Serafín J García
-Señor Comisario: el preso Almeida desea hablar con usted.
-Tráigalo a mi presencia, entonces. Pero con mucho cuidado, ¿eh? Ya sabe que se trata de un hombre muy peligroso.
El sargento Eloy Ramos inclinó la cabeza en señal de asentimiento, llevóse con torpeza la diestra a la visera del kepis y abandonó el despacho de su superior golpéandose las botas al caminar con la vaína del curvo y largo sable.
Instantes después retornaba conduciendo a Juan Almeida, un indiazo mal encarado, de lacio pelo negro y ojos como puñales.
-Déjeme solo con el preso, sargento. Y cierre la puerta, cuidando de que nadie se acerque a oir lo que hablamos.
-Muy bien, señor Comisario. Sus órdenes serán cumplidas al pie de la letra.
Apenas estuvieron solos en la habitación, el policía y el preso se miraron de hito en hito un instante, cual si procuraran escrutarse hasta los más secretos pensamientos.
Don Francisco Barboza, comisario a la sazón de la Cuarta Sección Rural de Treinta y Tres, era un criollo alto y enjuto, de nervios relampagueantes e inteligencia vivaz, con bien ganada fama de corajudo. Y no menores por cierto eran las mentas de Almeida, matrero que durante muchos meses tuviera en jaque a todas las policías del Departamento, y al que Barboza y sus hombres acababan de apresar el día anterior, tras enconada lucha.
-Hable con franqueza, amigo. ¿Qué pretende de mí?
-Algo que sólo puedo pedirle a un criollo de su laya.
-Diga de qué se trata.
-Quiero que me permita ir hasta mi rancho a ver a mi mujer, que está muy grave. Yo viajaba hacia allá cuando ustedes me salieron al cruce. De no haber sido así no me tendría usted preso.
-Lo que me pide es imposible, Almeida. De aquí sólo podrá usted salir con rumbo a la Jefatura, bajo celosa custodia y amarrado a la barriga de su caballo, como delincuente que es.
-Lo comprendo muy bien. Sé que en su carácter de comisario le queda mal ayudarme. Pero recurro al hombre, al gaucho de ley que es don Francisco Barboza. Con él he venido a hablar, de criollo a criollo.
-¿Y si fuera mentira lo que me está diciendo? ¿Si se tratara de un ardid para intentar escaparse?
Al preso pareció agolpársele toda la sangre en el cetrino rostro. Un súbito desasosiego le hizo temblar las manos.
-Yo no he mentido nunca, don Francisco. Se lo juro. Ese es mi único orgullo.
Hubo entre aquellos dos hombres un silencio tan breve como dramático. Barboza no apartaba sus ojos de los del matrero, que sostenía con firmeza la inquisitiva mirada. De pronto el comisario se puso de pie y habló de esta manera:
-Creo en su palabra, amigo. Y esta misma noche, sin que nadie lo sepa, lo acompañaré personalmente hasta su casa, para que vea a su mujer. Pero tenga presente que si lo que dice es falso lo mataré como a un perro.
-No habrá necesidad de hacerlo, don Francisco.
Concluida la entrevista, volvió el preso al calabozo, Y esa tarde el comisado licenció a todo el personal que estaba de servicio, sin darle explicaciones de ninguna especie, que tampoco nadie, por otra parte, se atrevió a pedir.
Apenas entrada la noche ensilló su caballo y el del preso, se vistió de civil y fue en busca de Almeida, al que quitó sus ligaduras y dejó en libertad total de movimientos.
-¿Cuántas leguas quedan de aquí a su rancho? -preguntó.
-Poco más de tres, rumbo a las Sierras del Yerbal.
-Vamos de prisa, entonces, porque tenemos que estar de regreso antes del amanecer.
Momentos después cabalgaban los dos hombres, apareados los fletes, y desaparecían en la solitaria noche campesina.
Era verdad lo que había dicho Almeida. Llegaron con el tiempo necesario apenas para que éste pudiera besar a su mujer, que ya se estaba muriendo, e instruir a los familiares presentes acerca del destino a dar a sus pequeños hijos. Y antes del amanecer estuvieron de regreso los dos hombres en la comisaría.
El insólito caso trascendió, pese al deseo en contrario de Barboza, que le restaba importancia, y que cuando alguien se lo recordaba, años más tarde, limitábase a decir sencillamente:
-Ya ven lo que le puede ocurrir a un criollo metido a comisario.
El 5 de junio de 1905, en el paraje de Cañada Grande –departamento de Treinta y Tres– nació Serafín J. García, considerado como uno de los más destacados exponentes de la literatura gauchesca. Siendo sus padres Serafín García Minuano y doña Sofía Correa, fue bautizado con el nombre de Serafín José García.(1985)
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