martes, 27 de septiembre de 2016

A una rosa



                                               Carlos Maggi

El reloj corre, las obligaciones vuelan, la ciudad se apura tanto que ya no da tiempo. Y es importante que las cosas den tiempo. Nada pueden regalarnos que sea mejor, porque el hambre de tiempo es nuestro apetito esencial. A la larga o a la corta -siempre es a la corta- todos morimos muertos de ganas de consumir tiempo. El hombre es el único ser insaciable de él, y sin embargo, esta velocidad matadora ya no da tiempo a nada.
Sólo las flores, que se sorprenden de encontrarse nacidas en medio de la ciudad, pueden crear tiempo entre tanta piedra, entre tanta indiferencia y rapidez.
Desde muy remotas épocas, el hombre sintió nacer en sí un extraño agradecimiento hacia las flores; pensaba que les debía belleza y por eso las hacía entrar en sus metáforas de hermosura, las hacía símbolos de arte, ejemplo de desinterés estético. Y sin embargo, es evidente que el fuego es más lujurioso que cualquiera de ellas, y el agua más inocente, y el mar más asombroso y las estrellas más perfectas. Pese a esto había en las flores, algo superior a su forma y color y perfume, algo más secreto que enamoraba el ánimo: su ensimismada fragilidad, de donde nace tiempo. Cada flor suena en el aire como una nota de violín, su gracia y su frescura existen porque se siente que están próximas a desaparecer, porque no pueden conservarse. Así, cada flor muestra desnuda la corriente de tiempo que la atraviesa; y esa es su gala: ser cristal del tiempo. Ajena a todo, medita inmóvil la flor, canta en un solo grito su felicidad de existir intensamente y su luz vibra en el aire avisando que allí reside un paraíso fugaz, un tiempo que se termina...
La ciudad es de piedra impenetrable al tiempo, apenas si la erosión le cae encima como la lluvia. La ciudad es parte del planeta y gira con él en el espacio mineral de la astronomía.
La flor es carne indefensa, íntima y aguda fiesta de tiempo, parte alborozada de la vida, brote de esa brevedad y placer que envuelven prodigiosamente al mundo como un polvillo increíble, venido del otro mundo.

No es una casualidad que se envíen flores para agasajar, para testimoniar amor, amistad, admiración. No es una casualidad que las flores nos acompañen en los banquetes, en los casamientos, en los triunfos. Y llevarle flores a los muertos es la forma más desgarradora del llanto. Ellas llevan sobre su piel -casi dejándola escapar- la inapresable, la menguante sustancia de nuestro ser, nuestro alimento supremo, nuestra única y deliciosa creación: la maravilla del tiempo; el bien que perdieron los muertos a quienes lloramos.
Llevarle flores a nuestros muertos es acercarles el tiempo que tenemos entre las manos y que sin embargo no les podemos dar.
El hombre puede cortar y combinar trozos de materia, el hombre puede discriminar y percibir pensamientos, pero ni aún este animal exquisito puede agregar al mundo un átomo de algo, ni una relación que ya no existiera. Sólo una empresa divina le es dada a realizar: matarse día a día para hacer transcurrir sobre esta tierra ajena, días de tiempo que, sin él, serían vaciados por la eternidad desierta.
Frente a las flores, que alumbran fugazmente con su tiempo el aire que nos rodea, el hombre siente el amor y la ternura que debieran sentir Dios y las demás esencias interminables por todos los seres que salen al tiempo con la boca trémula, desesperadamente abierta para respirar, ahogándonos en nuestra loca pretensión de sobrevivir, como peces arrojados fuera del agua eterna, que fatalmente volverá a cubrirnos.

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