Francisco Espínola
Paró la oreja Sosa al oír exclamar al desconocido:
-¡Qué lástima, qué lástima, que la gente sea tan
pobre!
Sosa ni caso había hecho cuando, media hora antes, vio
recortarse en la puerta del despacho de bebidas al escuálido forastero. Siguió
absorto en una sensación penosa que lo embargaba frecuentemente. Pero al rato,
cuando separado ya el pulpero oyó al otro cerrar la conversación con “¡Qué
lástima que la gente sea tan pobre!”, la sensación, de golpe, cambió de efecto.
Y comenzó a reconfortarlo algo así como un desahogo.
Con que extraña dulzura había sido pronunciada la
frase! Sin rabia, sin rencor... A nadie culpaba. Como si de las desgracias del
mundo los hombres no fueran responsables.
-¡Eso está bien!- se dijo para sus adentros Sosa.
Y le pareció que rozaba todo su cuerpo desmirriado,
como acariciándose a si mismo, contra un muro sin fin de largo y de color gris
pizarra.
Con interés afectuoso observó. El desconocido era casi
tan alto como él; y él era largo, de veras. Y, como él, flaco. Lampiño, y él
tenía bigote. De botas raídas, y él con alpargatas. Los pantalones, a lo mejor,
eran a media canilla, como los suyos. Pero con las botas, los extremos no se
veían.
-A ver caballero, ¿qué se va a servir?
El otro se tornó hacia Sosa y miró en derredor. El
invitado era él porque no había más nadie.
-Otra caña- respondió reposando en Sosa una mirada
tiernísima.
El patrón, negro, ya viejo, de encasquetado sombrero
muy copudo, sirvió sin decir palabra, llenó asimismo su gran “vaso particular”
y tornó con él al rincón donde, entre el mostrador y la desmantelada estantería,
sobre una pequeña mesa, escribía entre borrones la carta que cierta muchacha de
las mancebías le encargó para el amor que estaba preso. Además de sombrero
tenía lentes, el negro. Unos lentes de níquel, comprados de ocasión cuando el
vendedor le dijo a boca de jarro: “Usted lo que precisa es lentes”.
Si no se lo hubiera dicho así, de golpe... El negro,
desde su candidez tocada, aunque cabeceando un poco, sintió que no podía hacer
otra cosa que sacar el dinero...
-¿Es forastero el señor?
- Es verdá. Vengo de Santa Escilda. Y medio ando por
encontrar conchabo en la curtiembre de los Bastos.
-Buena gente, sin despreciar... ¡Salú!
Y alzó el vaso amarillo.
Entro un perrito a la taberna. Y tras él una mujer muy llamativamente acicalada que, mientras adquiría, buscó inútilmente con los ojos
la mirada de los que estaban allí.
-¡Este hombre es muy gente!- pensaba Sosa.
Y comprendió que estimaba al desconocido con un cariño
sin tiempo.
Cuando la joven se retiró sin haber conseguido ni por
un momento atraer la atención de los amigos, Sosa se había alejado un poco de
sus pensamientos, pues le andaban en la mente un carrito de pértigo y una yegua
tordilla sobre la cual se vio al momento salir del monte con una carga muy
grande. Con ahínco trató echar las imágenes por lo menos dentro del monte, otra
vez. Pero infructuosamente. Tuvo que volver, pues, con ellos, al hombre que
tenía la frente. Y dijo, al principio sin saber a dónde iría a parar; después,
desde una grave firmeza.
-Yo tengo un carro y una yegua, caballero... Me la
rebusco monteando y vendiendo leña en el centro.
Yo, el carro y la yegua estamos a la
disposición.
-Se agradece en lo que vale. ¡Salú!
Se alzaron los vasos inseguros.
Sobre el mostrador pendía la lámpara. Las sombras de
los amigos se acortaban. Ellos callaban. Bebían caña. Sosa sentía algo
imposible de expresar, pero que era como el desarrollo de aquél “¡Qué lástima,
qué lástima que la gente sea tan pobre!”, que le había hecho parar la oreja. O,
tal vez, era un “¡Qué lástima!” sólo, que crecía y embargaba todas las cosas
del mundo, y con ellas subía más allá de las nubes y las mostraba así,
desoladas, míseras, a alguien capaz, si mirara, de acomodarlas mejor.
Con el índice mesaba los pelos del bigote contra ambos
lados del labio.
Se oyó el pitar de un silbato. Otros, lejos, sonaron
también. De la calle llegaron voces. Y una voz de mujer, clara y metálica. Más
atrás, del fondo de la noche, ladridos. Y el jadeo de una locomotora.
El patrón, en un instante, al beber gran trago de caña, los miró fijo. Pero sin verlos, abstraído, inclinado a un costado el sombrerazo para rascarse las motas ya grises. Era que, escribiendo cada vez con más empeño lo que la muchacha le recomendara, se inquietó de súbito. Desde el principio de la escritura el corazón del negro se había ido conmoviendo secretamente. El nunca hizo cartas. No tenía a quien. Y esto que anotaba a pedido venía tan bien con lo que podía confiar a un amigo lejano, si lo tuviera, que, repitiendo un sorbo de caña, ponía sobre el papel, despacio, tembloroso, como algo íntimo: “Las cosas marchan muy mal. Viene muy poca gente. Ya los tiempos de antes no volverán nunca más...”
El patrón, en un instante, al beber gran trago de caña, los miró fijo. Pero sin verlos, abstraído, inclinado a un costado el sombrerazo para rascarse las motas ya grises. Era que, escribiendo cada vez con más empeño lo que la muchacha le recomendara, se inquietó de súbito. Desde el principio de la escritura el corazón del negro se había ido conmoviendo secretamente. El nunca hizo cartas. No tenía a quien. Y esto que anotaba a pedido venía tan bien con lo que podía confiar a un amigo lejano, si lo tuviera, que, repitiendo un sorbo de caña, ponía sobre el papel, despacio, tembloroso, como algo íntimo: “Las cosas marchan muy mal. Viene muy poca gente. Ya los tiempos de antes no volverán nunca más...”
El negro vaciló, parpadeando. Se alejaba de las
palabras de la muchacha.
Pero continuó por su cuenta, atraído como por una voz
que lo llamaba desde el fondo de su ser: “Y cuando no hay nada al lado, cuando
no hay nadie, nadie al lado, entonces se piensa en cuando la niñez. ¡Tan linda
que era!”
Algún recuerdo muy hundido fue tocado por esta frase,
pero la conciencia manoteó de nuevo, por suerte, la imagen de la muchacha, y,
con ello, las verdaderas palabras a revelar en la carta hicieron presente su
expectación. Lo que debía seguir era: “Voy a comprarme una pollera azul y un saquito
blanco...”.
Esto, pues, lo volvió por entero a la realidad. Allí
fue donde el negro quedó en desazón. Inclinó a un costado el sombrero. Sin
verlos, miró a los dos largos parroquianos. Dejó la pluma. Se quitó los lentes.
Llevó a los labios su gran “vaso particular”. La vista
le oscilaba.
-Otra vuelta, haga el bien.
Estaban bastante cargados. El tabernero sirvió y tornó
a su pequeña mesa.
Y por no recordar el acongojante giro que había tomado
la misiva, comenzó a turbarse con cosas menos embargadoras. Las manazas sobre
el manchado pliego de papel, ante el temor reciente y bienhechor a un pedido de
fiado o a una fuga intempestiva o a un seco “Aquí no pagamos nada y se acabó”,
él se puso en guardia.
-Yo en seguida me di cuenta, Juan Pedro, que usté era
una persona gente confiaba con ternura Sosa al que acababa de revelarle el
nombre.
Juan Pedro sonreía. Y posaba en su reciente amigo,
alto, flaco, pantalón muy por encima del tobillo –como el pantalón de él, sí,
si él no tuviera botas-, posaba una mirada tan dulce que casi no miraba nada.
Y vuelta a aparecérsele a Sosa el carro y la yegua
Tordilla. Y vuelta a llevarlos, ahora ufano y dichoso, hacia su compañero.
-Usté, Juan Pedro, cuando quiera la yegua, va a mi
casa y la saca. ¿Fuma otro, Juan Pedro?
Juan Pedro, ya con las manos muy torpes, lió un cigarrillo, encendió y dejó que saliera libremente, de toda la boca, el humo.
Juan Pedro, ya con las manos muy torpes, lió un cigarrillo, encendió y dejó que saliera libremente, de toda la boca, el humo.
-Usté, cuando la precise, va, no más, a mi casa y saca
la yegua... Y si yo no estoy, la saca lo mismo.
Vaciló. La realidad no daba más y su ardiente pasión quería más, todavía.
Vaciló. La realidad no daba más y su ardiente pasión quería más, todavía.
Y arrolló la realidad. Y salió al otro lado,
terriblemente amoroso, diciendo:
Y si la yegua no está... ¡usted la saca, lo mismo!
Esto de sacar la yegua aunque la yegua no estuviera,
conmovió hasta el estremecimiento a Juan Pedro. No advirtió que faltaría la
yegua. O le pareció que la yegua podría estar ó no estar. Porque lo cierto es
que ”si la yegua no está, la saca lo mismo”, se le quedó bien grabado y era lo
único que permanecía firme entre cosas que comenzaban a tambalearse.
Volvió a mirar a su amigo. Pero apenas si lo veía. Se
veía él, él solo, ya hasta la perenne sonrisa se le daba vuelta. Como si le
hubiera hecho convexa. Se quería a sí mismo, ahora, y ascendía en alas de su
amor, sobre los mundos.
Llevándose la mano a la cara, comenzó a acariciarse la
sonrisa.
-La yegua es suya, amigo Juan Pedro- seguía Sosa por
su lado, implacablemente generoso, con los ojos apagándosele.
Juan Pedro, que no pudo soportar sino por breve tiempo
su delirio, había posado otra vez en la tierra, ahora contrito. ¿Qué podía dar
él en retribución a aquel corazón fraterno? ¿O qué decir, al menos? Juan Pedro
tenía ganas de llorar. Cierto caballo de que una vez fue dueño de pronto se le
apareció y espantó su sonrisa. Lo vendió al llegar a Santa Escilda porque, por
desgracia, ¿para qué quería caballo en aquél pequeño villorrio? Cuando
comprendió para que lo quería –para quererlo, precisamente- era ya tarde. Se
había gastado la plata en las pulperías. Y el caballo zaino siguió con un
tropero hacia “La Tablada”, allá tan lejos. Y pasó de regreso, a los días. Y
volvió a cruzar como al mes. Hasta que caballo y tropero desaparecieron. ¡El,
él lo había vendido! ¡Aquel caballo amigo! Y el amigo pasaba y repasaba. Y él a
veces, no plata tenía para emborracharse a cada pasada. Y sobre todo cuando ya
no pasó más. Ni en un mes, ni en dos: nunca, nunca más.
-La yegua es suya...-¡No compañero! ¿La yegua no es
mía, es suya!- El negro, con inquietud, se acomodó el sombrero y, a una señal
de Sosa, trajo otra vuelta.
-Es suya digo.
-¡No, no, Sosa! ¡No, no! ¡Es suya!
-¡Es suya, amigo!
-¡No, Sosa, no!
Y la mirada se le mojaba de lágrimas.
-Vamos, compañero, la yegua es suya.
-¡No, no es mía; no es mía!
-Es que usté no me entiende lo que le quiero decir-
advirtió Sosa, por fin.
Bebió un trago, chupó, sin advertir que inútilmente,
la apagada colilla y explicó, recalcando las palabras:
-Yo, lo que le quiero decir, es que la yegua es suya.
Juan Pedro, vencido, abrió los brazos. Y los dos
amigos, tan altos y flacos, de botas el uno, de alpargatas el otro, se
estrecharon palmoteándose suavemente las espaldas, bajo los ojos del negro cuyo
espíritu había caído en la conversación como en un remolino y no hallaba nada
en que agarrarse.
Un indio que entraba desaprensivamente a la taberna se
detuvo bruscamente. Pero convencido de que aquello no era pelea, se aproximó al
mostrador, pidió y bebió sin respirar.
-¿Y qué es de esa preciosa vida?
-Bien, por el momento- contestó el negro después de un
silencio, porque la pregunta le tardó en llegar y la respuesta en salir.
De inmediato, sin embargo, tuvo la sensación de que lo
habían sacado como de un sumidero.
Salió el indio. Ya en la calle su voz se oyó entre
risotadas.
¡Como ladraban los perros, lejos desde el fondo de la
noche!
-¡Yo soy así! ¡Yo soy así!- sostenía Sosa golpeándose
el pecho frenético de dicha.
Ahora si lo había empezado a ver otra vez Juan Pedro.
Medio borroso, pero lo veía. Percibía el bigote de Sosa, sus pantalones por
encima del tobillo, sus alpargatas. ¡Era tan extraño aquello! El no le miraba
más que la parte superior del cuerpo. Y lo veía, sin embargo, hasta los
pantalones y las alpargatas.
Ya no podían más de caña.
-¿Qué le parece... si saliéramos... un poco... a
refrescarnos... y después volvemos... a tomar?
Juan Pedro aceptó con un cabeceo. El tabernero se caló
los lentes, echó atrás el sombrero y sumó. Sucesivas rectificaciones fueron
contraproducentes. A cada vez el resultado era distinto. Se sacó el sombrero.
Llevó al mostrador su “vaso particular” y le bebió el último sorbo. Su cabeza
de grises motas volvió a inclinarse. Después de aquel breve descanso se
resolvió a sumar por última vez y a tomar aquel resultado como definitivo. Con
la conciencia ya más firme dio a cada cual su vuelto. Pero perdió pie de nuevo
cuando oyó que Juan Pedro decía a su amigo Sosa:
-¿Vamos saliendo, Juan Pedro?
El espíritu del negro, quien ya se acomodaba otra vez
el sombrero, flotó un momento en el vacío. Y como el ventarrón a una hojita,
así se lo llevó lejos lo que, desde la puerta, al rodear con el brazo el cuello
de su camarada, exclamó Sosa:
-¡Cuidado, Sosa, cuidado con el escalón!
Sin mirar, el negro vio la mesa, el lapicero, la
carta. Y vio cruzar todo veloz. Y hundirse allá en el fondo de aquello donde
ladraban, ladraban los perros...
Se sacó le sombrero.
Francisco “Paco” Espínola, nació en San José. Desde muy joven se interesó por la escritura, tarea que comenzó con su oficio de periodista en periódicos de su ciudad. Tiempo después se trasladó a Montevideo e integró la Generación del Centenario. Se destacó como narrador oral, leyendo sus propios cuentos. Durante cincuenta años se dedicó a escribir cuentos, novelas, artículos, ensayos y obras teatrales.
(San José, 4 de octubre de 1901 - Montevideo, 26 de junio de1973)
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