún detalle quedó al azar.

Su marido al verla se sorprendió, que en esa ocasión especial, ella luciera un atuendo de calle y no un vestido como siempre lo había hecho.

Así fue que Melissa se saca la chaqueta y la hermosa blusa logró la aprobación de Oscar, impactado por una belleza especial que lucía su mujer esa noche, hacía mucho tiempo que no reparaba en su hermosura, quedó perplejo. Él intentó abrazarla y le chocó ese rechazo innato con cierto desprecio imposible de disimular.

Oscar miró a su mujer como si hiciera tiempo no lo hacía, y la vio distante, como si recién la viera por primera vez, como un sexto sentido sintió temor, un miedo difícil de describir.

El timbre comenzó a sonar una y otra vez, las visitas comenzaron a llegar, eran saludos, risas y reencuentros.

Cuando llega “ella” sola, la esposa del amigo predilecto, todos se asombraron, y ella muy naturalmente explicó que su esposo, llegaría un poquito más tarde porque le surgió un pequeño imprevisto.

Oscar quedó sorprendido, sus ojos no pudieron disimular una mirada descarada que Melissa supo ignorar.

Todo se desarrollaba aparentemente normal, se comenzó a ojear y comentar el álbum de casamiento, y gruesos lagrimones comenzaron a caer por el rostro de Melissa, no pudo evitar un pequeño temblor. Todos emocionados por esa reacción hizo que alguien comentara: ojalá mi mujer se emocione así cuando cumpla los veinticinco años de casada.

El marido la palmeó por la espalda diciendo: “parece que fue ayer”.

Era imposible seguir esperando, así que todos se dirigieron al comedor, todo relucía como nunca, y como siempre, Melissa comenzó a encender las velas como un ritual, para comenzar a servir la comida.

Se dirigió para adentro y todos esperaban ansiosos el menú haciendo chistes, porque no dejaban de reír.

Hasta que las voces se fueron apagando, la espera era demasiado, su marido muy cariñoso preguntó: ¿me estás esperando?, y se dirigió arriba. En la cama lucía bellísimo el salto de cama de seda, su regalo. No la halló, el placar estaba semiabierto, lo fue a cerrar y ahí se sorprendió, las perchas vacías colgaban soledades, miedos, verdades y mentiras.

Y la valija había desaparecido.

Bajó casi corriendo frente al espectáculo del público ante la escena, se dirigió a la cocina y el viento frío de la puerta abierta al fondo, le estremeció hasta los huesos, el perro ladraba en el patio.

Volvió al comedor ante el público expectante que esperaba el final de la película, comenzó a temblar como una hoja, pero al mirar las dos sillas vacías de la mesa, lo entendió todo.

Un estallido irrumpió el silencio, provenía de arriba, Oscar ya aterrorizado subió las escaleras, la luz del baño estaba encendida, al penetrar miles de pedacitos brillosos estaban esparcidos por todos lados, el espejo se había roto, y el rostro desfigurado del hombre se reflejaba en todos lados.




El suicidio





María del Carmen Borda

Llegaba la tarde, yo era el único ser que caminaba en la orilla del mar al borde del abismo de mis sueños. Sufría la encrucijada más trágica de mi vida, ya no había objetivos para mi existencia.

Había quedado absolutamente sola, estaba en mi hora cero, hay un silencio en esa hora disgregada, instantes patéticos, él había dejado de existir y lo debía buscar en algún lugar.

La muerte, diagnóstico que no es susceptible a errores, me saqué los zapatos y las medias, pensé en el paraíso, en un encuentro paradisíaco entre ángeles, jardines y música de violines. Me saqué el vestido y completamente desnuda comencé a introducirme lentamente, traté de ver el fondo del mar como Alfonsina y encontrar el rostro de ese hombre que tanto había amado. Pero el agua estaba muy fría, helada, mi piel se erizó, el agua llegó a mi cintura, el oleaje estaba lento.

Comencé a revolver mi tierra y a recordar mis días felices, ya faltaba poco para no pensar, para ahogar recuerdos, debería matar conmigo esos inútiles parásitos adheridos hace siglos en la tierra de mi memoria. Cuando lentamente comenzaba a introducir mi cabeza, siento en el abrazo sanguíneo del pánico cierta celebración volátil de serenidad.

Y de pronto aquel grito: ¡mamá, mamá! y ladridos de perro, si el dolor más grande que tuve en esta vida era ese: no poder haberle dado un hijo, la palabra “mamá” prohibida para mi. Giré mi cabeza y allí en la orilla un niño gritaba desesperadamente, me detuve.

El niño lloraba y se introducía en el mar, el perro nadaba al lado de él, no tenía derecho a ser la causa de su muerte y comencé a retroceder.
Al encontrarme frente a él se aferró a mi abrazándome fuertemente. Me alcanzó la ropa y caminamos juntos a la vida, el perro ladrando, corría alrededor.
El niño era huérfano de padre y madre, sus padres pescadores se habían ahogado en una tormenta en el mar; fue criado por varias familias de pescadores sin tener un hogar fijo.

Seguramente la vida me estaba ofreciendo una revancha, qué sorpresa, qué misterio la vida y la muerte. Por eso nadie puede predestinar los sucesos futuros, en el momento que buscaba mi muerte encuentro la vida; un regalo inesperado. Eran tiempos de evaluaciones de la terminación de un año más, se oían villancicos de navidad por doquier y una luz en mis campos se iluminó de pronto.
Hoy aquel pequeñito que me salvó de la oscuridad , era el rey del hogar, un hijo no buscado ni esperado ya, hoy se graduaba como ingeniero en ciencias oceanográfícas. Siempre interesándose por el mar.

El mar, ese monstruo que no quiso tragarme devolviéndome a la vida, a la lucha incesante en este interminable viaje rumbo a Itaca.
               

                                                                


                                                      


                                     La casona




María del Carmen Borda



No sé si los recuerdos felices se adhieren al tuétano, a las vísceras o en la inconsciencia humana y afloran en los momentos de nostalgias. Pueden aparecer de pronto, inesperadamente, en una música, en un color, en un paisaje, en una palabra. No sé si fue un sueño, no sé si cargamos una mochila a cuestas toda la vida, los momentos de oscuridad y dolor también están. Están presos en lo más profundo y negro en algún lugar de nuestro territorio. Y la lucha está en no dejarlos aflorar porque duelen y sin embargo a los otros, aquéllos que calman, que dibujan una leve sonrisa, los que nos hicieron vivir momentos irrepetibles son como agua pura que corre por nuestros campos, para enseñarnos siempre lo que fue y es la felicidad.

Eran campos muy verdes de todos los matices, perfumes que embriagaban, era un camino de tierra colorada y nosotros llegábamos de un largo viaje. De lejos se veía la casona, toda blanca donde volaban palomas en bandadas y los teru teru gritaban mostrando sus púas. Las ovejas corrían con sus crías y blanqueaban el paisaje, todo era perfecto, paramos en el camino a sacar fotos, estaba muy fresca la mañana, pero allá aquél humo que inundaba el aire, era la calidez, era el fin del camino. No más el zumbido del avión que nos traía de tierras lejanas y paisajes de nieve, estábamos en nuestro lugar en el mundo, como no había otro, entonces me encontré con mi “yo”.´

Era yo en el silencio infinito, donde solo era interrumpido por los trinos de pájaros, del canto triste de la paloma, del balar de ovejas, de…

Ya no me buscaría entre la gente extraña de inmensos shoppings , the Tim’s Hortons, The Rigth Houses, The Jackson Square, the King or Main’s streets. Ya la calma se hacía sentir en el flujo de mi sangre, en el palpitar más lento de mi pulso, en la calma infinita de oír y de beber de un sorbo la naturaleza toda.

Ya mi olfato se adelantaba y el aroma al pan casero hacía que lo saboreara y degustara como hacía años no lo hacía.

Seguimos andando, allí en la portera estaría ella, doña María, mi suegra que me esperaba con su delantal de a cuadros y su mano en alto y más allá don Safrón con su jardinero azul, como siempre, como cuando era la novia que llegaba de la capital. Y sin embargo habían pasado “tantos años”. Quiso el destino que yo entrara en esa familia de emigrantes ucranianos con ese español entreverado. Esos viejitos que amé enseguida, que me enseñaron tanto sobre la lucha del emigrante, de la vida en ese lugar al pie de la sierra de la Ánimas.

Y la “casona” enorme, llena de cuartos vacíos ( de hijos que se fueron), la estufa ( nunca vi una tan enorme), las fotos de personajes antiguos con ropas extrañas, la adoración de santos con historias mágicas. Aquéllas escaleras hacia los cuartos de arriba, el entrar en ellos te llenaban de misterios, la foto del hijo que quedó en Ucrania, revistas viejas donde hablaban de la primera y segunda guerra mundial. El balcón que era el mirador hacia las Sierras de las Ánimas, esos cerros azules por las nieblas matinales, las cascadas de agua como tentáculos bajando de las alturas cuando los días de lluvia, daban la impresión de venas abiertas de agua pura hacia la pradera. Ver la ruta nueve desde la altura, donde los turistas van hacia Pirlápolis y Punta del Este, y que la pareja anfitriona jamás iban, y de noche el desfile de luces de los vehículos.

Las plantas de malvones en las ventanas, el corderito guacho que traían al lado de la estufa para darle la mamadera. La vieja Pancha, una oveja añosa que topeaba y hacía caer a los niños, y tenía corderitos mellizos todos los años. El caballo “Chico” que paseaba a todas las visitas hasta el arroyo y la represa, debían tener en cuenta de no pasar por las colmenas porque te hacían caer.

El viejo perro Bermúdez ( nombre en honor a un vendedor ambulante que lo trajo), terriblemente fiel, mimoso y pegajoso. El que te hocicaba por debajo de la mesa para que lo convides y que perezosamente, y a paso lento te acompañaba hasta la portera cuando te ibas.

El horno donde María hacía los panes caseros y las pizzas, un lechón o pollo asado, bizcochos…La cocina económica donde me encantaba ponerle charamuscas para avivar el fuego, las comidas parecían más sabrosas, y qué bueno estar allí cuando blanqueaban las heladas en los campos.

Mi novio en ese entonces se había ido lejos a la fría Canadá, y yo maestra trabajaba en Montevideo y también seguía estudiando, siempre, toda la vida estudiando. Los fines de semana me iba a la Casona y allí era mimada a lo grande porque todos los hijos estaban ausentes, tenía todo el caserón para mi, tomaba leche recién ordeñada, mucha miel, quesos. Nunca comí higos más ricos de la vieja e inolvidable higuera, allí debajo de ese árbol, me decía Don Safrón, eran las últimas despedidas de todos los hijos que se fueron por el mundo.

Pasaba horas escuchando anécdotas y recuerdos de su pueblo, les pedía que me cantaran en ucraniano y yo penetraba en un mundo mágico y pensaba que, seguramente Federico se meció con esos cantos antes de dormirse cuando pequeño. Y creo que mi amor se hizo más sólido, más comprensivo, más tolerante ante tanta lejanía.

Y después de tanto tiempo…veníamos llegando a la portera, nadie nos esperaba, veníamos con nuevos nietos, los hijos que yo les prometí tener.

Nadie nos esperaba, ya no estaban, no los vería nunca más. No quería mirar a mi esposo, yo estaba temblando, el portalón crujió, no habían ladridos de perros, balar de ovejas, cantos ni risas. Los canteros de agapantos que habían en todo el camino estaba lleno de pastos, el auto iba apenas andando, costaba llegar.

Allí estábamos frente a la soledad infinita, hasta los niños callaron. – Qué triste estaba la casona llorando su soledad. La higuera estaba aún de pié, más retirados los galpones, el lugar de la huerta, me emocionó ver los limoneros con sus frutos. Federico abrió la puerta. Los niños asombrados de lo que veían y de los ruidos de la naturaleza que escuchaban, una orquesta de trinos nos acompañaban como una sinfonía triste y melancólica que lloraba ausencias. El tiempo que pasó implacablemente acechaba como un ladrón que roba vidas, y me dio miedo del muro que espera en la línea divisoria de la vida y la muerte. Hay algo que no podían ni podrán quitarme, las vivencias maravillosas, la enseñanza irrepetible que viví en ese lugar. Enseñanzas que se transmitirán de generación en generación.

El descubrimiento de que la felicidad está en las cosas simples, sencillas de toda la existencia, en una conversación debajo de esa higuera que perdura, en el perfume de la naturaleza. Ellos a su manera, un tanto lejos de lo sofisticado y rebuscado fueron felices, a pesar de la añoranza contínua de su vieja Ucrania.

Estábamos frente a la puerta enorme de entrada, Federico puso la llave y abrió, la puerta crujió, parecía un quejido. Y allí la gran estufa, todo estaba tan tremendamente triste, las fotos de los abuelos arriba de la estufa.

En ese instante un ruido seco nos paralizó, venía de arriba. Federico se dirigió a las escaleras y nosotros detrás, - alguien está arriba, dijo mi hija más grande. -¿Serán los fantasmas? dijo el pequeño, y el del medio, que siempre fue un especie héroe de los libros corrió subiendo de a dos los escalones. El ventanal enorme del dormitorio de María y Safrón estaba abierto, una tormenta de verano comenzó a levantarse, y la lluvia no se dejó esperar. Todos estábamos estupefactos mirando un espectáculo impresionante. El viento, los teru teru en bandadas cruzaban el cielo, los relámpagos y las luces eléctricas dibujaban el cielo.

-¿Qué raro no?, ¿cómo cambió el tiempo tan de pronto?

Las nubarrones acechantes parecían que corría una carrera arriba de los cerros.- Miren, miren, dijo Pablito, dos palomas se posaron en el balcón.

La Lluvia se hizo tan intensa que nubló la visión. Y comenzó el espectáculo más bello que en mi juventud viví con mis suegros.

Comenzaron a circular hacia abajo las venas de agua pura desde Las Sierras de las Ánimas, la pareja de palomas se acercaron a los niños, ellos las acariciaron, y volaron perdiéndose en la lluvia. Quedamos en silencio, cada uno con sus reflexiones y pensamientos. Nadie hablaba, solo Kathy, la mayor, rompió el hielo y dijo: - todo tal cual nos contaste siempre mamá, era como que, todo era conocido.

Hoy la casona está para la venta, la sucesión, etc, etc, la casa que se volverá una tapera irrecuperable, y aunque así suceda, “ella vivirá para siempre, impecable en nuestros corazones” con sonidos de cantos de un idioma raro, cantos de cuna, y será un símbolo de lucha y de sacrificio.

En ese caserón donde nació mi marido, el único nacido en ese lugar, ya que los seis hermanos eran ucranianos, algunos fallecidos y otros muy lejos de esta tierra.

La Casona sigue de pie en “eso”que llaman “alma”en toda la familia, y mis hijos les contarán a sus hijos y será un cuento real y mágico que vuelve como una película en nuestros sueños, cosas que el tiempo no podrá borrar.

              

                                            Aquella roca frente al mar

                                                                           (Soledad)







María del Carmen Borda



Fue hace tantos años, o será que he vivido mucho tiempo que, siempre me recuerdo pequeñita, sentada en aquella roca, en aquel lugar donde me llevaban mis padres cuando íbamos a visitar a los abuelos.

Muchas veces me sueño allí como en un altar frente al mar enorme, inmenso, despiadado, infinito, solitario, oscuro, misterioso, inexpugnable…

Recuerdo un otoño, cuando se comenzaba a sentir el aire frío que venía del mar y su espuma salada inundaba mis pies helándolos. Lo miré con odio y desafiante y él me empapó de tiempos eternos, muy suavemente acariciaba la piel del agua. Me dio miedo su monstruosidad, fue una experiencia que quedó grabada para siempre en mi. Cuando regresábamos al interior siempre me despedía de él sentada en esa roca que, por tantos años fue como un altar, como un icono.

Era bellísimo embriagarse de sus atardeceres, observarlo cuando acariciaba el viejo muelle y era terrible palpar su soberbia en noches de tormenta. Cuántas cosas le contaba, me confesaba frente a él. Primero mis cosas de niña, de mis temores, mis miedos, mis proyectos “cuando yo sea grande”.

Cuando en mi escuela lejos de él, la maestra preguntaba sobre el mar, yo me lucía, ya que la mayoría de los niños no lo conocían.

Para mi era una fiesta, llevaba cucharitas que recogía en sus orillas e imitaba el chillidito triste de las gaviotas. Siempre tenía una botella con su agua salada, y les mostraba de qué forma le hacía cartas y las ponía adentro de una botella.

Imaginaba cuando alguien, de un barco enorme la levantaba y leían mi mensaje.

Me daba vergüenza que alguien descubriera mis secretos.

Fui creciendo y comencé a escribirle poesías, fue el mar que me convirtió en poeta y mis lecturas me llevaron a descifrar y a comparar, llené cuadernos y cuadernos de poemas.

Descubrí las palabras de ellos en mil cosas; frente al mar nacieron mis interrogantes como Fausto frente a tantos misterios, bajo un cielo estrellado.

Supe encontrar en el barco hundido en sus entrañas a los heraldos negros de Vallejo pero también a los ángeles de Marosa en su horizonte infinito y rosado que me llenaban de calma y de paz.

En el verano me daba miedo cuando me invitaba a penetrarlo. Me sentía tan débil ante él, tan sola en la inmensidad, recordaba a Alfonsina y su residencia de cristal debajo de sus aguas.

Veía los barcos hundidos, los miles de cuerpos que nunca fueron encontrados y porque no también, cuántos aviones tragados en su profundidad

El tiempo fue pasando, el mar seguía intacto en mi. Él escuchó mi primer poema de amor con esa inocencia, con eso tan terriblemente puro que se siente solamente una vez.

También ese papel con la poesía marchó en una botella, flotando.

Junto al mar he visto nacer el sol en el horizonte, llorado despedidas interminables, junto a él he sentido rondar los ángeles y los demonios. He llorado por amor, él me ha contado mil

historias y esa interacción ha sido toda la vida, aún hoy en mi madurez.

Es en el crepúsculo cuando llegan los cantos lejanos del mar, en ese instante mágico cuando llegan las voces lejanas con sonidos de violines y de citar, voces saladas y verdes, palabras de agua con ruidos de olas; es allí donde nos convocamos, es esa interacción finita, íntima, que solo yo oí, sentí y viví en aquella roca lejana.

Pasaba horas mirando, observando los pescadores con sus barcas precarias perderse entre las olas y fui testigo de aquella tragedia. En el cielo se veían unos nubarrones negros desafiantes.

Vi acercarse aquella niñita (que vive intacta en mi memoria), me miró con aquellos ojazos verdosos como interrogándome, comenzamos a conversar.

- ¿Por qué estás tan asustada?

- Es mi papá ¿sabes?, está en el mar.

-¿Cómo te llamas?

- Milena, dijo entre dientes.

- No te preocupes, allá llega una barca.

- No esa no es, yo la conozco de lejos.

- Mira la tormenta tremenda que viene del sur, no es una tormenta común.

- No quiero que a mi papá le pase algo, es lo único que tengo.

- En ese momento mucha gente se amontonaba en la orilla. El viento ya era insoportable y la

arena se metía en los ojos. -¿Qué sucede, qué sucede?

- Corrí con ella al barco, -¿Juan dónde está mi papá?

Y entre los nervios y sin comprender que era una niña, el hombre grita: - nuestra barca se hundió, y otro, sin medir consecuencias, dijo:-a tu papá no lo encontramos.

Unas mujeres tomaron a la niña que gritaba, lloraba desconsoladamente. De repente quedé sola en aquel vendaval, nunca lo vi tan enfurecido, las olas eran de una altura espantosa.

Comencé a correr, mi cara llena de lágrimas y lluvia. Esa noche no dormí, miraba al mar desde mi ventana y supe que era un monstruo despiadado.

Al otro día amaneció calmo, inmensamente hermoso como que nada había pasado.

Caminé hasta las casitas precarias de los pescadores, a la primera persona que encontré le pregunté qué había pasado.

-Nada sabemos de él, no se ha encontrado su cuerpo, la prefectura está trabajando.

-¿Y la niña?

La madre la dejó cuando nació, su padre se responsabilizó de ella. Seguramente el Consejo del Niño se hará cargo.

En ese entonces yo tenía cuarenta años, era soltera, había soñado siempre con ser madre, el mensaje venía del mar. El hombre se alejó y yo sentada en aquella roca miraba la lejanía, el horizonte.

-Desafiante le hablé a las olas que morían en la playa. -Vos sabías todos mis secretos, vos sabías que amé a un hombre que jamás sería mío.

Vos sabías que lo que más quería en el mundo era tener un hijo.

-¡Vos sabías! eres despiadado.

Hoy pasaron diez años, Milena es mi hija, tenía apenas cinco años en ese entonces.

Hoy Milena cumplía quince años y nos íbamos de viaje en barco, ella lo eligió.

Éramos muy felices, el “mar” había marcado nuestro destino; el cuerpo de su padre jamás fue encontrado.

Antes de viajar Milena me propone algo muy hermoso, fue una bellísima propuesta; había conseguido un excelente pintor y quería que me hiciera un cuadro sentada en la roca frente a la inmensidad. Ese sería su regalo para mi cumpleaños después del viaje.

La pintura debería realizarse en un atardecer.

No olvidaré esa experiencia, fueron varias tardecitas que debía estar en pose para el pintor. Milena corregía algún detalle, pedí que se pusiera énfasis en la roca y que se tenga en cuenta el viejo muelle detrás, la inmensidad el mar y el atardecer multicolor, los naranjos, rosados, violetas,…las bandadas de gaviotas volando y una barca de los pescadores volviendo.

El viaje fue de maravillas recorriendo las costas de Brasil y haciendo dos escalas, mi hija era toda una sorpresa, todo le maravillaba, tan expresiva, tan agradecida, me colmaba de una felicidad infinita, indescriptible. Ya el año próximo entraba en el bachillerato y se perfilaba para la carrera de ciencias de la comunicación

Al regreso comenzaríamos con nuestras actividades, toda mi vida me dediqué al comercio que me habían dejado mis padres, una librería donde también se hacían veladas literarias, charlas de autores de libros, presentaciones y demás.

Un fin de semana antes de mi cumpleaños decidimos ir al mar, llegamos tempranito, llovía mansamente. Llegamos a la casita blanca, la que fue de mis abuelos, dejamos los bolsos sin abrir y corrimos al mar, liberadas, emocionadas a ese lugar que nos unió.

Caminamos sin decir palabras, mojadas por la llovizna persistente, ansiando llegar al punto clave.

No podíamos creer, no había nada, la roca, ¿dónde está la roca? Creíamos que era la lluvia fina que no permitía ver, pero sabíamos que era allí exactamente. Las gaviotas con su chillidito triste se espantaban al vernos. Si alguien nos veía desde la inmensidad era como si habíamos perdido la razón.

Caí de rodillas en la arena helada, golpeaba el piso y el agua, Milena me abrazó y lloramos juntas.

¡Mamá vamos al muelle, vamos al muelle!

Al llegar, solo unos palos flotaban en el agua y algunos postes aún se mantenían de pie. De repente alguien se acercaba a nosotros, mirándonos de lejos, acudió por si necesitábamos ayuda. Entonces, nos contó sobre una tormenta tremenda que había sucedido en el lugar y aunque esas rocas supervivían de hace mucho tiempo las desgastó el mar y las inclemencias del tiempo. Como así también aparecieron otras en otros lugares… y el muelle había supervivido demasiado…

Él, los había tragado para siempre.

Volvimos en silencio, nada para preguntar, nada para decir.

El día de mi cumpleaños amaneció hermoso, estaba en la librería cuando Milena me llama por teléfono para invitarme a comer afuera, yo la pasaría a buscar por el liceo.

Sentadas frente a frente, me toma de las manos y me pide que no trabaje de tarde y accedí, avisando a mi empleado de confianza que se haga cargo.

En el camino a casa Milena hablaba y hablaba, no sé que contaba, de pronto me pregunta si me sucede algo. - No sé le contesté, pero tengo una tristeza que viene del mar, -las dos tenemos tristezas que vienen del mar, dijo Milena.

Entramos abrazadas a la casa y ella me dijo que me tape los ojos, y a la orden de abrirlos, no podía creer lo que veía. Era la roca, bellísima rodeada de olas, era el atardecer en el mar y yo en mi altar, impecable.

Un cuadro enorme en la pared principal de la sala. Comencé a temblar y lloré, lloré mucho, mucho, mucho. Indudablemente Milena era un ángel que alguien me la había mandado, y que solo yo sabía quién era.

Todos los que venían a mi casa tenían que ponderarlo, y yo contaba la historia como si fuera una novela.

El tiempo fue pasando, un día mi hija me encuentra llena de papeles y cuadernos viejos, toma una hoja y dice- son poesías, poesías referidas al mar, ¡qué belleza, me encantan! Y se puso a leer una y otra.

Y como mi hija era la gestora de ideas, al otro día amaneció con una que, me estremeció. Hay que publicar todas tus poesías y pensar en el nombre del libro.

Todo fue muy rápido, inesperado, la tapa del libro era tal cual el cuadro. Y todo me parecía un sueño, algo mágico, maravilloso.

Está lloviendo, ha pasado tanto tiempo, Milena ya es una profesional, casada, y pronto me dará un nieto.

Me senté frente al cuadro y penetré en él. Me ví sentada en la roca frente al mar, oí su sonido, el chillidito triste de las gaviotas y me embriagué de sus olores.

Las palabras erectas se alinearon y la poesía más hermosa, jamás escrita, estaba a punto de nacer.

Junto al mar he visto, oído y sentido tanto, pude también palpitar el dolor del mundo así también la alegría y la felicidad.

El mar me mostró sus ángeles y sus demonios.

El día declina, y semidormida acaricio la piel del agua, penetro a la hora cero de la humanidad y me embriago de eternidad.
               

María del Carmen Borda de Kondraski, Paysandú, Uruguay- (1945). Jubilada por maestra de Educación Especial y profesora (ANEP Y CODICÉN), maestra de educación de adultos, trabajó en la empresa UTE diez años (convenio ANEP- UTE), por concurso. Trabajó como profesora – Instructora de Educación de la Empresa, se jubila también con ese cargo. Actualmente profesora de los talleres literarios de la Intendencia de Paysandú de niños y mayores; vivió siete años en Canadá y sus tres hijos viven en ese país del norte.Escritora y poeta, tiene ediciones en narrativa, de cuentos, poesías, ensayo, teatro, novela.














miércoles, 20 de marzo de 2019

Dulce milagro.






                                                              Juana de Ibarbourou



El dulce milagro


¿Que es esto? ¡Prodigio! Mis manos florecen.
Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen.
Mi amante besóme las manos, y en ellas,
¡oh gracia! brotaron rosas como estrellas.

Y voy por la senda voceando el encanto
y de dicha alterno sonrisa con llanto
y bajo el milagro de mi encantamiento
se aroman de rosas las alas del viento.

Y murmura al verme la gente que pasa:
"¿No veis que está loca? Tornadla a su casa.
¡Dice que en las manos le han nacido rosas
y las va agitando como mariposas!"

¡Ah, pobre la gente que nunca comprende
un milagro de éstos y que sólo entiende
Que no nacen rosas más que en los rosales
y que no hay más trigo que el de los trigales!

Que requiere líneas y color y forma,
y que sólo admite realidad por norma.
Que cuando uno dice: "Voy con la dulzura",
de inmediato buscan a la criatura.

Que me digan loca, que en celda me encierren
que con siete llaves la puerta me cierren,
que junto a la puerta pongan un lebrel,
carcelero rudo carcelero fiel.

Cantaré lo mismo: "Mis manos florecen.
Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen".
¡Y toda mi celda tendrá la fragancia
de un inmenso ramo de rosas de Francia!



Raíz salvaje



Me ha quedado clavada en los ojos
la visión de ese carro de trigo
que cruzó rechinante y pesado
sembrando de espigas el recto camino.

¡No pretendas ahora que ría!
¡Tu no sabes en qué hondos recuerdos
estoy abstraída!

Desde el fondo del alma me sube
un sabor de pitanga a los labios.
Tiene aún mi epidermis morena
no sé que fragancias de trigo emparvado.

¡Ay, quisiera llevarte conmigo
a dormir una noche en el campo
y en tus brazos pasar hasta el día
bajo el techo alocado de un árbol!

Soy la misma muchacha salvaje

Que hace años trajiste a tu lado.


Como la primavera

Como una ala negra tendí mis cabellos
sobre tus rodillas.
Cerrando los ojos su olor aspiraste,
diciéndome luego:
-¿Duermes sobre piedras cubiertas de musgos?
¿Con ramas de sauces te atas las trenzas?
¿ Tu almohada es de trébol? ¿Las tienes tan negras
porque acaso en ella exprimiste un zumo
retinto y espeso de moras silvestres?
¡Qué fresca y extraña fragancia te envuelve!
Hueles a arroyuelos, a tierra y a selvas.
¿Que perfume usas? Y riendo te dije:
-¡Nintuno, ninguno!
Te amo y soy joven, huelo a primavera.
Este olor que sientes es de carne firme,
de mejillas claras y de sangre nueva.
¡Te quiero y soy joven, por eso es que tengo
las mismas fragancias de la primavera!


Despecho


¡Ah, qué estoy cansada! Me he reido tanto,
tanto, que a mis ojos ha asomado el llanto;
tanto, que este rictus que contrae mi boca
es un rastro extraño de mi risa loca.


Tanto, que esta intensa palidez que tengo
(como en los retratos de viejo abolengo)
es por la fatiga de la loca risa
que en todo mi cuerpo su sopor desliza.

¡Ah, qué estoy cansada! Déjame que duerma;
pues, como la angustia, la alegría enferma.
¡Qué rara ocurrencia decir que estoy triste!
¿Cuándo más alegre que ahora me viste?

¡Mentira! No tengo ni dudas, ni celos,
Ni inquietud, ni angustias, ni penas, ni anhelos,
Si brilla en mis ojos la humedad del llanto,
es por el esfuerzo de reírme tanto...


Te doy mi alma desnuda


Te doy mi alma desnuda,
como estatua a la cual ningún cendal escuda.

Desnuda con el puro impudor
de un fruto, de una estrella o una flor;
de todas esas cosas que tienen la infinita
serenidad de Eva antes de ser maldita.

De todas esas cosas,
frutos, astros y rosas,
que no sienten vergüenza del sexo sin celajes
y a quienes nadie osara fabricarles ropajes.

Sin velos, como el cuerpo de una diosa serena
¡que tuviera una intensa blancura de azucena!

Desnuda, y toda abierta de par en par
¡por el ansia del amar!



La hora


Tómame ahora que aun es temprano
y que llevo dalias nuevas en la mano.

Tómame ahora que aun es sombría
esta taciturna cabellera mía.

Ahora que tengo la carne olorosa
y los ojos limpios y la piel de rosa.

Ahora que calza mi planta ligra
la sandalia viva de la primavera.

Ahora que mis labios repica la risa
como una campana sacudida a prisa.

Después..., ¡ah, yo sé
que ya nada de eso mas tarde tendré!

Que entonces inútil será tu deseo,
como ofrenda puesta sobre un mausoleo.

¡Tómame ahora que aun es temprano
y que tengo rica de nardos la mano!

Hoy, y no mas tarde. Antes que anochezca
y se vuelva mustia la corola fresca.

Hoy, y no mañana. ¡Oh amante! ¿no ves
que la enredadera crecerá ciprés?



Vid
a garfio


Amante: no me lleves, si muero al camposanto
A flor de tierra abre mi fosa, junto al riente
Alboroto divino de alguna pajarera
O junto a la encantada charla de alguna fuente.

A flor de tierra, amante. Casi sobre la tierra,
Donde el sol me caliente los huesos, y mis ojos,
Alargados en tallos, suban a ver de nuevo
La lámpara salvaje de los ocasos rojos.

A flor de tierra, amante. Que el tránsito así sea
Más breve. Yo presiento
La lucha de mi carne por volver hacia arriba,
Por sentir en sus átomos la frescura del viento.

Yo sé que acaso nunca allá abajo mis manos
Podrán estarse quietas.
Que siempre como topos arañarán la tierra
En medio de las sombras estrujadas y prietas.

Arrójame semillas. Yo quiero que se enraícen
En la greda amarilla de mis huesos menguados.
¡Por la parda escalera de las raíces vivas
Yo subiré a mirarte en los lirios morados!


Como una sola flor desesperada


 Lo quiero con la sangre, con el hueso,
Con el ojo que mira y el aliento,
Con la frente que inclina el pensamiento,
Con este corazón caliente y preso,

Con el sueño fatalmente obseso
De este amor que me copa el sentimiento,
Desde la breve risa hasta el lamento,
Desde la herida bruja hasta su beso.

Mi vida es de tu vida tributaria,
Ya te parezca tumulto, o solitaria,
Como una sola flor desesperada.

Depende de él como del leño duro
La orquídea, o cual la hiedra sobre el muro,
Que sólo en él respira levantada.


La higuera

Porque es áspera y fea,
porque todas sus ramas son grises,
yo le tengo piedad a la higuera.

En mi quinta hay cien árboles bellos:
ciruelos redondos,
limoneros rectos
y naranjos de brotes lustrosos.

En las primaveras,
todos ellos se cubren de flores
en torno a la higuera.

Y la pobre parece tan triste
con sus gajos torcidos que nunca
de apretados capullos se visten...

Por eso,
cada verz que yo paso a su lado,
digo, procurando
hacer dulce y alegre mi acento:
-Es la higuera el más bello
de los árboles en el huerto.

Si ella escucha,
si comprende el idioma en que hablo,
¡qué dulzura tan honda hará nido
en su alma sensible de árbol!

Y tal vez a la noche,
cuando el viento abanique su copa,
embriagada de gozo, le cuente:
-Hoy a mi me dijeron hermosa.




Juana de Ibarbouroupoetisa uruguaya considerada una de las voces más personales de la lírica hispanoamericana de principios del siglo XX. A los veinte años se casó con el capitán Lucas Ibarbourou, del cual adoptó el apellido con el que firmaría su obra. Comenzó su larga travesía lírica con los poemarios Las lenguas de diamante (1919), El cántaro fresco (1920) y Raíz salvaje (1922), todos ellos muy marcados por el modernismo.
Su temática tendía a la exaltación sentimental de la entrega amorosa, de la maternidad, de la belleza física y de la naturaleza. Por otra parte, imprimió a sus poemas un erotismo que constituye una de las vertientes capitales de su producción, en 1929 fue proclamada "Juana de América" en el Palacio Legislativo del Uruguay.


(Juana Fernández Morales; Melo, Uruguay, 8 de marzo de 1892 - Montevideo, 15 de julio de 1979)