sábado, 27 de mayo de 2017

Rodríguez



                                      Francisco Espínola. 


Como aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el medio del Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sauces de la barranca opuesta. Sin dejar de avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por cualquier evento, él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho más que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento... y se le apareó. Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto. La barba aguda, renegrida. A los costados de la cara, retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos le sobresalían. A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con lo flaco que estaba y lo entecado del semblante, tamaña atención a los bigotes no le sentaba. 
-¿Va para aquellos lados, mozo? -le llegó con melosidad. Con el agregado de semejante acento, no precisó más Rodríguez para retirar la mano de la culata. Y ya sin el menor interés por saber quién era el importuno, lo dejó, no más, formarle yunta y siguió su avance a través de la gran claridad, la vista entre las orejas de su zaino, fija. 
- ¡Lo que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá... y simpaticé enseguida! Le clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que el interlocutor le lanzaba, también al sesgo una mirada que era un cuchillo de punta, pero que se contrajo al hallar la del otro, y de golpe, quedó cual la del cordero. 
-Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te gusta la mujer? Decí Rodríguez, ¿te gusta? Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodríguez, más se quedó sin respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su fastidio, Rodríguez volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que, inclinándose a un lado del zaino, escupió. 
-Alegrate, alegrate mucho, Rodríguez - seguía el ofertante mientras en el mejor de los mundos, se atusaba sin tocarse la cara, una guía del bigote. 
–Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus deseos. ¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos, y te los lleno toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe político o coronel. General, no, Rodríguez porque esos puestos los tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no tenés más que elegir. Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre sosteniendo la mirada hacia adelante, Rodríguez. 
-Mirá, vos no precisás más que abrir la boca... 
-¡Pucha que tiene poderes, usted!- fue a decir, Rodríguez; pero se contuvo para ver si, a silencio, aburría al cargoso. Este, que un momento aguardó tan siquiera una palabra, sintióse invadido como por el estupor. Se acariciaba la barba; de reojo miró dos o tres veces al otro... Después, su cabeza se abatió sobre el pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se le había tapado la boca. Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de los jinetes y de sus sombras tan nítidas! De golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo había fugado lejos, cada cual con su ruido. A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó por el costado del poncho con tabaquera y con chala, Sin abandonar el trote se puso a liar. Entonces, en brusca resolución el de los bigotes rozó con la espuela a su oscuro que casi se dio contra unos espinillos. Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a fin de no quedarse atrás, fue que dijo: 
-¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate en mi negro viejo! Y siguió cabalgando en un tordillo como leche. Seguro de que, ahora sí, había pasmado a Rodríguez y no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó de entre los pliegues del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse manoteó una rama de tala y señaló, soberbio: 
-¡Mirá! La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer librarse de tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando con altanería el forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos entre los pastos. Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero. Al acompañante, sorprendido del propósito, le fulguraron los ojos. Pero apeló al poco de calma que le quedaba, se adelantó a la intención y dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado en el oscuro: 
-¡No te molestés! ¡Servite fuego, Rodríguez! Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al punto una azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla entonces hacia la uña del pulgar y, así, allí paradita, la presentó como en palmatoria. Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodríguez inclinando la cabeza, y aspiró. 
-¿Y?... ¿Qué me decís, ahora? 
-Esas son pruebas- murmuró entre la amplia humada Rodríguez, siempre pensando qué hacer para sacarse de encima al pegajoso. Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un baldazo de agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con creciente ahínco, la mente hecha un volcán. 
-¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no? ¿Y esto? Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino, temeroso de que se le abrieran de una cornada. Porque el importuno andaba a los corcovos en un toro cimarrón, presentado con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le estuviera ya echando humo el cuero. -¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas, Rodríguez!- se prolongó, casi hecho imploración, en la noche. Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre. Sujetándolo de los bigotes un instante, y espoleándolo asimismo hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar vueltas en torno a Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por grande que fuera, no tenía peligro para el zainito. 
-Hablame, Rodríguez, ¿y esto?... ¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?... ¡Fijate! 
-¿Eso? Mágica, eso. Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplomarse del brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado de cola. 
-¡Te vas a la puta que te parió! Y mientras el zainito -hasta donde no llegó la exclamación por haber surgido entre un ahogo- seguía muy campante bajo la blanca, tan blanca luna tomando distancia, el otra vez oscuro, al sentir enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando los dientes, para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.
                                                   FIN

Francisco “Paco” Espínola,nació en San José. Desde muy joven se interesó por la escritura, tarea que comenzó con su oficio de periodista en periódicos de su ciudad. Tiempo después se trasladó a Montevideo e integró la Generación del Centenario. Se destacó como narrador oral, leyendo sus propios cuentos. Durante cincuenta años se dedicó a escribir cuentos, novelas, artículos, ensayos y obras teatrales.
(San José4 de octubre de 1901 - Montevideo26 de junio de1973) 

¡Qué lástima!


                                                                                            
                                                  Francisco Espínola

Paró la oreja Sosa al oír exclamar al desconocido:
-¡Qué lástima, qué lástima, que la gente sea tan pobre!
Sosa ni caso había hecho cuando, media hora antes, vio recortarse en la puerta del despacho de bebidas al escuálido forastero. Siguió absorto en una sensación penosa que lo embargaba frecuentemente. Pero al rato, cuando separado ya el pulpero oyó al otro cerrar la conversación con “¡Qué lástima que la gente sea tan pobre!”, la sensación, de golpe, cambió de efecto. Y comenzó a reconfortarlo algo así como un desahogo.
Con que extraña dulzura había sido pronunciada la frase! Sin rabia, sin rencor... A nadie culpaba. Como si de las desgracias del mundo los hombres no fueran responsables.
-¡Eso está bien!- se dijo para sus adentros Sosa.
Y le pareció que rozaba todo su cuerpo desmirriado, como acariciándose a si mismo, contra un muro sin fin de largo y de color gris pizarra.
Con interés afectuoso observó. El desconocido era casi tan alto como él; y él era largo, de veras. Y, como él, flaco. Lampiño, y él tenía bigote. De botas raídas, y él con alpargatas. Los pantalones, a lo mejor, eran a media canilla, como los suyos. Pero con las botas, los extremos no se veían.
-A ver caballero, ¿qué se va a servir?
El otro se tornó hacia Sosa y miró en derredor. El invitado era él porque no había más nadie.
-Otra caña- respondió reposando en Sosa una mirada tiernísima.
El patrón, negro, ya viejo, de encasquetado sombrero muy copudo, sirvió sin decir palabra, llenó asimismo su gran “vaso particular” y tornó con él al rincón donde, entre el mostrador y la desmantelada estantería, sobre una pequeña mesa, escribía entre borrones la carta que cierta muchacha de las mancebías le encargó para el amor que estaba preso. Además de sombrero tenía lentes, el negro. Unos lentes de níquel, comprados de ocasión cuando el vendedor le dijo a boca de jarro: “Usted lo que precisa es lentes”.
Si no se lo hubiera dicho así, de golpe... El negro, desde su candidez tocada, aunque cabeceando un poco, sintió que no podía hacer otra cosa que sacar el dinero...
-¿Es forastero el señor?
- Es verdá. Vengo de Santa Escilda. Y medio ando por encontrar conchabo en la curtiembre de los Bastos.
-Buena gente, sin despreciar... ¡Salú!
Y alzó el vaso amarillo.
Entro un perrito a la taberna. Y tras él una mujer muy llamativamente acicalada que, mientras adquiría, buscó inútilmente con los ojos la mirada de los que estaban allí.
-¡Este hombre es muy gente!- pensaba Sosa.
Y comprendió que estimaba al desconocido con un cariño sin tiempo.
Cuando la joven se retiró sin haber conseguido ni por un momento atraer la atención de los amigos, Sosa se había alejado un poco de sus pensamientos, pues le andaban en la mente un carrito de pértigo y una yegua tordilla sobre la cual se vio al momento salir del monte con una carga muy grande. Con ahínco trató echar las imágenes por lo menos dentro del monte, otra vez. Pero infructuosamente. Tuvo que volver, pues, con ellos, al hombre que tenía la frente. Y dijo, al principio sin saber a dónde iría a parar; después, desde una grave firmeza.
-Yo tengo un carro y una yegua, caballero... Me la rebusco monteando y vendiendo leña en el centro.
 Yo, el carro y la yegua estamos a la disposición.
-Se agradece en lo que vale. ¡Salú!
Se alzaron los vasos inseguros.
Sobre el mostrador pendía la lámpara. Las sombras de los amigos se acortaban. Ellos callaban. Bebían caña. Sosa sentía algo imposible de expresar, pero que era como el desarrollo de aquél “¡Qué lástima, qué lástima que la gente sea tan pobre!”, que le había hecho parar la oreja. O, tal vez, era un “¡Qué lástima!” sólo, que crecía y embargaba todas las cosas del mundo, y con ellas subía más allá de las nubes y las mostraba así, desoladas, míseras, a alguien capaz, si mirara, de acomodarlas mejor.
Con el índice mesaba los pelos del bigote contra ambos lados del labio.
Se oyó el pitar de un silbato. Otros, lejos, sonaron también. De la calle llegaron voces. Y una voz de mujer, clara y metálica. Más atrás, del fondo de la noche, ladridos. Y el jadeo de una locomotora.
El patrón, en un instante, al beber gran trago de caña, los miró fijo. Pero sin verlos, abstraído, inclinado a un costado el sombrerazo para rascarse las motas ya grises. Era que, escribiendo cada vez con más empeño lo que la muchacha le recomendara, se inquietó de súbito. Desde el principio de la escritura el corazón del negro se había ido conmoviendo secretamente. El nunca hizo cartas. No tenía a quien. Y esto que anotaba a pedido venía tan bien con lo que podía confiar a un amigo lejano, si lo tuviera, que, repitiendo un sorbo de caña, ponía sobre el papel, despacio, tembloroso, como algo íntimo: “Las cosas marchan muy mal. Viene muy poca gente. Ya los tiempos de antes no volverán nunca más...”
El negro vaciló, parpadeando. Se alejaba de las palabras de la muchacha.
Pero continuó por su cuenta, atraído como por una voz que lo llamaba desde el fondo de su ser: “Y cuando no hay nada al lado, cuando no hay nadie, nadie al lado, entonces se piensa en cuando la niñez. ¡Tan linda que era!”
Algún recuerdo muy hundido fue tocado por esta frase, pero la conciencia manoteó de nuevo, por suerte, la imagen de la muchacha, y, con ello, las verdaderas palabras a revelar en la carta hicieron presente su expectación. Lo que debía seguir era: “Voy a comprarme una pollera azul y un saquito blanco...”.
Esto, pues, lo volvió por entero a la realidad. Allí fue donde el negro quedó en desazón. Inclinó a un costado el sombrero. Sin verlos, miró a los dos largos parroquianos. Dejó la pluma. Se quitó los lentes.
Llevó a los labios su gran “vaso particular”. La vista le oscilaba.
-Otra vuelta, haga el bien.
Estaban bastante cargados. El tabernero sirvió y tornó a su pequeña mesa.
Y por no recordar el acongojante giro que había tomado la misiva, comenzó a turbarse con cosas menos embargadoras. Las manazas sobre el manchado pliego de papel, ante el temor reciente y bienhechor a un pedido de fiado o a una fuga intempestiva o a un seco “Aquí no pagamos nada y se acabó”, él se puso en guardia.
-Yo en seguida me di cuenta, Juan Pedro, que usté era una persona gente confiaba con ternura Sosa al que acababa de revelarle el nombre.
Juan Pedro sonreía. Y posaba en su reciente amigo, alto, flaco, pantalón muy por encima del tobillo –como el pantalón de él, sí, si él no tuviera botas-, posaba una mirada tan dulce que casi no miraba nada.
Y vuelta a aparecérsele a Sosa el carro y la yegua Tordilla. Y vuelta a llevarlos, ahora ufano y dichoso, hacia su compañero.
-Usté, Juan Pedro, cuando quiera la yegua, va a mi casa y la saca. ¿Fuma otro, Juan Pedro?
Juan Pedro, ya con las manos muy torpes, lió un cigarrillo, encendió y dejó que saliera libremente, de toda la boca, el humo.
-Usté, cuando la precise, va, no más, a mi casa y saca la yegua... Y si yo no estoy, la saca lo mismo.
Vaciló. La realidad no daba más y su ardiente pasión quería más, todavía.
Y arrolló la realidad. Y salió al otro lado, terriblemente amoroso, diciendo:
Y si la yegua no está... ¡usted la saca, lo mismo!
Esto de sacar la yegua aunque la yegua no estuviera, conmovió hasta el estremecimiento a Juan Pedro. No advirtió que faltaría la yegua. O le pareció que la yegua podría estar ó no estar. Porque lo cierto es que ”si la yegua no está, la saca lo mismo”, se le quedó bien grabado y era lo único que permanecía firme entre cosas que comenzaban a tambalearse.
Volvió a mirar a su amigo. Pero apenas si lo veía. Se veía él, él solo, ya hasta la perenne sonrisa se le daba vuelta. Como si le hubiera hecho convexa. Se quería a sí mismo, ahora, y ascendía en alas de su amor, sobre los mundos.
Llevándose la mano a la cara, comenzó a acariciarse la sonrisa.
-La yegua es suya, amigo Juan Pedro- seguía Sosa por su lado, implacablemente generoso, con los ojos apagándosele.
Juan Pedro, que no pudo soportar sino por breve tiempo su delirio, había posado otra vez en la tierra, ahora contrito. ¿Qué podía dar él en retribución a aquel corazón fraterno? ¿O qué decir, al menos? Juan Pedro tenía ganas de llorar. Cierto caballo de que una vez fue dueño de pronto se le apareció y espantó su sonrisa. Lo vendió al llegar a Santa Escilda porque, por desgracia, ¿para qué quería caballo en aquél pequeño villorrio? Cuando comprendió para que lo quería –para quererlo, precisamente- era ya tarde. Se había gastado la plata en las pulperías. Y el caballo zaino siguió con un tropero hacia “La Tablada”, allá tan lejos. Y pasó de regreso, a los días. Y volvió a cruzar como al mes. Hasta que caballo y tropero desaparecieron. ¡El, él lo había vendido! ¡Aquel caballo amigo! Y el amigo pasaba y repasaba. Y él a veces, no plata tenía para emborracharse a cada pasada. Y sobre todo cuando ya no pasó más. Ni en un mes, ni en dos: nunca, nunca más.
-La yegua es suya...-¡No compañero! ¿La yegua no es mía, es suya!- El negro, con inquietud, se acomodó el sombrero y, a una señal de Sosa, trajo otra vuelta.
-Es suya digo.
-¡No, no, Sosa! ¡No, no! ¡Es suya!
-¡Es suya, amigo!
-¡No, Sosa, no!
Y la mirada se le mojaba de lágrimas.
-Vamos, compañero, la yegua es suya.
-¡No, no es mía; no es mía!
-Es que usté no me entiende lo que le quiero decir- advirtió Sosa, por fin.
Bebió un trago, chupó, sin advertir que inútilmente, la apagada colilla y explicó, recalcando las palabras:
-Yo, lo que le quiero decir, es que la yegua es suya.
Juan Pedro, vencido, abrió los brazos. Y los dos amigos, tan altos y flacos, de botas el uno, de alpargatas el otro, se estrecharon palmoteándose suavemente las espaldas, bajo los ojos del negro cuyo espíritu había caído en la conversación como en un remolino y no hallaba nada en que agarrarse.
Un indio que entraba desaprensivamente a la taberna se detuvo bruscamente. Pero convencido de que aquello no era pelea, se aproximó al mostrador, pidió y bebió sin respirar.
-¿Y qué es de esa preciosa vida?
-Bien, por el momento- contestó el negro después de un silencio, porque la pregunta le tardó en llegar y la respuesta en salir.
De inmediato, sin embargo, tuvo la sensación de que lo habían sacado como de un sumidero.
Salió el indio. Ya en la calle su voz se oyó entre risotadas.
¡Como ladraban los perros, lejos desde el fondo de la noche!
-¡Yo soy así! ¡Yo soy así!- sostenía Sosa golpeándose el pecho frenético de dicha.
Ahora si lo había empezado a ver otra vez Juan Pedro. Medio borroso, pero lo veía. Percibía el bigote de Sosa, sus pantalones por encima del tobillo, sus alpargatas. ¡Era tan extraño aquello! El no le miraba más que la parte superior del cuerpo. Y lo veía, sin embargo, hasta los pantalones y las alpargatas.
Ya no podían más de caña.
-¿Qué le parece... si saliéramos... un poco... a refrescarnos... y después volvemos... a tomar?

Juan Pedro aceptó con un cabeceo. El tabernero se caló los lentes, echó atrás el sombrero y sumó. Sucesivas rectificaciones fueron contraproducentes. A cada vez el resultado era distinto. Se sacó el sombrero. Llevó al mostrador su “vaso particular” y le bebió el último sorbo. Su cabeza de grises motas volvió a inclinarse. Después de aquel breve descanso se resolvió a sumar por última vez y a tomar aquel resultado como definitivo. Con la conciencia ya más firme dio a cada cual su vuelto. Pero perdió pie de nuevo cuando oyó que Juan Pedro decía a su amigo Sosa:
-¿Vamos saliendo, Juan Pedro?
El espíritu del negro, quien ya se acomodaba otra vez el sombrero, flotó un momento en el vacío. Y como el ventarrón a una hojita, así se lo llevó lejos lo que, desde la puerta, al rodear con el brazo el cuello de su camarada, exclamó Sosa:
-¡Cuidado, Sosa, cuidado con el escalón!
Sin mirar, el negro vio la mesa, el lapicero, la carta. Y vio cruzar todo veloz. Y hundirse allá en el fondo de aquello donde ladraban, ladraban los perros...
Se sacó le sombrero.

Francisco “Paco” Espínolanació en San José. Desde muy joven se interesó por la escritura, tarea que comenzó con su oficio de periodista en periódicos de su ciudad. Tiempo después se trasladó a Montevideo e integró la Generación del Centenario. Se destacó como narrador oral, leyendo sus propios cuentos. Durante cincuenta años se dedicó a escribir cuentos, novelas, artículos, ensayos y obras teatrales.

viernes, 26 de mayo de 2017

El hombre pálido




                                             Francisco Espínola. 
  Todo el día estuvo toldado el sol, y las nubes, negruzcas, inmóviles en el cielo, parecían apretar el aire, haciéndolo pesado, bochornoso, cansador. A eso del atardecer, entre relámpagos y truenos, aquéllas aflojaron y el agua empezó a caer con rabia, con furia casi; como si le dieran asco las cosas feas del mundo y quisiera borrarlo todo, deshacerlo todo y llevárselo bien lejos. Cada bicho escapó a su cueva. La hacienda, no teniendo ni eso, daba el anca al viento y buscaba refugio debajo de algún árbol, en cuyas ramas chorreaban los pajaritos, metidos a medias en sus nidos de paja y de pluma. En el rancho de Tiburcio estaban solas Carmen, su mujer y Elvira, su hija. El capataz de tropa de don Clemente Farías, había marchado para “adentro” hacía una semana. En la cocina negra de humo se hallaban, cuando oyeron ladrar el perro hacia el lado del camino. Se asomó la muchacha y vio a un hombre desmontar en la enramada con el poncho empapado y el sombrero como trapo por el aguacero. -¡León! ¡León! ¡Fuera! Entre para acá- gritó Elvira. -¿Quién es?- preguntó la vieja sin dejar de revolver la olla de mazamorra. -No lo conozco. La joven volvió al lado de su madre y quedó expectante. -Buenas tardes. Agachándose –la puerta era muy baja-, el hombre entró. -Buenas. Siéntese. ¿Lo ha derrotado l`agua? Sáquese el poncho y arrimeló al fogón. -Sí, es mejor. Aquí, no más. El hombre colgó su poncho negro en un gran clavo cerca del fuego y sacudió el sombrero. Después se sentó en un banco. -¿Viene de lejos? -curioseó la madre. -De Belastiquí. -¿Y va? -Pa l’estancia’e Molina, en el Arroyo Grande. Pensaba llegar hoy a San José, pero me apuré mucho por el agua y traigo cansadazo el caballo. Así que si me deja pasar la noche... -Comodidá no tenemos ... puede traer su recao y dormir aquí, en todo caso. -¡Como no!... Estoy acostumbrao. La muchacha, ahora acurrucada en un rincón, lo miraba de reojo. Y cuando oyó que iba a quedarse, sintió clarito en el pecho los golpes del corazón. Es que cada vez más le parecía que aquel hombre delgado y alto, de cara pálida en la que se enredaba una negrísima barba que la hacía más blanca, no tenía aspecto para tranquilizar a nadie... La vieja le interrumpió sus pensamientos diciendo: -A ver, aprontá un mate. Y siguió revolviendo la mazamorra, mientras daba conversación al forastero, que acariciaba el perro y retiraba la mano cuando éste rezongaba desconfiado de tanto mimo. Elvira tiró la yerba vieja, puso nueva, le hizo absorber primero un poco de agua tibia para que se hinchara sin quemarse. En seguida, ofreció el mate al desconocido. Este la miró a los ojos y ella los bajó, trémula de susto. No sabía porqué. Muchas veces habían llegado así, de pronto, gente de otros pagos que dormían allí y al otro día se iban. Pero esa nochecita, con los ruidos de los truenos y la lluvia, con la soledad, con muchas cosas, tenía un tremendo miedo a aquel hombre de barba negra y cara pálida y ojos como chispas. Se dio cuenta de que él la observaba. Los ojos encapotados, sorbiendo lentamente el mate, el hombre recorría con la vista el cuerpo tentador de la muchacha... ¡Oh, sí!, había que cansar muchos caballos para encontrar otra tan linda. El hombre pálido 1 Brillante y negro el pelo, lo abría al medio una raya y caía por los hombros en dos trenzas largas y flexibles. Tenía unos labios carnosos y chiquitos que parecían apretarse para dar un beso largo y hondo, de esos que aprisionan toda una existencia. La carne blanca, blanca como cuajada, tibia como plumón, se aparecía por el escote y la dejaban también ver las mangas cortas del vestido. El pecho abultadito, lindo pecho de torcaza; las caderas ceñidas, firmes; las piernas que se adivinaban bien formadas bajo la pollera ligera; toda ella producía unas ansias extraña en quien la miraba, entreveradas ansias de caer de rodillas, de cazarla del pelo, de hacerla sufrir apretándola fuerte entre los brazos, de acariciarla tocándola apenitas... ¡yo qué sé!, una mezcla de deseos buenos y malos que viboreaban en el alma como relámpagos entre la noche. Porque si bien el cuerpo tentaba el deseo del animal, los ojos grandes y negros eran de un mirar tan dulce, tan real, tan tristón, que tenían a raya el apetito, y ponían como alitas de ángel a las malas pasiones... Embebecido cada vez más en la contemplación, el hombre sólo al rato advirtió que la muchacha estaba asustada. Entonces, algo le pasó también a él. Su mano vacilaba ahora al tenerla para recibir o entregar el mate. Elvira iba entre tanto poniendo la mesa. Luego, los tres se sentaron silenciosos a comer. Concluída la cena, mientras las mujeres fregaban, el hombre fue bajo la lluvia hasta la enramada, desensilló, llevó el recado a la cocina y se sentó a esperar que hicieran la lidia jugando con el perro, con León que, por una presa tirada al cenar, había perdido la desconfianza y estaba íntimo con el desconocido. -¡Mesmo qu`el hombre!- pensó éste. Y siguió mirando el fuego y, de reojo, a Elvira. Cuando terminaron la tarea, la madre desapareció para tornar con unas cobijas. -Su poncho no se ha secao. Hasta mañana, si Dios quiere. -Se agradece. -¡Buenas noches!- deseó la muchacha cruzando ligero a su lado con la cabeza baja. -Buenas. Las dos mujeres abrieron la puerta que comunicaba con el otro cuarto, pasaron y la volvieron a cerrar. Al rato, se oyó el rumor de las camas al recibir los cuerpos, se apagó la luz...Todo fue envolviéndose en el ruido del agua que caía sin cesar. El hombre tendió las cacharpas, se arrebujó en las mantas con el perro y sopló el candil. El fogón, mal apagado, quedó brillando. II Un rato después se empezó a oír la respiración ruidosa y regular de la vieja. Pero en la cama de Elvira no había caído el descanso. Ahora que su madre dormía, el miedo la ahogaba más fuerte. El corazón le golpeaba el pecho como alertándola para que algún peligro no la agarrara en el sueño, y su vista trataba en vano de atravesar las tinieblas... De cuando en cuando rezaba un Ave María que casi nunca terminaba, porque lo paraba en seco cualquier rumor, que la hacía sentar de un salto en la cama. A eso de la media noche, bien claro oyó que la puerta de la cocina que daba al patio había sido abierta, y hasta le pareció sentir que el aire frío entraba por las rendijas. Tuvo intención de despertar a su madre, pero no se animó a moverse. Sentada, con los ojos saltados y la boca abierta para juntar el aire que le faltaba, escuchó. No sintió nadita. Y aquel silencio, después de aquel ruido, la asustaba más aún. No sentía nadita, pero en su imaginación veía al hombre de la barba negra clavándole los ojos como chispas; veía el poncho negro, colgado del clavo, movido por el viento como anunciando ruina... y como para convencerla de que era verdad que la puerta había sido abierta, seguía sintiendo el aire frío y percibía más claramente el ruido de la lluvia..En efecto: el hombre, que se echó no más, sobre el recado, se había levantado, lo llevó otra vez a la enramada y, después de ensillar, había salido a pie hasta la manguera que estaba como a una cuadra dejándose pintar de rosado por los relámpagos. El agua le daba en la frente. Por eso avanzaba con la cabeza gacha. Otro hombre le salió al encuentro, el poncho y el sombrero hecho sopa. Era un negro. -¿Están las mujeres solas?- preguntó ansioso. Sombrío el otro respondió: -Sí -La plata tiene qu`estar en algún lao. Empecemos. -No. No empezamos. -¿Qué hay? -Hay que yo no quiero. -¿Qué no querés? - Sí, que no quiero. - ¿Pero estás loco? -Peor pa mí si m`enloquecí. Pero ya te dije. Vamonós p`atrás. -¿El qué? -No hay qué que te valga. Como siempre, te acompaño cuando quieras; pero esta noche, no. Y aquí, menos. -¡Hum! Si te salieran en luces malas los que has matao, te ciegaría la iluminación, y ahora te ha entrao por hacerte el angelito. -Nadie habla aquí de bondá. Digo que no se me antoja y se acabó. -Peor pa vos. Iré yo solo. ¡Que tanto amolar por dos mujeres! -Es que vos tampoco vas a ir. -¿Desde cuando es mi tutor el que habla? -Desde que tengo la tutora- bramó el interpelado tanteándose la daga. -¡Ah! ¿Querés peliar? ¡Me lo hubieras dicho antes! Seguramente ya habrás hecho la cosa y quedrás la plata pa vos solo. Pero no te veo uñas, mi querido. Venite no más- y desenvainó su cuchillo. -¡Callate, negro de los diablos!- rugió el otro yéndosele arriba. A la luz de los relámpagos, entre los charcos, los dos hombres se tiraban a partir. El de la barba negra, medio recogido el poncho con la mano izquierda, fue haciendo un círculo para ponerse de espaldas a la lluvia. Comprendiendo el juego, el negro dio un salto. Pero se resbaló y se fue del lomo. El otro esperó a que se enderezara y lo atropelló. La daga, entrando de abajo a arriba, le abrió el vientre y se le hundió en el tórax. -¡Jesús, mama!- exclamó el negro. Fue lo único que dijo. La muerte le tapó la boca. El otro, en las mismas ropas del difunto limpió su daga. Después enderezó chorreando agua, montó y salió como sin prisa, al trotecito. -¡Pucha que había sido cargoso el negro!- murmuraba- ¡Le decía que no, y el que sí, y yo que no, y dale! ¡Estaba emperrao!... La lluvia, gruesa, helada, seguía cayendo. 

Francisco “Paco” Espínolanació en San José. Desde muy joven se interesó por la escritura, tarea que comenzó con su oficio de periodista en periódicos de su ciudad. Tiempo después se trasladó a Montevideo e integró la Generación del Centenario. Se destacó como narrador oral, leyendo sus propios cuentos. Durante cincuenta años se dedicó a escribir cuentos, novelas, artículos, ensayos y obras teatrales.


miércoles, 24 de mayo de 2017

Aquella vez y allá cuando solía...




                                                                       Juan Cunha

I / A mi espalda


El que fui vuelve llorando, y no hay manera
De aplacar su pena sola.
El que fui viene llorando: es sólo un niño
Que no puede con la tarde.


Le diría que se vaya,
Que ya no tengo más aquellas láminas
Con paisajes, donde una luz de atardecer duraba;
Donde pasaba un ángel con un aro.


Mas no tengo valor para volverme.
Él me toca en el hombro, y se detiene
Alelado: no comprende; y llora aún más.
Cómo arreglarme un rostro yo para enfrentarlo.


Y se queda. Y reincide. Y calla luego.
(La luz, final, vacila; sale la brisa; algo tiembla)
Cuando no es más que un niño desvalido
Y solo, que no puede con la tarde.

(de Niño solo, 1956)

II

-Madre: yo tenía poncho;
Golilla, y ancho sombrero.


-Y tenía botas altas.
Y tus espuelas de fierro.


-Y tenía un caballo blanco
Con los cuatro cascos negros.


-Partías, con la mañana;
Con la tarde, tu regreso.


-Te dije adiós. Era el alba.
-Hijo. Y es noche. Y no has vuelto.


(de Cancionero de pena y luna)


III


Daba la tarde su sonancia tarda
O un no sé qué o más bien un aire ausente
Cuando ya es triste y triste y dulcemente
Digo cuando regresa sola y parda


Cuando ya nadie y nada nos aguarda
Dime por qué tan dulce y tristemente
Viene a apoyar su luz en mí o su frente
Más cuando la nostalgia me acobarda


Viene o se va su paso apenas suena
Siempre me da sin duda tanta pena
Y realmente no sé ni qué la diga


Debo reconocer que es oportuna
Que es bella ya lo dije y con su luna
Y no voy a negar que sea mi amiga

(de A eso de la tarde, 1961)

IV


Canto: aquí te agradezco tu tarea;
Que con su tesonera compañía,
Redondeamos, aquí, nuestra odisea.


Has dicho, bien o mal, lo que sentía
Mi pecho, y lo que el pulso me dictaba;
Y lo que en cada arteria me latía.


Eso que por las sienes me rondaba,
Y me tuvo febril, y apresurado:
La deuda que mi tierra me cobraba:


La que yo ni un minuto había olvidado:
Mas tuve que aguardar que se cumpliera
Mi tiempo, el de cumplir con lo pactado.


Y no dejar que al paso nos saliera,
Puntualísima sombra comedida
Que el campo nos ganara, delantera.


Pero al fin decidimos la partida;
Y si hallamos más de un inconveniente
Lo afrontó nuestra mano, decidida.


Nos asistió la luz con su aliciente.
Por las limpias llanuras galopamos;
Junto a trigales altos, finalmente.


Nos enfrentamos, lindo, con los amos:
Canto, con qué llaneza, las verdades
Que se merecen, francos, les cantamos.


Y si soñamos, fue con realidades.

(de Sueño y retorno de un campesino, 1951)


V


Hay una lluvia un silencio
y todavía hay un álamo
y la palabra madre que se empeña
en remontar los años.


Qué madrugada asoma
con frescor mágico
al solo silbo
de un pájaro.


Lo tengo y no lo tengo
eso sí tan a mano
y es mío en todo caso
el nítido relámpago.

(de Enveses y otros reveses, México, 1981)


VI / Del mapa de mi infancia


Es un verde de campo a flor de trébol
Que no es lo mismo decir de tréboles en flor
Mejor un verdor de lámina y temblor
Y yo parado en medio muchachito feliz


Fue lejos y hace mucho pero heme hoy y allí
Pues estoy recordando echado en la distancia
En una lejanía tal de espacios y de tiempos
Que estoy como el que escucha recostado en el suelo
Un paso de jinetes durante muchas leguas


Y es un verde tan tierno que me parece ver
Que es él que lame la mansedumbre de unas vacas
Y no la lengua de éstas sumergidas en él


Es lejos y hace tiempo pero es un verde fiel

(de Tierra perdida, 1959)


Aquella vez y allá cuando solía

Aquella vez y allá cuando solía

Allá y aquella vez tengo presente
Pero es sólo un recuerdo solamente
Lo que se dice fue quién lo diría

Un tiempo nadie nunca lo sabría
Una vez y un allá que hay en mi frente
Un allá y una vez lejanamente
El entones y el donde que decía

Sucede alguna vez de tal manera
Sucede que sucede entonces era
Allá donde te dije que recuerdo

Sin duda qué sé yo pero es el caso
Que lo tengo presente paso a paso
Donde ay tanta cosa olvido y pierdo.


Allá donde las lagunas son el cielo 

Allá donde las lagunas son el cielo 
Tuve mi vacación de vacas verdes
El viento era un caballo sin escalas
Y yo me le sentaba firme al flete

El sol
Era un melón
La tarde
Una sandía
Y la vida
La vida una pura gana
De morder y morder manzanas

Pero de esto hace mucho tiempo.



Juab Cunha, poeta uruguayo nacido en Sauce de Illescas en 1910.
Inició su actividad literaria en plena adolescencia. Autodidacta, desarrolló parte de su obra con elementos del surrealismo, mezclando estrofas clásicas con un estilo propio que identificó siempre sus versos.
Su amplia obra poética se inició en 1929 con el libro  "El Pájaro que vino de la noche", seguido entre otros de  
"Guardián oscuro" en 1937,.
Falleció en Montevideo en 1985. 

domingo, 21 de mayo de 2017

Cuento simbólico

                                                              José Enrique Rodó

Encuentro el símbolo de lo que debe ser nuestra alma en un cuento que evoco de un empolvado rincón de mi memoria. -Era un rey patriarcal, en el Oriente indeterminado e ingenuoo donde gusta hacer nido la alegre bandada de los cuentos. Vivía su reino la candorosa infancia de las tiendas de Ismael y los palacios de Pilos. La tradición le llamó después, en la memoria de los hombres, el rey hospitalario. Inmensa era la piedad del rey. A desvanecerse en ella tendía, como por su propio peso, toda desventura. A su hospitalidad acudían lo mismo por blanco pan el miserable que el alma desolada por el bálsamo de la palabra que acaricia. Su corazón reflejaba, como sensible placa sonora, el ritmo de los otros. Su palacio era la casa del pueblo. -Todo era libertad y animación dentro de este augusto recinto, cuya entrada nunca hubo guardas que vedasen. En los abiertos pórticos, formaban corro los pastores cuando consagraban a rústicos conciertos sus ocios; platicaban al caer la tarde los ancianos; y frescos grupos de mujeres disponían, sobre trenzados juncos, las flores y los racimos de que se componía únicamente el diezmo real. Mercaderes de Ofir, buhoneros de Damasco, cruzaban a toda hora las puertas anchurosas, y ostentaban en competencia, ante las miradas del rey, las telas, las joyas, los perfumes. Junto a su t¡ono reposaban los, abrumados peregrinos. Los pájaros se citaban al mediodía para recoger las migajas de su mesa; y con el alba, los niños llegaban en bandadas bulliciosas al pie del lecho en que dormía el rey de barba de plata y le anunciaban la presencia del sol. -Lo mismo a los seres sin ventura que a las cosas sin alma alcanzaba su liberalidad infinita. La Naturaleza sentía también la atracción de su llamado generoso; vientos, aves y plantas parecían buscar, -como en el mito de Orfeo y en la leyenda de San Francisco de Asís,- la amistad humana en aquel oasis de hospitalidad. Del germen caído al acaso, brotaban y florecían, en las junturas de los pavimentos y los muros, los alhelíes de las ruinas, sin que una mano cruel los arrancase ni los hollara un pie maligno. Por las francas ventanas se tendían al interior de las cámaras del rey las enredaderas osadas y curiosas. Los fatigados vientos abandonaban largamente sobre el alcázar real su carga de aromas y armonías. Empinándose desde el vecino mar, como si quisieran ceñirle en un abrazo, le salpicaban las olas con su espuma. Y una libertad paradisial, una inmensa reciprocidad de confianzas, mantenían por donde quiera la animación de una fiesta inextinguible...
Pero dentro, muy dentro; aislada del alcázar ruidoso por cubiertos canales; oculta a la mirada vulgar -como la "perdida iglesia" de Úhland en lo esquivo del bosque- al cabo de ignorados senderos, una misteriosa sala se extendía, en la que a nadie era lícito poner la planta, sino al mismo rey, cuya hospitalidad se trocaba en sus umbrales en la apariencia de ascético egoísmo. Espesos muros la rodeaban. Ni un eco del bullicio exterior; ni una nota escapada al concierto de la Naturaleza, ni una palabra desprendida de los labios de los hombres, lograban traspasar el espesor de los sillares de pórfido y conmover una onda del aire en la prohibida estancia. Religioso silencio velaba en ella la castidad del aire dormido. La luz, que tamizaban esmaltadas vidrieras, llegaba lánguida, medido el paso por una inalterable igualdad, y se diluía, como copo de nieve que invade un nido tibio, en la calma de unambiente celeste. Nunca reinó tan honda paz; ni en océanica gruta, ni en soledad nemorosa. -Alguna vez -cuando la noche era diáfana y tranquila,- abriéndose a modo de dos valvas de nácar la artesonada techumbre, dejaba cernerse en su lugar la magnificencia de las sombras serenas. En el ambiente flotaba como una onda indisipable la casta esencia del nenúfar, el perfume sugeridor del adormecimiento penseroso y de la contemplación del propio ser. Graves cariátides custodiaban las puertas de marfil en la actitud del silenciario. En los testeros, esculpidas imágenes hablaban de idealidad, de ensimismamiento, de reposo ... -Y el viejo rey aseguraba que, aun cuando a nadie fuera dado acompañarle hasta allí, su hospitalidad seguía siendo en el misterioso seguro tan generosa y grande como siempre, sólo que los que él congregaba dentro de sus muros discretos eran convidados impalpables y huéspedes sutiles. En él soñaba, en él se libertaba de la realidad, el rey legendario; en él sus miradas se volvían a lo interior y se bruñían en la meditación sus pensamientos como las guijas lavadas por la espuma; en él se desplegaban sobre su noble frente las blancas alas de Psiquis ... Y luego, cuando la muerte vino a recordarle que él no había sido sino un huésped más en su palacio, la impenetrable estancia quedó clausurada y muda para siempre; para siempre abismada en su reposo infinito; nadie la profanó jamás, porque nadie hubiera osado poner la planta irreverente allí donde el viejo rey quiso estar solo con sus sueños y aislado en la última Thule de su alma.
Yo doy al cuento el escenario de vuestro reino interior. Abierto con una saludable liberalidad, como la casa del monarca confiado, a todas las corrientes del mundo, exista en él, al mismo tiempo, la celda escondida y misteriosa que desconozcan los huéspedes profanos y que a nadie más que a la razón serena pertenezca. Sólo cuando penetréis dentro del inviolable seguro podréis llamaros, en realidad, hombres libres.

EL BARCO QUE PARTE

Mira la soledad del mar. Una línea impenetrable la cierra, tocando al cielo por todas partes menos aquella en que el límite es la playa. Un barco, ufano el porte, se aleja, con palpitación ruidosa, de la orilla. Sol declinante; brisa que dice "¡vamos!"; mansas nubes. El barco se adelanta, dejando una huella negra en el aire, una huella blanca en el mar. Avanza, avanza, sobre las ondas sosegadas. Llegó a la línea donde el mar y el cielo se tocan. Bajó por ella. Y a sólo el alto mástil aparece; ya se disipa esta última apariencia del barco. ¡Cuán misteriosa vuelve a quedar ahora la línea impenetrable! ¿Quién no la creyera, allí dondé está, término real, borde de abismo? Pero tras ella se dilata el mar, el mar imnenso; y más hondo, más hondo, el mar inmenso aún; y luego hay tierras que limitan, por el opuesto extremo, otros mares; y nuevas tierras, y otras más, que pinta el sol de los distintos climas y donde alientan variadas castas de hombres: la estupenda extensión de las tierras pobladas y desiertas, la redondez sublime del mundo. Dentro de esta intensidad, hállase el puerto para donde el barco ha partido. Quizás, llegado a él, tome después caminos diferentes entre otros puntos de ese campo infinito, y ya no vuelva nunca, cual si la misteriosa línea que pasó fuese de veras el vacío en donde todo acaba ...

Pero he aquí que, un día, consultando la misma línea misteriosa, ves levantarse un jirón flotante de humo, una bandera, un mástil, un casco de aspecto conocido... ¡Es el barco que vuelve! Vuelve, como el caballo fiel a la dehesa. Acaso más pobre y leve que al partir; acaso herido por la perfidia de la onda; pero acaso también, sano y colmado de preciosas cosechas. Tal vez, como en alforjas de su potente lomo, trae el tributo de los climas ardientes: aromas deleitables, dulces naranjas, piedras que lucen como el sol, o pieles suaves y vistosas. Tal vez, a trueque de las que llevaba, trae gentes de más sencillo corazón, de voluntad más recia y brazos más robustos. ¡Gloria y ventura al barco! Tal vez, si de más industriosa parte procede, trae los forjados hierros que arman para el trabajo la mano de los hombres; la tejida lana; el metal rico, en las redondas piezas que son el acicate del mundo; tal vez trozos de mármol y de bronce, a que el arte humano infundió el soplo de la vida, o mazos de papel donde, en huellás de diminutos moldes, vienen pueblos de ideas. ¡Gloria, gloria y ventura, al barco!

***

Fija tu atención, por breve espacio, un pensamiento; lo apartas de ti, o él se desvanece por sí mismo; no lo divisas más; y un día remoto reaparece a pleno sol de tu conciencia, transfigurado en concepción orgánica y madura, en convencimiento capaz de desplegarse con toda fuerza de dialéctica y todo ardimiento de pasión.

Nubla tu fe una leve duda; la ahuyentas, la disipas; y cuando menos la recuerdas, torna de tal manera embravecida y reforzada, que todo el edificio de tu fe se viene, en un instante y para siempre, al suelo.

Lees un libro que te hace quedar meditabundo; vuelves a confundirte en el bullicio de las gentes y las cosas; olvidas la impresión que el libro te causó; y andando el tiempo, llegas a avenguar que aquella lectura, sin tú removerla voluntaria y reflexivamente, ha labrado de tal modo dentro de ti, que toda tu vida espiritual, se ha impregnado de ella y se ha modificado según ella.

Experimentas úna sensación; pasa de ti; otras comparecen que borran su dejo y su memoria, como una ola quita de la playa las huellas de la que la precedió; y un día que sientes que una pasión, inmensa y avasalladora, rebosa de tu alma, induces que de aquella olvidada sensación partió una oculta cadena de acciones interiores, que hicieron de ella el centro obedecido y amparado por todas las fuerzas de tu ser; como ese tenue rodrigón de un hilo, a cuyo alrededor se ordenan dócilmente las lujuriosas pompas de la enredadera.

Todas estas cosas son el barco que parte, y desaparece, y vuelve cargado de tributos.


DECIR LAS COSAS BIEN...

Decir las cosas bien, tener en la pluma el don exquslto de la gracia y en el pensamiento la inmaculada linfa de luz donde se bañan las ideas para aparecer hermosas, ¿no es una forma de ser bueno?... La caridad y el amor ¿no pueden demostrarse también concediendo a las almas el beneficio de una hora de abandono en la paz de la palabra bella; la sonrisa de una frase armoniosa; el "beso en la frente" de un pensamiento cincelado; el roce tibio y suave de una imagen que toca con su ala de seda nuestro espíritu?
La ternura para el alma del niño está, así como en el calor del regazo, en la voz que le dice cuentos de hadas; sin los cuales habrá algo de incurablemente yermo en el alma que se forme sin haberlos oído. Pulgarcito es un mensajero de San Vicente de Paul. Barba Azul ha hecho a los párvulos más beneficios que Pestalozzi. La ternura para nosotros, que sólo cuando nos hemos hecho despreciables dejamos enteramente de parecernos a los niños, suele estar también en que se nos arrulle con hemosas palabras. Como el misionero y como la Hermana, el artista cumple su obra de misericordia. Sabios: enseñadnos con gracia. Sacerdotes: pintad a Dios con pincel amable y primoroso, y a la virtud en palabras llenas de armonía. Si nos concedéis en forma fea y desapacible la verdad, eso equivale a concedernos el pan con malos modos. De lo que creéis la verdad ¡cuán pocas veces podéis estar absolutamente seguros! Pero de la belleza y el encanto con que lo hayáis comunicado, estad seguros que siempre vivirán.
Hablad con ritmo; cuidad de poner la unción de la imagen sobre la idea; respetad la gracia de la forma ¡oh pensadores, sabios, sacerdotes! y creed que aquellos que os digan que la Verdad debe presentarse en apariencias adustas y severas son amigos traidores de la Verdad.

EL HECHO NIMIO Y LA INVENCIÓN

En el descubrimiento, en la invención, en el zarpazo con que aferra su presa la atención hipertrófica que, perenne en el fondo de un espíritu espía el movimiento de la realidad, a modo de pupila felina, dilatada en la sombra, aguardando el paso de la víctima, el hecho nimo ¡cómo se agiganta y vuelve glorioso!... La manzana de Newton, la lámpara de Galileo, no son sino moldes de una inicial con que comienzan muchas páginas en la historia del espíritu humano. Una marmita cuya tapa se mueve a impulsos del vapor pone a Worcester sobre las huellas de la fuerza con que más tarde humillará al espacio la locomotora. Un papel que, por encima de una llama se sostiene y sube en el aire, inspira a los Montgolfier el principio de la navegación aérea. Haüy deja caer involuntariamente unos prismas de espato al suelo de su laboratorio, observa cómo se parten en pedazos simétricos, y descubre las leyes de la cristalografía. Un burgomaestre de Brujas, Luis de Bárken, frota, por pueril distración, un diamante con otro, y acierta así con el pulimento y la talla de la más noble de las piedras. El caballero de Meré consulta sobre el juego de dados a Pascal; y con su respuesta, Pascal funda el cálculo de probabilidades. En la invención artística, igual grandeza de la pequeñez apresada por las garras de la observación. Leonardo no halla modo de figurar como quiere al Judas de La Cena; repara un día, yendo por la calle, en la postura de un gañán, y la forma con que en vano soñaba se le imprime en los ojos. Milton asiste, de viaje por Italia, al retablo de un titiritero y allí germina en su mente sublime la concepcion de El Paraíso perdido.


EL MEDIADOR Y EL ESCLAVO

... Pasó que, huésped en una casa de campo de Megara, un prófugo de Atenas, acusado de haber pretendido llevarse bajo el manto, para reliquia de Sócrates, la copa en que bebían los reos la cicuta, se retiraba a meditar, al caer las tardes, a lo esquivo de extendidos jardines, donde sombra y silencio consagraban un ambiente propicio a la abstracción. Su gesto extático algo parecía asir en su alma: dócil a la enseñanza del maestro, ejercitaba en sí el desterrado la atención del conocimiento propio.
Cerca de donde él meditaba, sobre un fondo de sauces melancólicos, un esclavo, un vencido de Atenas misma o de Corinto, en cuyo semblante el envilecimiento de la servidumbre no había alcanzado a desvanecer del todo un noble sello de naturaleza, se ocupaba en sacar agua de un pozo para verterla en una acequia vecina. Llegó ocasión en que se encontraron las miradas del huésped y .. el esclavo. Soplaba el viento de la Libia, producidor de fiebres y congojas. Abrasado por su aliento, el esclavo, después de mirar cautelosamente en derredor, interrumpió su tarea, dejó caer los brazos extenuados, y abandonando sobre el brocal de piedra, como sobre su cruz, el cuerpo flaco y desnudo: "Compadéceme - dijo al pensador-, compadéceme si eres capaz de lágrimas, y sabe, para compadecerme bien, que ya apenas queda en mi memoria rastro de haber vivido despierto, sino es en este mortal y lento castigo. ¡Ve cómo el surco de la cadena que suspendo, abre las carnes de mis manos; ve cómo mis espaldas se encorvan! Pero lo que más exacerba mi martirio es que, cediendo a una fascinación que nace del tedio y el cansancio, no soy dueño de apartar la mirada de esta imagen de mí que me pone delante el reflejo del agua cada vez que encaramo sobre el brocal el cubo del pozo. Vivo mirándola, mirándola, más petrificado, en realidad, que aquella estatua cabizbaja de Hipnos, porque ella sólo a ciertas horas de sol tiene los ojos fijos en su propia sombra. De tal manera conocí mi semblante casi infantil, y veo hoy esta máscara de angustia, y veré cómo el tiempo ahonda en la máscara las huellas de su paso, y cómo se acercan y la tocan las sombras de la muerte... Sólo tú, hombre extraño, has logrado desviar algunas veces la atención de mis ojos con tu actitud y tu ensimismamiento de esfinge. ¿Sueñas despierto? ¿Maduras algo heroico? ¿Hablas a la callada con algún dios que te posee? ... ¡Oh, cómo envidio tu concentración y tu quietud! ¡Dulce cosa debe ser la ociosidad que tiene espacio para el vagar del pensamiento!" "No son estos los tiempos de los coloquios con los dioses, ni de las heroicas empresas -dijo el meditador-; y en cuanto a los sueños deleitosos, son pájaros que no hacen nido en cumbres calvas ... Mi objeto es ver dentro de mí. Quiero formar cabal idea y juicio de éste que soy yo, de éste por quien merezco castigo o recompensa ... ; y en tal obra me esfuerzo y peno más que tú. Por cada imagen tuya que levantas de lo hondo del pozo, yo levanto también de las profundidades de mi alma una imagen nueva de mí mismo; una imagen contradictoria con la que la precedió, y que tiene por rasgo dominante un acto, una intención, un sentimiento, que cada día de mi vida presenta, como cifra de su historia, al traerle al espejo de la conciencia bruñida por la soledad; sin que aparezca nunca el fondo estable y seguro bajo la ondulación de estas imágenes que se suceden. He aquí que parece concretarse una de ellas en firmes y preciosos contornos; he aquí que un recuerdo súbito la hiere, y como las formas de las nubes, tiembla y se disipa. Alcanzaré al extremo de la ancianidad; no alcanzaré al principio de la ciencia que busco. Desagotarás tu pozo; no desagotaré mi alma. ¡Esta es la ociosidad del pensamiento!"... Llegó un rumor de pasos que se aproximaban; volvió el esclavo a su faena, el desterrado a lo suyo; y no se oyó más que la áspera quejumbre de la garrucha del pozo, mientras el sol de la tarde tendía las sombras alargadas del meditador y el esclavo, juntándolas en un ángulo cuyo vértice tocaba al pie de la estatua cabizbaja de Hipnos.

LA INSCRIPCIÓN DEL FARO DE ALEJANDRÍA

El primero y más grande de los Tolomeos se propuso levantar, en la isla que tiene a su frente Alejandría, alta y soberbia torre, sobre la que una hoguera siempre viva fuese señal que orientara al navegante y simbolizase la luz que irradiaba de la ilustre ciudad. Sóstrato, artista capaz de un golpe olímpico, fue el llamado para trocar en piedra aquella idea. Escogió blanco mármol; trazó en su mente el modelo simple, severo y majestuoso. Sobre la roca más alta de la isla echó las bases de la fábrica, y el mármol fué lanzado al cielo mientras el corazón de Sóstrato subía de entusiasmo tras él. Columbraba allá arriba, en el vértice que idealmente anticipaba: la gloria. Cada piedra, un anhelo; cada forma rematada, un deliquio. Cuando el vértice estuvo, el artista, contemplando en éxtasis su obra, pensó que había nacido para hacerla. Lo que con genial atrevimiento había creado, era el Faro de Alejandría, que la antigüedad contó entre las siete maravillas del mundo. Tolomeo, después de admirar la obra del artista, observó que faltaba al monumento un último toque, y consistía en que su nombre de rey fuera esculpido, como sello que apropiase el honor de la idea, en encumbrada y bien visible lápida. Entonces Sóstrato, forzado a obedecer, pero celoso en su amor por el prodigio de su genio, ideó el modo de que en la posteridad, que concede la gloria, fuera su nombre y no el del rey el que leyesen las generaciones sobre el mármol eterno. De cal y arena compuso para la lápida de mármol una falsa superficie y sobre ella extendió la inscripción que recordaba a Tolomeo; pero debajo, en la entraña dura y luciente de la piedra, grabó su propio nombre. La inscripción que durante la vida del Mecenas fue engaño de su orgullo, marcó luego las huellas del tiempo destructor; hasta que un día, con los despojos del mortero, voló, hecho polvo vano, el nombre del príncipe. Rota y aventada la máscara de cal, se descubrió, en lugar del nombre del príncipe, el de Sóstrato, en gruesos caracteres, abiertos con aquel encarnizamiento que el deseo pone en la realización de lo prohibido. Y la inscripción vindicadora duró cuanto el mismo monumento; firme como la justicia y la verdad; bruñida por la luz de los cielos en su campo eminente; no más sensible que a la mirada de los hombres, al viento y a la lluvia.
***
Un arranque de sinceridad y libertad que te lleve al fondo de tu alma, fuera del yugo de la imitación y la costumbre, fuera de la sugestión persistente que te impone modos de pensar, de sentir, de querer, que son como el ritmo isócrono del paso del rebaño, puede hacer en ti lo que la obra justiciera del tiempo verificó en la inscripción de la torre de Alejandría. Deshecho en polvo leve, caerá de la superficie de tu alma cuanto es allí vanidad, adherencia, remedo; y entonces, acaso por primera vez, conocerás la verdad de ti mismo. Despertarás como de un largo sueño de sonámbulo.

EL FRISO DEL PARTENÓN

Henos aquí en Atenas. El Cerámico abre espacioso cauce a ingente muchedumbre, que, en ordenada procesión, avanza hacia la ciudad, que no trabaja; se interna en ella; la recorre por donde es más hermosa y pulcra, y trepa, la falda del Acrópolis. En lo alto, en el Partenón, Palas Atenea aguarda el homenaje de su pueblo: es la fiesta que le está consagrada.
Ves desfilar los magistrados, los sacerdotes, los músicos; ves aparecer doncellas que llevan ánforas y canastas rituales, graciosamente asentadas sobre la cabeza con apoyo del brazo. Pero allí, tras el montón de bueyes lucios, escogidos, que marchan a ser sacrificados a la diosa; allí, precediendo a esa gallarda legión de adolescentes, ya a pie, ya en carros, ya a caballo, que entonan belicoso himno, ¿no percibes un concierto venerable de formas y movimientos semejantes a las notas de una música sagrada que se escuchase con los ojos; no ves pintarse un cuadro majestuoso y severo: cuadro viviente, del que se desprende una onda de gravedad sublime, en que se embebe el alma como en la mirada serenante de un dios?... Grandes y firmes estatuas; acompasada marcha en que la lentitud del movimiento no acusa punto de debilidad ni de fatiga; frentes que dicen majestad, reposo, nobleza, y en las que el espacio natural se ha dilatado a costa de una parte de cabello blanquísimo, que cae en ondas en dirección a las espaldas, levemente encorvadas; ojos lejanos, por lo abismados en las órbitas; olímpicos, por el modo de mirar; barbas que velan en difusa esclavina la rotundidad del pecho anchuroso... ¿qué selección divina ha constituído ese coro de hermosura senil, donde la mirada se alivia del fulgor de juventud radiante que recoge si atiende a la multitud que viene luego? Cada tribu del Ática ha contribuído a él con sus ancianos más hermosos; Atenas las ha invitado a este concurso; Atenas premiará a la que más hermosos los envíe; y coronando el espectáculo en que parece reunir cuanto hay de bello y noble en la existencia, para ostentarlo ante su diosa, señala así en la ancianidad el don de una belleza genérica, que es, en lo plástico, correspondencia de una belleza ideal, propia también y diferenciada de la que conviene a la idea de la juventud, en la sensibilidad, en la voluntad y en el entendimiento.

MIRANDO JUGAR A UN NIÑO

... A menudo se oculta un sentido sublime en un juego de niño. - SCHILLER: Thecla. Voz de un espíritu..
Jugaba el niño en el jardín de la casa con una copa de cristal que, en el límpido ambiente de la tarde, un rayo de sol tornasolaba como un prisma. Manteniéndola, no muy firme, en una mano, traía en la otra un junco con el que golpeaba acompasadamente en ella. Después de cada toque, inclinando la graciosa cabeza, quedaba atento, mientras las ondas sonoras, como nacidas de vibrante trino de pájaro, se desprendían del herido cristal y agonizaban suavemente en los aires. Prolongó así su improvisada música hasta que, en un arranque de volubilidad, cambió el motivo de su juego: se inclinó a tierra, recogió en el hueco de ambas manos la arena limpia del sendero y la fue vertiendo en la copa hasta llenarla. Terminada esta obra, alisó, por primor, la arena desigual de los bordes. No pasó mucho tiempo sin que quisiera volver a arrancar al cristal su fresca resonancia: pero el cristal, enmudecido, como si hubiera emigrado un alma de su diáfano seno, no respondía más que con un ruido de seca percusión al golpe del junco. El artista tuvo un gesto de enojo para el fracaso de su lira. Hubo de verter una lágrima, mas la dejó en suspenso. Miró, como indeciso, a su alrededor; sus ojos húmedos se detuvieron en una flor muy blanca y pomposa, que a la orilla de un cantero cercano, meciéndose en la rama que más se adelantaba, parecía rehuir la compañía de las hojas, en espera de una mano atrevida. El niño se dirigió, sonriendo, a la flor; pugnó por alcanzar hasta ella; y aprisionándola, con la complicidad del viento que hizo abatirse por un instante la rama, cuando la hubo hecho suya la colocó graciosamente en la copa de cristal, vuelta en ufano búcaro, asegurando el tallo endeble merced a la misma arena que había sofocado el alma musical de la copa. Orgulloso de su desquite, levantó, cuan alto pudo, la flor entronizada, y la paseó, como en triunfo, por entre la muchedumbre de las flores.
***
¡Sabia, candorosa filosofía! -pensé-. Del fracaso cruel no recibe desaliento que dure, ni se obstina en volver al goce que perdió; sino que de las mismas condiciones que determinaron el fracaso, toma la ocasión de nuevo juego, de una nueva idealidad, de nueva belleza ... ¿No hay aquí un polo de sabiduría para la acción? ¡Ah, si en el transcurso de la vida todos imitáramos al niño! ¡Si ante los límites que pone sucesivamente la fatalidad a nuestros propósitos, nuestras esperanzas y nuestros sueños, hiciéramos todos como él!... El ejemplo del niño dice que no debemos empeñamos en arrancar sonidos de la copa con que nos embelesamos un día, si la naturaleza de las cosas quiere que enmudezca. Y dice luego que es necesario buscar, en derredor de donde entonces estemos, una reparadora flor; una flor que poner sobre la arena por quien el cristal se tornó mudo... No rompamos torpemente la copa contra las piedras del camino, sólo porque haya dejado de sonar. Tal vez la flor reparadora existe. Tal vez está allí cerca... Esto declara la parábola del niño; y toda filosofía viril, viril por el espíritu que la anima, confirmará su enseñanza fecunda.

UN VUELO DE PÁJAROS

Allá, en el norte de América, hay una estupenda fuerza organizada; cuerpo en que participan dos naturalezas: manos de castor, testuz de búfalo; imperio por el poderío, república por la libertad. Este organismo es el resultado en que culminan sentimientos y hábitos que una raza histórica elaboró, del otro lado del Océano, en el transcurso de su desenvolvimiento secular. Pero a la raza le eran precisos nuevo ambiente, tierra nueva, y los tuvo. ¿Cómo fué que esta tierra quedó reservada para aquella simiente? ¿Qué hay en la base de esa montaña de la voluntad, pueblo de nuevas magias y prodigios, que, donde no amor, inspira admiración, y donde no admiración, inspira asombro? Hay un vuelo de pájaros.
Sesenta días después de la partida, las naves de Colón cortaban el desierto mar con rumbo al Occidente. Quietas las aguas. Nada en el horizonte, igual y mudo, como juntura de unos labios de esfinge. Tedio y enojo en el corazón de la plebe. La fe del visionario hubiera prolongado aquel rumbo a lo infinito, sin sombra de cansancio; y bastaba que lo prolongase sólo algunos días para que las corrientes le llevaran a tierra más al norte del Golfo Sujetaba apenas las iras de su gente, cuando he aquí que, una tarde, Alonso Pinzón, escrutando la soledad porfiada, ve levantarse, sobre el fondo de oro del crepúsculo, una nube de pájaros que inclina la curva de su vuelo al sudoeste y se abisma de nuevo en la profundidad del horizonte. Tierra había, sin duda, allí donde, al venir la noche, se asilaban los pájaros: las naves, corrigiendo su ruta, tomaron al instante la dirección que les marcaba aquel vuelo. Sin él, es fundada presunción de Wáshington Irving, que a la Carolina o la Virginia futuras, y no a la humilde Lucaya, hubiera tocado recibir el saludo de la flota gloriosa. Entonces, señoreado el pendón de Castilla del macizo inmenso de tierra que quita espacio a dos Océanos antes de estrecharse en la combada columna del suelo mejicano, fuera allí donde se desarrollara preferentemente la epopeya de los conquistadores, que llevó su impulso hacia el sur. Pero Wálter Raleigh, los Puritanos, la república, tuvieron, por amparo profético, el paso de unas aves. ¡Leve escudo de gigantes destinos! Si en el desenvolvimiento de esas ondas enormes de hechos e ideas, que marcan los rumbos de la historia, vuelos de pájaros deciden así del reparto y el porvenir de los imperios, ¡qué mucho que, con igual arbitrio sobre los hados de la existencia individual, vuelos de pájaros sean, a menudo, origen de cuanto la encumbra o abate; vuelos de pájaros el encendimiento del amor, la vocación del heroísmo, el paso de la dicha; vuelos de pájaros la gloria que se gana y la fe que se pierde!


José Enrique Rodó nació en Montevideo el 15 de julio de 1871 y falleció en Palermo (Sicilia) el 1º de mayo de 1917. La estatura de su prosa y la dimensión de su talento quedaron nítidamente establecidas ya en 1900, con la publicación de Ariel, el cual tuvo una resonancia amplísima en todo el ámbito de habla española, escritor y político, se convirtió en uno de los principales integrantes de la generación del 900.