lunes, 26 de septiembre de 2016

Amor de caballo



                             Miguel Ángel Campodónico


Nadie se lo había advertido, en ningún libro lo había leído, menos en los diarios. El caballo se detuvo, lo miró, piafó, se dirigió hacia él, abrió la bocaza como para comérselo y empezó a hacerle mimos recostándole contra el pecho una cabeza grande como las que suelen tener los caballos. Un caballo sin jinete es de por sí un hecho singular (a pesar, no obstante y sin perjuicio de que ellos, los caballos, nacen desprovistos de jinetes), es también la representación de la libertad, la carrera majestuosa y arrogante por los campos de Dios (transitoriamente en manos de los hombres), es además la línea del horizonte al alcance de las humanas ambiciones (y de las patas equinas), es finalmente la aventura, la maravilla del mar desafiante frente a los ojos (sin catalejos, ni periscopios, ni largavistas o cualquier otro aparato fabricado con la expresa intención de acortar las distancias), (o de alargar las miradas).

Y entonces, el caballo. Ese caballo en particular, ese amigo del hombre (en general, no del personaje que nos ocupa), esa bestia de tiro capaz de dar en el blanco (ahora sí el hombre que nos preocupa), ese compañero de los humanos (aunque menos, según dicen, que el perro), aquel caballo que es el mismo al que antes se ha mencionado como ese caballo, no correteaba su independencia sobre los verdes prados (ni siquiera sobre los marchitos), al contrario, aquel caballo, ese caballo, lo empujaba contra la pared, descontrolado, frenético en su lujuria amatoria, tal cual si él, el hombre, fuera una yegua en celo (o un macho homosexual liberado del superyo), y continuaba apretándolo contra el muro con golpes de cabeza, es verdad, pero también con lengüetazos húmedos que no cesaban de transmitirle calor (y baba abundante).

Y fue entonces cuando el hombre entendió que no le disgustaba. (Silencio, vergüenza, preocupación, sensación de que debería comenzar una terapia psicoanalítica al día siguiente). Pero, a pesar de todo, hubo de apartarlo con todas sus fuerzas (las propias y las del resto de la humanidad sumadas, confluyendo para que triunfara la tradición, los hombres con los hombres, los caballos con los caballos), hasta temió el pobre hombre que le hubiera sobrevenido un ataque de zoofilia (aunque tampoco recordara haber leído en los diarios de derecha o de izquierda que hubiera una epidemia), o que fuera víctima de un inesperado arranque de amor por alguien o por algo que tenía un cuerpo tan diferente al suyo, incluso se asustó al pensar que padecía una fiebre parecida a la uterina (solamente parecida, puesto que él, el hombre, carecía de matriz), y por eso, confundido al recordar su propia anatomía (y la del caballo), ya que no tenía claustro materno, ni útero propiamente dicho, continuó haciendo fuerza para sacarse al animal de encima (fue esta la primera vez que pensó en el caballo como en un animal, qué curioso, algo que muchas veces habían pensado de otros hombres), y siguió empujando y empujando, hasta que el caballo (que no era tonto), se dio cuenta, se rindió al inconfundible rechazo que significaban los empujones del hombre, soportados en un principio como el precio por el que luego obtendría la satisfacción de sus deseos (los más bajos, rastreros, por supuesto, se sabe que los caballos no tienen otros), y cuando el caballo estuvo separado de él (no porque la fuerza del hombre fuera mayor que la equina sino porque el caballo aflojó entristecido por la humillación de sentirse rechazado), se puso a llorar, el caballo, el cuadrúpedo, y a él primero le dio lástima, ternura también, y le acarició la cabeza, lo quiso, es más, lo amó profundamente, pero ya era tarde, no pudo creer (después sí creyó), que el caballo llorara con desconsuelo, las lágrimas le corrían por sus ojazos, lloraba como un niño llorón. Y cuando él vio que se iba, que se marchaba sin remedio, que ya no se daba vuelta, que continuaba llorando hasta alejarse de su vista, también él lloró (el hombre, qué cosa más normal tratándose de un hombre que termina de convencerse de que ama a un caballo sin ser correspondido, a una bestia que le da la espalda). O quizás las grupas.

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