José Enrique Rodó
Encuentro el símbolo de lo que debe ser nuestra alma en un cuento que evoco de un empolvado rincón de mi memoria. -Era un rey patriarcal, en el Oriente indeterminado e ingenuoo donde gusta hacer nido la alegre bandada de los cuentos. Vivía su reino la candorosa infancia de las tiendas de Ismael y los palacios de Pilos. La tradición le llamó después, en la memoria de los hombres, el rey hospitalario. Inmensa era la piedad del rey. A desvanecerse en ella tendía, como por su propio peso, toda desventura. A su hospitalidad acudían lo mismo por blanco pan el miserable que el alma desolada por el bálsamo de la palabra que acaricia. Su corazón reflejaba, como sensible placa sonora, el ritmo de los otros. Su palacio era la casa del pueblo. -Todo era libertad y animación dentro de este augusto recinto, cuya entrada nunca hubo guardas que vedasen. En los abiertos pórticos, formaban corro los pastores cuando consagraban a rústicos conciertos sus ocios; platicaban al caer la tarde los ancianos; y frescos grupos de mujeres disponían, sobre trenzados juncos, las flores y los racimos de que se componía únicamente el diezmo real. Mercaderes de Ofir, buhoneros de Damasco, cruzaban a toda hora las puertas anchurosas, y ostentaban en competencia, ante las miradas del rey, las telas, las joyas, los perfumes. Junto a su t¡ono reposaban los, abrumados peregrinos. Los pájaros se citaban al mediodía para recoger las migajas de su mesa; y con el alba, los niños llegaban en bandadas bulliciosas al pie del lecho en que dormía el rey de barba de plata y le anunciaban la presencia del sol. -Lo mismo a los seres sin ventura que a las cosas sin alma alcanzaba su liberalidad infinita. La Naturaleza sentía también la atracción de su llamado generoso; vientos, aves y plantas parecían buscar, -como en el mito de Orfeo y en la leyenda de San Francisco de Asís,- la amistad humana en aquel oasis de hospitalidad. Del germen caído al acaso, brotaban y florecían, en las junturas de los pavimentos y los muros, los alhelíes de las ruinas, sin que una mano cruel los arrancase ni los hollara un pie maligno. Por las francas ventanas se tendían al interior de las cámaras del rey las enredaderas osadas y curiosas. Los fatigados vientos abandonaban largamente sobre el alcázar real su carga de aromas y armonías. Empinándose desde el vecino mar, como si quisieran ceñirle en un abrazo, le salpicaban las olas con su espuma. Y una libertad paradisial, una inmensa reciprocidad de confianzas, mantenían por donde quiera la animación de una fiesta inextinguible...
Pero dentro, muy dentro; aislada del alcázar ruidoso por cubiertos canales; oculta a la mirada vulgar -como la "perdida iglesia" de Úhland en lo esquivo del bosque- al cabo de ignorados senderos, una misteriosa sala se extendía, en la que a nadie era lícito poner la planta, sino al mismo rey, cuya hospitalidad se trocaba en sus umbrales en la apariencia de ascético egoísmo. Espesos muros la rodeaban. Ni un eco del bullicio exterior; ni una nota escapada al concierto de la Naturaleza, ni una palabra desprendida de los labios de los hombres, lograban traspasar el espesor de los sillares de pórfido y conmover una onda del aire en la prohibida estancia. Religioso silencio velaba en ella la castidad del aire dormido. La luz, que tamizaban esmaltadas vidrieras, llegaba lánguida, medido el paso por una inalterable igualdad, y se diluía, como copo de nieve que invade un nido tibio, en la calma de unambiente celeste. Nunca reinó tan honda paz; ni en océanica gruta, ni en soledad nemorosa. -Alguna vez -cuando la noche era diáfana y tranquila,- abriéndose a modo de dos valvas de nácar la artesonada techumbre, dejaba cernerse en su lugar la magnificencia de las sombras serenas. En el ambiente flotaba como una onda indisipable la casta esencia del nenúfar, el perfume sugeridor del adormecimiento penseroso y de la contemplación del propio ser. Graves cariátides custodiaban las puertas de marfil en la actitud del silenciario. En los testeros, esculpidas imágenes hablaban de idealidad, de ensimismamiento, de reposo ... -Y el viejo rey aseguraba que, aun cuando a nadie fuera dado acompañarle hasta allí, su hospitalidad seguía siendo en el misterioso seguro tan generosa y grande como siempre, sólo que los que él congregaba dentro de sus muros discretos eran convidados impalpables y huéspedes sutiles. En él soñaba, en él se libertaba de la realidad, el rey legendario; en él sus miradas se volvían a lo interior y se bruñían en la meditación sus pensamientos como las guijas lavadas por la espuma; en él se desplegaban sobre su noble frente las blancas alas de Psiquis ... Y luego, cuando la muerte vino a recordarle que él no había sido sino un huésped más en su palacio, la impenetrable estancia quedó clausurada y muda para siempre; para siempre abismada en su reposo infinito; nadie la profanó jamás, porque nadie hubiera osado poner la planta irreverente allí donde el viejo rey quiso estar solo con sus sueños y aislado en la última Thule de su alma.
Yo doy al cuento el escenario de vuestro reino interior. Abierto con una saludable liberalidad, como la casa del monarca confiado, a todas las corrientes del mundo, exista en él, al mismo tiempo, la celda escondida y misteriosa que desconozcan los huéspedes profanos y que a nadie más que a la razón serena pertenezca. Sólo cuando penetréis dentro del inviolable seguro podréis llamaros, en realidad, hombres libres.
EL BARCO QUE PARTE
Mira la soledad del mar. Una línea impenetrable la cierra, tocando al cielo por todas partes menos aquella en que el límite es la playa. Un barco, ufano el porte, se aleja, con palpitación ruidosa, de la orilla. Sol declinante; brisa que dice "¡vamos!"; mansas nubes. El barco se adelanta, dejando una huella negra en el aire, una huella blanca en el mar. Avanza, avanza, sobre las ondas sosegadas. Llegó a la línea donde el mar y el cielo se tocan. Bajó por ella. Y a sólo el alto mástil aparece; ya se disipa esta última apariencia del barco. ¡Cuán misteriosa vuelve a quedar ahora la línea impenetrable! ¿Quién no la creyera, allí dondé está, término real, borde de abismo? Pero tras ella se dilata el mar, el mar imnenso; y más hondo, más hondo, el mar inmenso aún; y luego hay tierras que limitan, por el opuesto extremo, otros mares; y nuevas tierras, y otras más, que pinta el sol de los distintos climas y donde alientan variadas castas de hombres: la estupenda extensión de las tierras pobladas y desiertas, la redondez sublime del mundo. Dentro de esta intensidad, hállase el puerto para donde el barco ha partido. Quizás, llegado a él, tome después caminos diferentes entre otros puntos de ese campo infinito, y ya no vuelva nunca, cual si la misteriosa línea que pasó fuese de veras el vacío en donde todo acaba ...
Pero he aquí que, un día, consultando la misma línea misteriosa, ves levantarse un jirón flotante de humo, una bandera, un mástil, un casco de aspecto conocido... ¡Es el barco que vuelve! Vuelve, como el caballo fiel a la dehesa. Acaso más pobre y leve que al partir; acaso herido por la perfidia de la onda; pero acaso también, sano y colmado de preciosas cosechas. Tal vez, como en alforjas de su potente lomo, trae el tributo de los climas ardientes: aromas deleitables, dulces naranjas, piedras que lucen como el sol, o pieles suaves y vistosas. Tal vez, a trueque de las que llevaba, trae gentes de más sencillo corazón, de voluntad más recia y brazos más robustos. ¡Gloria y ventura al barco! Tal vez, si de más industriosa parte procede, trae los forjados hierros que arman para el trabajo la mano de los hombres; la tejida lana; el metal rico, en las redondas piezas que son el acicate del mundo; tal vez trozos de mármol y de bronce, a que el arte humano infundió el soplo de la vida, o mazos de papel donde, en huellás de diminutos moldes, vienen pueblos de ideas. ¡Gloria, gloria y ventura, al barco!
***
Fija tu atención, por breve espacio, un pensamiento; lo apartas de ti, o él se desvanece por sí mismo; no lo divisas más; y un día remoto reaparece a pleno sol de tu conciencia, transfigurado en concepción orgánica y madura, en convencimiento capaz de desplegarse con toda fuerza de dialéctica y todo ardimiento de pasión.
Nubla tu fe una leve duda; la ahuyentas, la disipas; y cuando menos la recuerdas, torna de tal manera embravecida y reforzada, que todo el edificio de tu fe se viene, en un instante y para siempre, al suelo.
Lees un libro que te hace quedar meditabundo; vuelves a confundirte en el bullicio de las gentes y las cosas; olvidas la impresión que el libro te causó; y andando el tiempo, llegas a avenguar que aquella lectura, sin tú removerla voluntaria y reflexivamente, ha labrado de tal modo dentro de ti, que toda tu vida espiritual, se ha impregnado de ella y se ha modificado según ella.
Experimentas úna sensación; pasa de ti; otras comparecen que borran su dejo y su memoria, como una ola quita de la playa las huellas de la que la precedió; y un día que sientes que una pasión, inmensa y avasalladora, rebosa de tu alma, induces que de aquella olvidada sensación partió una oculta cadena de acciones interiores, que hicieron de ella el centro obedecido y amparado por todas las fuerzas de tu ser; como ese tenue rodrigón de un hilo, a cuyo alrededor se ordenan dócilmente las lujuriosas pompas de la enredadera.
Todas estas cosas son el barco que parte, y desaparece, y vuelve cargado de tributos.
Encuentro el símbolo de lo que debe ser nuestra alma en un cuento que evoco de un empolvado rincón de mi memoria. -Era un rey patriarcal, en el Oriente indeterminado e ingenuoo donde gusta hacer nido la alegre bandada de los cuentos. Vivía su reino la candorosa infancia de las tiendas de Ismael y los palacios de Pilos. La tradición le llamó después, en la memoria de los hombres, el rey hospitalario. Inmensa era la piedad del rey. A desvanecerse en ella tendía, como por su propio peso, toda desventura. A su hospitalidad acudían lo mismo por blanco pan el miserable que el alma desolada por el bálsamo de la palabra que acaricia. Su corazón reflejaba, como sensible placa sonora, el ritmo de los otros. Su palacio era la casa del pueblo. -Todo era libertad y animación dentro de este augusto recinto, cuya entrada nunca hubo guardas que vedasen. En los abiertos pórticos, formaban corro los pastores cuando consagraban a rústicos conciertos sus ocios; platicaban al caer la tarde los ancianos; y frescos grupos de mujeres disponían, sobre trenzados juncos, las flores y los racimos de que se componía únicamente el diezmo real. Mercaderes de Ofir, buhoneros de Damasco, cruzaban a toda hora las puertas anchurosas, y ostentaban en competencia, ante las miradas del rey, las telas, las joyas, los perfumes. Junto a su t¡ono reposaban los, abrumados peregrinos. Los pájaros se citaban al mediodía para recoger las migajas de su mesa; y con el alba, los niños llegaban en bandadas bulliciosas al pie del lecho en que dormía el rey de barba de plata y le anunciaban la presencia del sol. -Lo mismo a los seres sin ventura que a las cosas sin alma alcanzaba su liberalidad infinita. La Naturaleza sentía también la atracción de su llamado generoso; vientos, aves y plantas parecían buscar, -como en el mito de Orfeo y en la leyenda de San Francisco de Asís,- la amistad humana en aquel oasis de hospitalidad. Del germen caído al acaso, brotaban y florecían, en las junturas de los pavimentos y los muros, los alhelíes de las ruinas, sin que una mano cruel los arrancase ni los hollara un pie maligno. Por las francas ventanas se tendían al interior de las cámaras del rey las enredaderas osadas y curiosas. Los fatigados vientos abandonaban largamente sobre el alcázar real su carga de aromas y armonías. Empinándose desde el vecino mar, como si quisieran ceñirle en un abrazo, le salpicaban las olas con su espuma. Y una libertad paradisial, una inmensa reciprocidad de confianzas, mantenían por donde quiera la animación de una fiesta inextinguible...
Pero dentro, muy dentro; aislada del alcázar ruidoso por cubiertos canales; oculta a la mirada vulgar -como la "perdida iglesia" de Úhland en lo esquivo del bosque- al cabo de ignorados senderos, una misteriosa sala se extendía, en la que a nadie era lícito poner la planta, sino al mismo rey, cuya hospitalidad se trocaba en sus umbrales en la apariencia de ascético egoísmo. Espesos muros la rodeaban. Ni un eco del bullicio exterior; ni una nota escapada al concierto de la Naturaleza, ni una palabra desprendida de los labios de los hombres, lograban traspasar el espesor de los sillares de pórfido y conmover una onda del aire en la prohibida estancia. Religioso silencio velaba en ella la castidad del aire dormido. La luz, que tamizaban esmaltadas vidrieras, llegaba lánguida, medido el paso por una inalterable igualdad, y se diluía, como copo de nieve que invade un nido tibio, en la calma de unambiente celeste. Nunca reinó tan honda paz; ni en océanica gruta, ni en soledad nemorosa. -Alguna vez -cuando la noche era diáfana y tranquila,- abriéndose a modo de dos valvas de nácar la artesonada techumbre, dejaba cernerse en su lugar la magnificencia de las sombras serenas. En el ambiente flotaba como una onda indisipable la casta esencia del nenúfar, el perfume sugeridor del adormecimiento penseroso y de la contemplación del propio ser. Graves cariátides custodiaban las puertas de marfil en la actitud del silenciario. En los testeros, esculpidas imágenes hablaban de idealidad, de ensimismamiento, de reposo ... -Y el viejo rey aseguraba que, aun cuando a nadie fuera dado acompañarle hasta allí, su hospitalidad seguía siendo en el misterioso seguro tan generosa y grande como siempre, sólo que los que él congregaba dentro de sus muros discretos eran convidados impalpables y huéspedes sutiles. En él soñaba, en él se libertaba de la realidad, el rey legendario; en él sus miradas se volvían a lo interior y se bruñían en la meditación sus pensamientos como las guijas lavadas por la espuma; en él se desplegaban sobre su noble frente las blancas alas de Psiquis ... Y luego, cuando la muerte vino a recordarle que él no había sido sino un huésped más en su palacio, la impenetrable estancia quedó clausurada y muda para siempre; para siempre abismada en su reposo infinito; nadie la profanó jamás, porque nadie hubiera osado poner la planta irreverente allí donde el viejo rey quiso estar solo con sus sueños y aislado en la última Thule de su alma.
Yo doy al cuento el escenario de vuestro reino interior. Abierto con una saludable liberalidad, como la casa del monarca confiado, a todas las corrientes del mundo, exista en él, al mismo tiempo, la celda escondida y misteriosa que desconozcan los huéspedes profanos y que a nadie más que a la razón serena pertenezca. Sólo cuando penetréis dentro del inviolable seguro podréis llamaros, en realidad, hombres libres.
EL BARCO QUE PARTE
Mira la soledad del mar. Una línea impenetrable la cierra, tocando al cielo por todas partes menos aquella en que el límite es la playa. Un barco, ufano el porte, se aleja, con palpitación ruidosa, de la orilla. Sol declinante; brisa que dice "¡vamos!"; mansas nubes. El barco se adelanta, dejando una huella negra en el aire, una huella blanca en el mar. Avanza, avanza, sobre las ondas sosegadas. Llegó a la línea donde el mar y el cielo se tocan. Bajó por ella. Y a sólo el alto mástil aparece; ya se disipa esta última apariencia del barco. ¡Cuán misteriosa vuelve a quedar ahora la línea impenetrable! ¿Quién no la creyera, allí dondé está, término real, borde de abismo? Pero tras ella se dilata el mar, el mar imnenso; y más hondo, más hondo, el mar inmenso aún; y luego hay tierras que limitan, por el opuesto extremo, otros mares; y nuevas tierras, y otras más, que pinta el sol de los distintos climas y donde alientan variadas castas de hombres: la estupenda extensión de las tierras pobladas y desiertas, la redondez sublime del mundo. Dentro de esta intensidad, hállase el puerto para donde el barco ha partido. Quizás, llegado a él, tome después caminos diferentes entre otros puntos de ese campo infinito, y ya no vuelva nunca, cual si la misteriosa línea que pasó fuese de veras el vacío en donde todo acaba ...
Pero he aquí que, un día, consultando la misma línea misteriosa, ves levantarse un jirón flotante de humo, una bandera, un mástil, un casco de aspecto conocido... ¡Es el barco que vuelve! Vuelve, como el caballo fiel a la dehesa. Acaso más pobre y leve que al partir; acaso herido por la perfidia de la onda; pero acaso también, sano y colmado de preciosas cosechas. Tal vez, como en alforjas de su potente lomo, trae el tributo de los climas ardientes: aromas deleitables, dulces naranjas, piedras que lucen como el sol, o pieles suaves y vistosas. Tal vez, a trueque de las que llevaba, trae gentes de más sencillo corazón, de voluntad más recia y brazos más robustos. ¡Gloria y ventura al barco! Tal vez, si de más industriosa parte procede, trae los forjados hierros que arman para el trabajo la mano de los hombres; la tejida lana; el metal rico, en las redondas piezas que son el acicate del mundo; tal vez trozos de mármol y de bronce, a que el arte humano infundió el soplo de la vida, o mazos de papel donde, en huellás de diminutos moldes, vienen pueblos de ideas. ¡Gloria, gloria y ventura, al barco!
***
Fija tu atención, por breve espacio, un pensamiento; lo apartas de ti, o él se desvanece por sí mismo; no lo divisas más; y un día remoto reaparece a pleno sol de tu conciencia, transfigurado en concepción orgánica y madura, en convencimiento capaz de desplegarse con toda fuerza de dialéctica y todo ardimiento de pasión.
Nubla tu fe una leve duda; la ahuyentas, la disipas; y cuando menos la recuerdas, torna de tal manera embravecida y reforzada, que todo el edificio de tu fe se viene, en un instante y para siempre, al suelo.
Lees un libro que te hace quedar meditabundo; vuelves a confundirte en el bullicio de las gentes y las cosas; olvidas la impresión que el libro te causó; y andando el tiempo, llegas a avenguar que aquella lectura, sin tú removerla voluntaria y reflexivamente, ha labrado de tal modo dentro de ti, que toda tu vida espiritual, se ha impregnado de ella y se ha modificado según ella.
Experimentas úna sensación; pasa de ti; otras comparecen que borran su dejo y su memoria, como una ola quita de la playa las huellas de la que la precedió; y un día que sientes que una pasión, inmensa y avasalladora, rebosa de tu alma, induces que de aquella olvidada sensación partió una oculta cadena de acciones interiores, que hicieron de ella el centro obedecido y amparado por todas las fuerzas de tu ser; como ese tenue rodrigón de un hilo, a cuyo alrededor se ordenan dócilmente las lujuriosas pompas de la enredadera.
Todas estas cosas son el barco que parte, y desaparece, y vuelve cargado de tributos.
DECIR LAS COSAS BIEN...
Decir las cosas bien, tener en la pluma el don exquslto de la gracia y en el pensamiento la inmaculada linfa de luz donde se bañan las ideas para aparecer hermosas, ¿no es una forma de ser bueno?... La caridad y el amor ¿no pueden demostrarse también concediendo a las almas el beneficio de una hora de abandono en la paz de la palabra bella; la sonrisa de una frase armoniosa; el "beso en la frente" de un pensamiento cincelado; el roce tibio y suave de una imagen que toca con su ala de seda nuestro espíritu?
La ternura para el alma del niño está, así como en el calor del regazo, en la voz que le dice cuentos de hadas; sin los cuales habrá algo de incurablemente yermo en el alma que se forme sin haberlos oído. Pulgarcito es un mensajero de San Vicente de Paul. Barba Azul ha hecho a los párvulos más beneficios que Pestalozzi. La ternura para nosotros, que sólo cuando nos hemos hecho despreciables dejamos enteramente de parecernos a los niños, suele estar también en que se nos arrulle con hemosas palabras. Como el misionero y como la Hermana, el artista cumple su obra de misericordia. Sabios: enseñadnos con gracia. Sacerdotes: pintad a Dios con pincel amable y primoroso, y a la virtud en palabras llenas de armonía. Si nos concedéis en forma fea y desapacible la verdad, eso equivale a concedernos el pan con malos modos. De lo que creéis la verdad ¡cuán pocas veces podéis estar absolutamente seguros! Pero de la belleza y el encanto con que lo hayáis comunicado, estad seguros que siempre vivirán.
Hablad con ritmo; cuidad de poner la unción de la imagen sobre la idea; respetad la gracia de la forma ¡oh pensadores, sabios, sacerdotes! y creed que aquellos que os digan que la Verdad debe presentarse en apariencias adustas y severas son amigos traidores de la Verdad.
EL HECHO NIMIO Y LA INVENCIÓN
En el descubrimiento, en la invención, en el zarpazo con que aferra su presa la atención hipertrófica que, perenne en el fondo de un espíritu espía el movimiento de la realidad, a modo de pupila felina, dilatada en la sombra, aguardando el paso de la víctima, el hecho nimo ¡cómo se agiganta y vuelve glorioso!... La manzana de Newton, la lámpara de Galileo, no son sino moldes de una inicial con que comienzan muchas páginas en la historia del espíritu humano. Una marmita cuya tapa se mueve a impulsos del vapor pone a Worcester sobre las huellas de la fuerza con que más tarde humillará al espacio la locomotora. Un papel que, por encima de una llama se sostiene y sube en el aire, inspira a los Montgolfier el principio de la navegación aérea. Haüy deja caer involuntariamente unos prismas de espato al suelo de su laboratorio, observa cómo se parten en pedazos simétricos, y descubre las leyes de la cristalografía. Un burgomaestre de Brujas, Luis de Bárken, frota, por pueril distración, un diamante con otro, y acierta así con el pulimento y la talla de la más noble de las piedras. El caballero de Meré consulta sobre el juego de dados a Pascal; y con su respuesta, Pascal funda el cálculo de probabilidades. En la invención artística, igual grandeza de la pequeñez apresada por las garras de la observación. Leonardo no halla modo de figurar como quiere al Judas de La Cena; repara un día, yendo por la calle, en la postura de un gañán, y la forma con que en vano soñaba se le imprime en los ojos. Milton asiste, de viaje por Italia, al retablo de un titiritero y allí germina en su mente sublime la concepcion de El Paraíso perdido.
La ternura para el alma del niño está, así como en el calor del regazo, en la voz que le dice cuentos de hadas; sin los cuales habrá algo de incurablemente yermo en el alma que se forme sin haberlos oído. Pulgarcito es un mensajero de San Vicente de Paul. Barba Azul ha hecho a los párvulos más beneficios que Pestalozzi. La ternura para nosotros, que sólo cuando nos hemos hecho despreciables dejamos enteramente de parecernos a los niños, suele estar también en que se nos arrulle con hemosas palabras. Como el misionero y como la Hermana, el artista cumple su obra de misericordia. Sabios: enseñadnos con gracia. Sacerdotes: pintad a Dios con pincel amable y primoroso, y a la virtud en palabras llenas de armonía. Si nos concedéis en forma fea y desapacible la verdad, eso equivale a concedernos el pan con malos modos. De lo que creéis la verdad ¡cuán pocas veces podéis estar absolutamente seguros! Pero de la belleza y el encanto con que lo hayáis comunicado, estad seguros que siempre vivirán.
Hablad con ritmo; cuidad de poner la unción de la imagen sobre la idea; respetad la gracia de la forma ¡oh pensadores, sabios, sacerdotes! y creed que aquellos que os digan que la Verdad debe presentarse en apariencias adustas y severas son amigos traidores de la Verdad.
EL HECHO NIMIO Y LA INVENCIÓN
En el descubrimiento, en la invención, en el zarpazo con que aferra su presa la atención hipertrófica que, perenne en el fondo de un espíritu espía el movimiento de la realidad, a modo de pupila felina, dilatada en la sombra, aguardando el paso de la víctima, el hecho nimo ¡cómo se agiganta y vuelve glorioso!... La manzana de Newton, la lámpara de Galileo, no son sino moldes de una inicial con que comienzan muchas páginas en la historia del espíritu humano. Una marmita cuya tapa se mueve a impulsos del vapor pone a Worcester sobre las huellas de la fuerza con que más tarde humillará al espacio la locomotora. Un papel que, por encima de una llama se sostiene y sube en el aire, inspira a los Montgolfier el principio de la navegación aérea. Haüy deja caer involuntariamente unos prismas de espato al suelo de su laboratorio, observa cómo se parten en pedazos simétricos, y descubre las leyes de la cristalografía. Un burgomaestre de Brujas, Luis de Bárken, frota, por pueril distración, un diamante con otro, y acierta así con el pulimento y la talla de la más noble de las piedras. El caballero de Meré consulta sobre el juego de dados a Pascal; y con su respuesta, Pascal funda el cálculo de probabilidades. En la invención artística, igual grandeza de la pequeñez apresada por las garras de la observación. Leonardo no halla modo de figurar como quiere al Judas de La Cena; repara un día, yendo por la calle, en la postura de un gañán, y la forma con que en vano soñaba se le imprime en los ojos. Milton asiste, de viaje por Italia, al retablo de un titiritero y allí germina en su mente sublime la concepcion de El Paraíso perdido.
EL MEDIADOR Y EL ESCLAVO
... Pasó que, huésped en una casa de campo de Megara, un prófugo de Atenas, acusado de haber pretendido llevarse bajo el manto, para reliquia de Sócrates, la copa en que bebían los reos la cicuta, se retiraba a meditar, al caer las tardes, a lo esquivo de extendidos jardines, donde sombra y silencio consagraban un ambiente propicio a la abstracción. Su gesto extático algo parecía asir en su alma: dócil a la enseñanza del maestro, ejercitaba en sí el desterrado la atención del conocimiento propio.
Cerca de donde él meditaba, sobre un fondo de sauces melancólicos, un esclavo, un vencido de Atenas misma o de Corinto, en cuyo semblante el envilecimiento de la servidumbre no había alcanzado a desvanecer del todo un noble sello de naturaleza, se ocupaba en sacar agua de un pozo para verterla en una acequia vecina. Llegó ocasión en que se encontraron las miradas del huésped y .. el esclavo. Soplaba el viento de la Libia, producidor de fiebres y congojas. Abrasado por su aliento, el esclavo, después de mirar cautelosamente en derredor, interrumpió su tarea, dejó caer los brazos extenuados, y abandonando sobre el brocal de piedra, como sobre su cruz, el cuerpo flaco y desnudo: "Compadéceme - dijo al pensador-, compadéceme si eres capaz de lágrimas, y sabe, para compadecerme bien, que ya apenas queda en mi memoria rastro de haber vivido despierto, sino es en este mortal y lento castigo. ¡Ve cómo el surco de la cadena que suspendo, abre las carnes de mis manos; ve cómo mis espaldas se encorvan! Pero lo que más exacerba mi martirio es que, cediendo a una fascinación que nace del tedio y el cansancio, no soy dueño de apartar la mirada de esta imagen de mí que me pone delante el reflejo del agua cada vez que encaramo sobre el brocal el cubo del pozo. Vivo mirándola, mirándola, más petrificado, en realidad, que aquella estatua cabizbaja de Hipnos, porque ella sólo a ciertas horas de sol tiene los ojos fijos en su propia sombra. De tal manera conocí mi semblante casi infantil, y veo hoy esta máscara de angustia, y veré cómo el tiempo ahonda en la máscara las huellas de su paso, y cómo se acercan y la tocan las sombras de la muerte... Sólo tú, hombre extraño, has logrado desviar algunas veces la atención de mis ojos con tu actitud y tu ensimismamiento de esfinge. ¿Sueñas despierto? ¿Maduras algo heroico? ¿Hablas a la callada con algún dios que te posee? ... ¡Oh, cómo envidio tu concentración y tu quietud! ¡Dulce cosa debe ser la ociosidad que tiene espacio para el vagar del pensamiento!" "No son estos los tiempos de los coloquios con los dioses, ni de las heroicas empresas -dijo el meditador-; y en cuanto a los sueños deleitosos, son pájaros que no hacen nido en cumbres calvas ... Mi objeto es ver dentro de mí. Quiero formar cabal idea y juicio de éste que soy yo, de éste por quien merezco castigo o recompensa ... ; y en tal obra me esfuerzo y peno más que tú. Por cada imagen tuya que levantas de lo hondo del pozo, yo levanto también de las profundidades de mi alma una imagen nueva de mí mismo; una imagen contradictoria con la que la precedió, y que tiene por rasgo dominante un acto, una intención, un sentimiento, que cada día de mi vida presenta, como cifra de su historia, al traerle al espejo de la conciencia bruñida por la soledad; sin que aparezca nunca el fondo estable y seguro bajo la ondulación de estas imágenes que se suceden. He aquí que parece concretarse una de ellas en firmes y preciosos contornos; he aquí que un recuerdo súbito la hiere, y como las formas de las nubes, tiembla y se disipa. Alcanzaré al extremo de la ancianidad; no alcanzaré al principio de la ciencia que busco. Desagotarás tu pozo; no desagotaré mi alma. ¡Esta es la ociosidad del pensamiento!"... Llegó un rumor de pasos que se aproximaban; volvió el esclavo a su faena, el desterrado a lo suyo; y no se oyó más que la áspera quejumbre de la garrucha del pozo, mientras el sol de la tarde tendía las sombras alargadas del meditador y el esclavo, juntándolas en un ángulo cuyo vértice tocaba al pie de la estatua cabizbaja de Hipnos.
LA INSCRIPCIÓN DEL FARO DE ALEJANDRÍA
El primero y más grande de los Tolomeos se propuso levantar, en la isla que tiene a su frente Alejandría, alta y soberbia torre, sobre la que una hoguera siempre viva fuese señal que orientara al navegante y simbolizase la luz que irradiaba de la ilustre ciudad. Sóstrato, artista capaz de un golpe olímpico, fue el llamado para trocar en piedra aquella idea. Escogió blanco mármol; trazó en su mente el modelo simple, severo y majestuoso. Sobre la roca más alta de la isla echó las bases de la fábrica, y el mármol fué lanzado al cielo mientras el corazón de Sóstrato subía de entusiasmo tras él. Columbraba allá arriba, en el vértice que idealmente anticipaba: la gloria. Cada piedra, un anhelo; cada forma rematada, un deliquio. Cuando el vértice estuvo, el artista, contemplando en éxtasis su obra, pensó que había nacido para hacerla. Lo que con genial atrevimiento había creado, era el Faro de Alejandría, que la antigüedad contó entre las siete maravillas del mundo. Tolomeo, después de admirar la obra del artista, observó que faltaba al monumento un último toque, y consistía en que su nombre de rey fuera esculpido, como sello que apropiase el honor de la idea, en encumbrada y bien visible lápida. Entonces Sóstrato, forzado a obedecer, pero celoso en su amor por el prodigio de su genio, ideó el modo de que en la posteridad, que concede la gloria, fuera su nombre y no el del rey el que leyesen las generaciones sobre el mármol eterno. De cal y arena compuso para la lápida de mármol una falsa superficie y sobre ella extendió la inscripción que recordaba a Tolomeo; pero debajo, en la entraña dura y luciente de la piedra, grabó su propio nombre. La inscripción que durante la vida del Mecenas fue engaño de su orgullo, marcó luego las huellas del tiempo destructor; hasta que un día, con los despojos del mortero, voló, hecho polvo vano, el nombre del príncipe. Rota y aventada la máscara de cal, se descubrió, en lugar del nombre del príncipe, el de Sóstrato, en gruesos caracteres, abiertos con aquel encarnizamiento que el deseo pone en la realización de lo prohibido. Y la inscripción vindicadora duró cuanto el mismo monumento; firme como la justicia y la verdad; bruñida por la luz de los cielos en su campo eminente; no más sensible que a la mirada de los hombres, al viento y a la lluvia.
EL FRISO DEL PARTENÓN
Henos aquí en Atenas. El Cerámico abre espacioso cauce a ingente muchedumbre, que, en ordenada procesión, avanza hacia la ciudad, que no trabaja; se interna en ella; la recorre por donde es más hermosa y pulcra, y trepa, la falda del Acrópolis. En lo alto, en el Partenón, Palas Atenea aguarda el homenaje de su pueblo: es la fiesta que le está consagrada.
Ves desfilar los magistrados, los sacerdotes, los músicos; ves aparecer doncellas que llevan ánforas y canastas rituales, graciosamente asentadas sobre la cabeza con apoyo del brazo. Pero allí, tras el montón de bueyes lucios, escogidos, que marchan a ser sacrificados a la diosa; allí, precediendo a esa gallarda legión de adolescentes, ya a pie, ya en carros, ya a caballo, que entonan belicoso himno, ¿no percibes un concierto venerable de formas y movimientos semejantes a las notas de una música sagrada que se escuchase con los ojos; no ves pintarse un cuadro majestuoso y severo: cuadro viviente, del que se desprende una onda de gravedad sublime, en que se embebe el alma como en la mirada serenante de un dios?... Grandes y firmes estatuas; acompasada marcha en que la lentitud del movimiento no acusa punto de debilidad ni de fatiga; frentes que dicen majestad, reposo, nobleza, y en las que el espacio natural se ha dilatado a costa de una parte de cabello blanquísimo, que cae en ondas en dirección a las espaldas, levemente encorvadas; ojos lejanos, por lo abismados en las órbitas; olímpicos, por el modo de mirar; barbas que velan en difusa esclavina la rotundidad del pecho anchuroso... ¿qué selección divina ha constituído ese coro de hermosura senil, donde la mirada se alivia del fulgor de juventud radiante que recoge si atiende a la multitud que viene luego? Cada tribu del Ática ha contribuído a él con sus ancianos más hermosos; Atenas las ha invitado a este concurso; Atenas premiará a la que más hermosos los envíe; y coronando el espectáculo en que parece reunir cuanto hay de bello y noble en la existencia, para ostentarlo ante su diosa, señala así en la ancianidad el don de una belleza genérica, que es, en lo plástico, correspondencia de una belleza ideal, propia también y diferenciada de la que conviene a la idea de la juventud, en la sensibilidad, en la voluntad y en el entendimiento.
MIRANDO JUGAR A UN NIÑO
... A menudo se oculta un sentido sublime en un juego de niño. - SCHILLER: Thecla. Voz de un espíritu..
Jugaba el niño en el jardín de la casa con una copa de cristal que, en el límpido ambiente de la tarde, un rayo de sol tornasolaba como un prisma. Manteniéndola, no muy firme, en una mano, traía en la otra un junco con el que golpeaba acompasadamente en ella. Después de cada toque, inclinando la graciosa cabeza, quedaba atento, mientras las ondas sonoras, como nacidas de vibrante trino de pájaro, se desprendían del herido cristal y agonizaban suavemente en los aires. Prolongó así su improvisada música hasta que, en un arranque de volubilidad, cambió el motivo de su juego: se inclinó a tierra, recogió en el hueco de ambas manos la arena limpia del sendero y la fue vertiendo en la copa hasta llenarla. Terminada esta obra, alisó, por primor, la arena desigual de los bordes. No pasó mucho tiempo sin que quisiera volver a arrancar al cristal su fresca resonancia: pero el cristal, enmudecido, como si hubiera emigrado un alma de su diáfano seno, no respondía más que con un ruido de seca percusión al golpe del junco. El artista tuvo un gesto de enojo para el fracaso de su lira. Hubo de verter una lágrima, mas la dejó en suspenso. Miró, como indeciso, a su alrededor; sus ojos húmedos se detuvieron en una flor muy blanca y pomposa, que a la orilla de un cantero cercano, meciéndose en la rama que más se adelantaba, parecía rehuir la compañía de las hojas, en espera de una mano atrevida. El niño se dirigió, sonriendo, a la flor; pugnó por alcanzar hasta ella; y aprisionándola, con la complicidad del viento que hizo abatirse por un instante la rama, cuando la hubo hecho suya la colocó graciosamente en la copa de cristal, vuelta en ufano búcaro, asegurando el tallo endeble merced a la misma arena que había sofocado el alma musical de la copa. Orgulloso de su desquite, levantó, cuan alto pudo, la flor entronizada, y la paseó, como en triunfo, por entre la muchedumbre de las flores.
Allá, en el norte de América, hay una estupenda fuerza organizada; cuerpo en que participan dos naturalezas: manos de castor, testuz de búfalo; imperio por el poderío, república por la libertad. Este organismo es el resultado en que culminan sentimientos y hábitos que una raza histórica elaboró, del otro lado del Océano, en el transcurso de su desenvolvimiento secular. Pero a la raza le eran precisos nuevo ambiente, tierra nueva, y los tuvo. ¿Cómo fué que esta tierra quedó reservada para aquella simiente? ¿Qué hay en la base de esa montaña de la voluntad, pueblo de nuevas magias y prodigios, que, donde no amor, inspira admiración, y donde no admiración, inspira asombro? Hay un vuelo de pájaros.
Sesenta días después de la partida, las naves de Colón cortaban el desierto mar con rumbo al Occidente. Quietas las aguas. Nada en el horizonte, igual y mudo, como juntura de unos labios de esfinge. Tedio y enojo en el corazón de la plebe. La fe del visionario hubiera prolongado aquel rumbo a lo infinito, sin sombra de cansancio; y bastaba que lo prolongase sólo algunos días para que las corrientes le llevaran a tierra más al norte del Golfo Sujetaba apenas las iras de su gente, cuando he aquí que, una tarde, Alonso Pinzón, escrutando la soledad porfiada, ve levantarse, sobre el fondo de oro del crepúsculo, una nube de pájaros que inclina la curva de su vuelo al sudoeste y se abisma de nuevo en la profundidad del horizonte. Tierra había, sin duda, allí donde, al venir la noche, se asilaban los pájaros: las naves, corrigiendo su ruta, tomaron al instante la dirección que les marcaba aquel vuelo. Sin él, es fundada presunción de Wáshington Irving, que a la Carolina o la Virginia futuras, y no a la humilde Lucaya, hubiera tocado recibir el saludo de la flota gloriosa. Entonces, señoreado el pendón de Castilla del macizo inmenso de tierra que quita espacio a dos Océanos antes de estrecharse en la combada columna del suelo mejicano, fuera allí donde se desarrollara preferentemente la epopeya de los conquistadores, que llevó su impulso hacia el sur. Pero Wálter Raleigh, los Puritanos, la república, tuvieron, por amparo profético, el paso de unas aves. ¡Leve escudo de gigantes destinos! Si en el desenvolvimiento de esas ondas enormes de hechos e ideas, que marcan los rumbos de la historia, vuelos de pájaros deciden así del reparto y el porvenir de los imperios, ¡qué mucho que, con igual arbitrio sobre los hados de la existencia individual, vuelos de pájaros sean, a menudo, origen de cuanto la encumbra o abate; vuelos de pájaros el encendimiento del amor, la vocación del heroísmo, el paso de la dicha; vuelos de pájaros la gloria que se gana y la fe que se pierde!
Cerca de donde él meditaba, sobre un fondo de sauces melancólicos, un esclavo, un vencido de Atenas misma o de Corinto, en cuyo semblante el envilecimiento de la servidumbre no había alcanzado a desvanecer del todo un noble sello de naturaleza, se ocupaba en sacar agua de un pozo para verterla en una acequia vecina. Llegó ocasión en que se encontraron las miradas del huésped y .. el esclavo. Soplaba el viento de la Libia, producidor de fiebres y congojas. Abrasado por su aliento, el esclavo, después de mirar cautelosamente en derredor, interrumpió su tarea, dejó caer los brazos extenuados, y abandonando sobre el brocal de piedra, como sobre su cruz, el cuerpo flaco y desnudo: "Compadéceme - dijo al pensador-, compadéceme si eres capaz de lágrimas, y sabe, para compadecerme bien, que ya apenas queda en mi memoria rastro de haber vivido despierto, sino es en este mortal y lento castigo. ¡Ve cómo el surco de la cadena que suspendo, abre las carnes de mis manos; ve cómo mis espaldas se encorvan! Pero lo que más exacerba mi martirio es que, cediendo a una fascinación que nace del tedio y el cansancio, no soy dueño de apartar la mirada de esta imagen de mí que me pone delante el reflejo del agua cada vez que encaramo sobre el brocal el cubo del pozo. Vivo mirándola, mirándola, más petrificado, en realidad, que aquella estatua cabizbaja de Hipnos, porque ella sólo a ciertas horas de sol tiene los ojos fijos en su propia sombra. De tal manera conocí mi semblante casi infantil, y veo hoy esta máscara de angustia, y veré cómo el tiempo ahonda en la máscara las huellas de su paso, y cómo se acercan y la tocan las sombras de la muerte... Sólo tú, hombre extraño, has logrado desviar algunas veces la atención de mis ojos con tu actitud y tu ensimismamiento de esfinge. ¿Sueñas despierto? ¿Maduras algo heroico? ¿Hablas a la callada con algún dios que te posee? ... ¡Oh, cómo envidio tu concentración y tu quietud! ¡Dulce cosa debe ser la ociosidad que tiene espacio para el vagar del pensamiento!" "No son estos los tiempos de los coloquios con los dioses, ni de las heroicas empresas -dijo el meditador-; y en cuanto a los sueños deleitosos, son pájaros que no hacen nido en cumbres calvas ... Mi objeto es ver dentro de mí. Quiero formar cabal idea y juicio de éste que soy yo, de éste por quien merezco castigo o recompensa ... ; y en tal obra me esfuerzo y peno más que tú. Por cada imagen tuya que levantas de lo hondo del pozo, yo levanto también de las profundidades de mi alma una imagen nueva de mí mismo; una imagen contradictoria con la que la precedió, y que tiene por rasgo dominante un acto, una intención, un sentimiento, que cada día de mi vida presenta, como cifra de su historia, al traerle al espejo de la conciencia bruñida por la soledad; sin que aparezca nunca el fondo estable y seguro bajo la ondulación de estas imágenes que se suceden. He aquí que parece concretarse una de ellas en firmes y preciosos contornos; he aquí que un recuerdo súbito la hiere, y como las formas de las nubes, tiembla y se disipa. Alcanzaré al extremo de la ancianidad; no alcanzaré al principio de la ciencia que busco. Desagotarás tu pozo; no desagotaré mi alma. ¡Esta es la ociosidad del pensamiento!"... Llegó un rumor de pasos que se aproximaban; volvió el esclavo a su faena, el desterrado a lo suyo; y no se oyó más que la áspera quejumbre de la garrucha del pozo, mientras el sol de la tarde tendía las sombras alargadas del meditador y el esclavo, juntándolas en un ángulo cuyo vértice tocaba al pie de la estatua cabizbaja de Hipnos.
LA INSCRIPCIÓN DEL FARO DE ALEJANDRÍA
El primero y más grande de los Tolomeos se propuso levantar, en la isla que tiene a su frente Alejandría, alta y soberbia torre, sobre la que una hoguera siempre viva fuese señal que orientara al navegante y simbolizase la luz que irradiaba de la ilustre ciudad. Sóstrato, artista capaz de un golpe olímpico, fue el llamado para trocar en piedra aquella idea. Escogió blanco mármol; trazó en su mente el modelo simple, severo y majestuoso. Sobre la roca más alta de la isla echó las bases de la fábrica, y el mármol fué lanzado al cielo mientras el corazón de Sóstrato subía de entusiasmo tras él. Columbraba allá arriba, en el vértice que idealmente anticipaba: la gloria. Cada piedra, un anhelo; cada forma rematada, un deliquio. Cuando el vértice estuvo, el artista, contemplando en éxtasis su obra, pensó que había nacido para hacerla. Lo que con genial atrevimiento había creado, era el Faro de Alejandría, que la antigüedad contó entre las siete maravillas del mundo. Tolomeo, después de admirar la obra del artista, observó que faltaba al monumento un último toque, y consistía en que su nombre de rey fuera esculpido, como sello que apropiase el honor de la idea, en encumbrada y bien visible lápida. Entonces Sóstrato, forzado a obedecer, pero celoso en su amor por el prodigio de su genio, ideó el modo de que en la posteridad, que concede la gloria, fuera su nombre y no el del rey el que leyesen las generaciones sobre el mármol eterno. De cal y arena compuso para la lápida de mármol una falsa superficie y sobre ella extendió la inscripción que recordaba a Tolomeo; pero debajo, en la entraña dura y luciente de la piedra, grabó su propio nombre. La inscripción que durante la vida del Mecenas fue engaño de su orgullo, marcó luego las huellas del tiempo destructor; hasta que un día, con los despojos del mortero, voló, hecho polvo vano, el nombre del príncipe. Rota y aventada la máscara de cal, se descubrió, en lugar del nombre del príncipe, el de Sóstrato, en gruesos caracteres, abiertos con aquel encarnizamiento que el deseo pone en la realización de lo prohibido. Y la inscripción vindicadora duró cuanto el mismo monumento; firme como la justicia y la verdad; bruñida por la luz de los cielos en su campo eminente; no más sensible que a la mirada de los hombres, al viento y a la lluvia.
***
Un arranque de sinceridad y libertad que te lleve al fondo de tu alma, fuera del yugo de la imitación y la costumbre, fuera de la sugestión persistente que te impone modos de pensar, de sentir, de querer, que son como el ritmo isócrono del paso del rebaño, puede hacer en ti lo que la obra justiciera del tiempo verificó en la inscripción de la torre de Alejandría. Deshecho en polvo leve, caerá de la superficie de tu alma cuanto es allí vanidad, adherencia, remedo; y entonces, acaso por primera vez, conocerás la verdad de ti mismo. Despertarás como de un largo sueño de sonámbulo.EL FRISO DEL PARTENÓN
Henos aquí en Atenas. El Cerámico abre espacioso cauce a ingente muchedumbre, que, en ordenada procesión, avanza hacia la ciudad, que no trabaja; se interna en ella; la recorre por donde es más hermosa y pulcra, y trepa, la falda del Acrópolis. En lo alto, en el Partenón, Palas Atenea aguarda el homenaje de su pueblo: es la fiesta que le está consagrada.
Ves desfilar los magistrados, los sacerdotes, los músicos; ves aparecer doncellas que llevan ánforas y canastas rituales, graciosamente asentadas sobre la cabeza con apoyo del brazo. Pero allí, tras el montón de bueyes lucios, escogidos, que marchan a ser sacrificados a la diosa; allí, precediendo a esa gallarda legión de adolescentes, ya a pie, ya en carros, ya a caballo, que entonan belicoso himno, ¿no percibes un concierto venerable de formas y movimientos semejantes a las notas de una música sagrada que se escuchase con los ojos; no ves pintarse un cuadro majestuoso y severo: cuadro viviente, del que se desprende una onda de gravedad sublime, en que se embebe el alma como en la mirada serenante de un dios?... Grandes y firmes estatuas; acompasada marcha en que la lentitud del movimiento no acusa punto de debilidad ni de fatiga; frentes que dicen majestad, reposo, nobleza, y en las que el espacio natural se ha dilatado a costa de una parte de cabello blanquísimo, que cae en ondas en dirección a las espaldas, levemente encorvadas; ojos lejanos, por lo abismados en las órbitas; olímpicos, por el modo de mirar; barbas que velan en difusa esclavina la rotundidad del pecho anchuroso... ¿qué selección divina ha constituído ese coro de hermosura senil, donde la mirada se alivia del fulgor de juventud radiante que recoge si atiende a la multitud que viene luego? Cada tribu del Ática ha contribuído a él con sus ancianos más hermosos; Atenas las ha invitado a este concurso; Atenas premiará a la que más hermosos los envíe; y coronando el espectáculo en que parece reunir cuanto hay de bello y noble en la existencia, para ostentarlo ante su diosa, señala así en la ancianidad el don de una belleza genérica, que es, en lo plástico, correspondencia de una belleza ideal, propia también y diferenciada de la que conviene a la idea de la juventud, en la sensibilidad, en la voluntad y en el entendimiento.
MIRANDO JUGAR A UN NIÑO
... A menudo se oculta un sentido sublime en un juego de niño. - SCHILLER: Thecla. Voz de un espíritu..
Jugaba el niño en el jardín de la casa con una copa de cristal que, en el límpido ambiente de la tarde, un rayo de sol tornasolaba como un prisma. Manteniéndola, no muy firme, en una mano, traía en la otra un junco con el que golpeaba acompasadamente en ella. Después de cada toque, inclinando la graciosa cabeza, quedaba atento, mientras las ondas sonoras, como nacidas de vibrante trino de pájaro, se desprendían del herido cristal y agonizaban suavemente en los aires. Prolongó así su improvisada música hasta que, en un arranque de volubilidad, cambió el motivo de su juego: se inclinó a tierra, recogió en el hueco de ambas manos la arena limpia del sendero y la fue vertiendo en la copa hasta llenarla. Terminada esta obra, alisó, por primor, la arena desigual de los bordes. No pasó mucho tiempo sin que quisiera volver a arrancar al cristal su fresca resonancia: pero el cristal, enmudecido, como si hubiera emigrado un alma de su diáfano seno, no respondía más que con un ruido de seca percusión al golpe del junco. El artista tuvo un gesto de enojo para el fracaso de su lira. Hubo de verter una lágrima, mas la dejó en suspenso. Miró, como indeciso, a su alrededor; sus ojos húmedos se detuvieron en una flor muy blanca y pomposa, que a la orilla de un cantero cercano, meciéndose en la rama que más se adelantaba, parecía rehuir la compañía de las hojas, en espera de una mano atrevida. El niño se dirigió, sonriendo, a la flor; pugnó por alcanzar hasta ella; y aprisionándola, con la complicidad del viento que hizo abatirse por un instante la rama, cuando la hubo hecho suya la colocó graciosamente en la copa de cristal, vuelta en ufano búcaro, asegurando el tallo endeble merced a la misma arena que había sofocado el alma musical de la copa. Orgulloso de su desquite, levantó, cuan alto pudo, la flor entronizada, y la paseó, como en triunfo, por entre la muchedumbre de las flores.
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¡Sabia, candorosa filosofía! -pensé-. Del fracaso cruel no recibe desaliento que dure, ni se obstina en volver al goce que perdió; sino que de las mismas condiciones que determinaron el fracaso, toma la ocasión de nuevo juego, de una nueva idealidad, de nueva belleza ... ¿No hay aquí un polo de sabiduría para la acción? ¡Ah, si en el transcurso de la vida todos imitáramos al niño! ¡Si ante los límites que pone sucesivamente la fatalidad a nuestros propósitos, nuestras esperanzas y nuestros sueños, hiciéramos todos como él!... El ejemplo del niño dice que no debemos empeñamos en arrancar sonidos de la copa con que nos embelesamos un día, si la naturaleza de las cosas quiere que enmudezca. Y dice luego que es necesario buscar, en derredor de donde entonces estemos, una reparadora flor; una flor que poner sobre la arena por quien el cristal se tornó mudo... No rompamos torpemente la copa contra las piedras del camino, sólo porque haya dejado de sonar. Tal vez la flor reparadora existe. Tal vez está allí cerca... Esto declara la parábola del niño; y toda filosofía viril, viril por el espíritu que la anima, confirmará su enseñanza fecunda.
UN VUELO DE PÁJAROS
Sesenta días después de la partida, las naves de Colón cortaban el desierto mar con rumbo al Occidente. Quietas las aguas. Nada en el horizonte, igual y mudo, como juntura de unos labios de esfinge. Tedio y enojo en el corazón de la plebe. La fe del visionario hubiera prolongado aquel rumbo a lo infinito, sin sombra de cansancio; y bastaba que lo prolongase sólo algunos días para que las corrientes le llevaran a tierra más al norte del Golfo Sujetaba apenas las iras de su gente, cuando he aquí que, una tarde, Alonso Pinzón, escrutando la soledad porfiada, ve levantarse, sobre el fondo de oro del crepúsculo, una nube de pájaros que inclina la curva de su vuelo al sudoeste y se abisma de nuevo en la profundidad del horizonte. Tierra había, sin duda, allí donde, al venir la noche, se asilaban los pájaros: las naves, corrigiendo su ruta, tomaron al instante la dirección que les marcaba aquel vuelo. Sin él, es fundada presunción de Wáshington Irving, que a la Carolina o la Virginia futuras, y no a la humilde Lucaya, hubiera tocado recibir el saludo de la flota gloriosa. Entonces, señoreado el pendón de Castilla del macizo inmenso de tierra que quita espacio a dos Océanos antes de estrecharse en la combada columna del suelo mejicano, fuera allí donde se desarrollara preferentemente la epopeya de los conquistadores, que llevó su impulso hacia el sur. Pero Wálter Raleigh, los Puritanos, la república, tuvieron, por amparo profético, el paso de unas aves. ¡Leve escudo de gigantes destinos! Si en el desenvolvimiento de esas ondas enormes de hechos e ideas, que marcan los rumbos de la historia, vuelos de pájaros deciden así del reparto y el porvenir de los imperios, ¡qué mucho que, con igual arbitrio sobre los hados de la existencia individual, vuelos de pájaros sean, a menudo, origen de cuanto la encumbra o abate; vuelos de pájaros el encendimiento del amor, la vocación del heroísmo, el paso de la dicha; vuelos de pájaros la gloria que se gana y la fe que se pierde!
José Enrique Rodó nació en Montevideo el 15 de julio
de 1871 y falleció en Palermo (Sicilia) el 1º de mayo de 1917. La estatura de
su prosa y la dimensión de su talento quedaron nítidamente establecidas ya en
1900, con la publicación de Ariel, el cual tuvo una resonancia amplísima en
todo el ámbito de habla española, escritor y político, se convirtió en uno de
los principales integrantes de la generación del 900.
Profundos, lejanos recuerdos de quien guió nuestra infancia, el rosario de las palabras de Rodó contienen enseñanza de sabio traducida con bondad cariño y amor hacia los niños. A mi me ayudo mucho, todavia lo hace.
ResponderEliminarBraulio