Sylvia Lago
Ahora, supongo, arribará el período de euforia. El diván. Me recostaré en el diván de raso oro-radiante y esperaré. Sólo eso me queda: esperar lo que sé que vendrá. Lentamente, alcanzaré la plena euforia. Lentamente. "Piano, pianissimo", estride la señorita Aurora Grullaparda, ave zancuda, lamelirrostro, posada sobre un pie en medio de la lección de solfeo. Y el Abuelo se enfurece detrás de la mampara de taracea y vidrio esmerilado donde sueñan enormes garzas contorneadas por filamentos áureos. Se enfurece porque no puede soportar a la señorita Aurora. Más que por incompetente, porque es demasiado fea. Raquítica, encanijada… Y miope, todavía. El viejo conservó hasta la muerte su sensibilidad estética, si las aletas de la nariz empezaban a agitársele acompasadamente y se le ampliaban los arcos superciliares, era fatal: objeto o ser horrible estaba agrediéndole con su ofensiva presencia. "¿Por qué no contratás a una profesora de aspecto decente, por lo menos?, le reprocha a Mamá. "Cobra barato". "Pero es espantosa y además, no sabe enseñar. La niña no progresa y tiene que aguantar los graznidos de una histérica". "No soy rica. Páguele usted las clases y entonces la mando al Conservatorio Kolischer". "No le hagas enseñar piano, si no podés costearle un buen profesor". "Es distinguido. Todas las niñas de sociedad aprenden".
Pianissimo. Suaves vapores dorados en
el cielo de la tarde. La lancha avanza blandamente pro el Río Santa Lucía. Me
acerco a la borda y miro el agua que, a esta altura de la corriente, apesta. Opaca,
espesa, casi coagulada, emergen de su superficie soporíferos vahos malolientes.
Esteban se me aproxima por detrás, me oprime contra él…Siento su falo a la
altura de la cadera: afilado, hostil. Pero nada. No se me conmueve ni un
nervio. Siento su aliento sobre mi cuello y oigo su voz…"Tenés un lunar
justo atrás de la oreja derecha". Su lengua se desliza sobre el lunar,
humedece mi piel…"Es chiquito, oscuro…"Ah, sí? ¿No lo sabías?"
"No me miro detrás de las orejas, Esteban." Respuesta estúpida, lo
sé. Y cínica, además. Pero la acepta feliz por el descubrimiento,
"su" descubrimiento sobre la topografía de mi cuerpo. Me hace volver.
Su cara esplende: rubicundo, ojos celestes, bigote ralo, dorado como el borde
de las nubes que vagan en el cielo. Un verdadero arcángel. ¿Miguel, Gabriel,
Rafael? No; el arcángel Esteban. Esteban Picorreal, fuerte plumaje, pico recio,
potente y puntiagudo. Me mira y finge paradisíacos arrobos. Parecería que está
pensando que soy virgen. Que necesita que sea virgen para llevarme a la cabina
de su lancha a motor, arremeter contra mi cuerpo, subirse sobre él - ¡oh
poderosa fuerza desatada! – y consumar su acto de amor en uno, dos, tres, cinco
movimientos precisos de estratego mecidos pro el balanceo cómplice de la lancha
que a su vez acomete contra el lecho del río. Y así sentirse virgen y él lo
sabe. Que tengo dos hijos – uno rubio – y un marido – moreno, barbiespeso,
espejuelos de intelectual, abogado – a quien él conoce muy bien. "Esa es
la señora del Doctor Linceagudo Gerifalte", le comunican gravemente el día
que aguarda en la antesala del Estudio y me señalan cuando entro en el despacho
de mi esposo. "El Doctor Linceagudo Gerifalte. De lo más encumbrado de la
sociedad montevideana, como lo testimonia, usted ve, tan prestigioso apellido."
Posee mirada tan penetrante como la del lince: puede traspasar las paredes.
Losabetodo, loconocetodo. Folia ordenadamente los actos de la vida con su
infalible pico de halcón. Porque es, asimismo, un gerifalte. Espécimen
singularísimo entre las aves de cetrería, gran porvenir, genealogía que se
remonta, pro vía paterna, orden tiranosáuricos, a la era antediluviana. Yo
había ido al Estudio, como siempre, a pedirle dinero. Dármelo era su principal
obligación. Solicitárselo, un derecho adquirido. Tanto y tanto dinero como para
poder anegarme en un mar de billetes rojos y azules y amarillos en permanente
estuación…"¿Otro capricho, Laura?" "Un estupendo collar de
diamantes, Alberto; ocupa, él solo, la vidriera principal de la joyería. Todas
las mujeres que pasean por Sarandí se detienen para admirarlo. Me lo probé.
Brilla sobre la piel cubriéndola de matices luminosos, dorados…"
"¿Cuánto, querida?" El cheque, claro. Su mano impositiva, dominante,
con los pelos oscuros sobre los dedos y el anillo de oro: la argolla gruesa,
"bien gruesa, nena, y labrada; aprovechá que para eso tiene plata."
"Pero mamá, si los anillos de compromiso se usan sencillos".
"Vamos, no seas boba; pedile, también, un solitario. Sos linda y está
lleno de oro y loco por vos." Y como yo insinuara un ademán de protesta:
"¡Si el que hace buen matrimonio es él!". "Símamá, símamá…"
Hija de puta. Hija de tu madre, la gran mofeta carnicera, largacola – no la
persigan, no, que sabe defenderse: lanza, si la acorralan, un gran chorro de
orín hediondo y mediante esa táctica tan contundente ciega, sin más, al
intrépido adversario y después lo devora -, hija de tu madre, vas a disimularte
ahora ante vos misma…"Símamá, símamá", como si ella hubiera tenido la
culpa, como si ella te hubiese impuesto el matrimonio a vos, la niña-dócil;
como si no supieras lo que elegías, solamente vos, mucho, mucho más puta, sí,
yo, que mi madre, y todo bajo una apariencia angélica, qué postura inocente,
qué ojos veldos por el tul de ilusión – lo llevé sobre la cara, sí, porque las
vírgenes ocultaban su rostro, era la moda – y la corona de azahares naturales y
los encajes suntuosos; cuánto bramó Mamá, la Granmofeta, y suspiró y dijo
"los sacrificios que se hacen por los hijos", porque yo no me había
casado todavía y en consecuencia escaseaba el dinero y el traje debe pagarlo la
familia de la novia, es la costumbre, es lo correcto aunque la familia de la
novia viva en la más solapada miseria dignificante y "el encaje cuesta una
fortuna pero igual, igual se lo voy a comprar aunque tenga que empeñar la
plaqueta de mi madre muerta…" Ah, vieja zorra. Sabías que te lo ibas a
cobrar con ganancias, lo sabías. Bien que me acompañaste, entre
"quevergüenza" y "diosme perdone" y "es una uña suerte
que papá haya fallecido porque este disgusto, este disgusto..."" a la
Doctora Quebrantahuesos, rapaz terrible de las montañas del Cáucaso, sonrisa
dulce y uña filosa, garramaestrada; pero qué tierna cuando me dice con la más
conmovedora y celestinesca de sus expresiones de zurcidora profesional:
"No vas a sufrir nada, m’hijita: si preparo hasta doce muchachas por día y
hay que verlo lo lindas que lucen en la iglesia, a las veinticuatro
horas". La Catedral…Casamiento de gran lujo. Mi madre y mi suegra, viejas
urracas, aves de mal agüero…Cómo, como las veo. Una, plumas azules en la
capelina – mi suegra se atrevió con los penachos pues eran nada menos que aves
del paraíso y costaban cien dólares y aunque ella tuviera cien años y fuera una
horrorosa rodaballa asimétrica, con particularidad bocatorcida, entendió que
podía llevarlas porque lo que iba a exhibir sobre su cabeza no eran las plumas,
no, sino los dólares – y la otra, mi madre, escogió sus discretos crespones de
cola de avestruz – "Belcebú, belcebú", aseguraba – porque "ay, no
hace cuatro meses que falleció el pobre-papá y no voy a ponerme ni un detalle,
ni un solo detalle de color, por respeto". Entrecierro los ojos antes de
iniciar mi curso triunfal sobre el tapiz purpúreo – la marca ha lanzado sus
primeros acordes - , entrecierro los ojos y desde esa perspectiva oblicua
contemplo la verdad de aquel antro sagrado: yo entraba en él, circunstancial
figura principal, provisoria garza real en un gallinero cloqueante que me
esperaba, impaciente: todas llevaban plumas. En un zoológico, más bien: todas
llevaban pieles. Y todos, todos ellos, los caballeros, fracs estilo pingüino.
Allá adelante, Cristo crucificado esplende, indiferente – ay, qué cara
amarillo-asquerosa le descubrí al aproximarme, qué insulto su rostro en la
terracota cadavérica, qué absurdo su sacrificio sangriento por el hombre; pero
dónde, dónde está el hombre… y esas gotas de sangre, de lacre, tortuoso
simulacro - ; se desangra Cristo crucificado, sobre seis hileras de cirios,
porque al ser casamiento de gran lujo se enciende totalmente la cripta, ya que
ahora sí ha pagado la familia del novio y ofrendado su generosa dádiva, tal
como impone la antigua y respetable tradición de la Iglesia de Roma
catolicapostólica.
Avanzo del brazo de mi padrino y él,
bien lo sé, va recordando las repetidas indicaciones mofeto-matriarcales:
"Piano, pianissimio, que la novia debe tener bastante tiempo para
lucirse"" y entonces dilato las pupilas y sonrío levemente,
inmaculadamente debajo de mi velo de ilusión – pero sin ilusiones – y pienso,
de súbito – siempre esta rebuscada inclinación a lo trágico; siempre, hasta
ahora –, que podría en ese instante abrirse la puntada mágica y empezar una
suave destilación sanguínea desde el himen recién renovado hasta el encaje
fabuloso; un hilito de sangre corriendo por los cinco metros de satén de la
cola, qué terrible, denigrante accidente hubiera sido, que súbito manantial
irreverente; pobre madre, pobre mi hermana Hilda Chuñazancuda envuelta en su
capita de zorros nacionales porque ella "no es tan linda como Laura,
paciencia; hizo apenas un matrimonio decoroso, consiguió un buen muchacho,
gerente de un comercio importante, pero nada más"; pobres avergonzadas
parientas, cacatúas atrapadas en plena ascensión fantástica; no, nada de eso ha
de ocurrir; si tuve apenas unas punzaditas cuando cesó el efecto de la
anestesia local y una pequeña mancha de sangre en el algodón protector, cuando
regresé a casa… Después, nada. Alberto me recibe en el altar; siento el roce de
su mano que transpira cuando está nervioso y hoy lo está, cómo no estarlo el
día de su boda; pero también lo estaba cuando me oprimía en el sillón de la
sala y palpaba mis senos; me apretaba y Mamá, acechante, disimulaba sus
movimientos hasta el minuto en que sentenciaba internamente:
"¡Peligro!" y entonces enviaba al Abuelo que ya estaba casi
paralítico, pobre foca pinípeda que arrastraba su miseria hasta la mampara de
garzas soñadoras y veíamos su sombra y Alberto suspiraba y el viejo, según
estrictas, bienaprendidas instrucciones, tosía y se inclinaba hacia delante…Veíamos
su sombra como una marioneta temblorosa y Alberto volvía a la caricia discreta
de mis manos; cuando más, de mis mejillas o mi cuello. Pero aunque nadie
hubiese vigilado no te habrías atrevido, pobre Alberto, Alberto miserable,
hijodeputa o hijo de tus padres. Querías mantener hasta el fin tu papelito de
novio formal. Ser novio hasta la noche de bodas en que, brutalmente y bajo una
apariencia alambicada, habrías de convertirte, por derecho y por fuerza, por
obra y gracia de un solo triunfo avasallante, en Gran Marido gerifalte. Porque
un Linceagudo sabe que puede fregarse a la que va a ser su Respetablesposa y
llevarse luego la calentura al prostíbulo y dejar que su novia solitaria se
consuele en el recato silencioso de su cama virgen, pudoroso refugio de la
noche, mientras él acomete contra esa carne desconocida e innombrable, abandona
en cualquier agujero cálido – sólo eso exige – el avieso producto de su dulce
pasión bien contenida.
Ah, empiezan los trastornos…Sequedad
de la piel, difusa inflamación cutánea. Arden los párpados, pesan los ojos como
bolas de bronce. Me ayudaré con whisky. Dos cubitos de hielo se sumergen
alegre, liviana, tintineantemente, en el licor dorado…"Esteban Picorreal,
para servirla." "Es el joven arquitecto, Laura, de quien ya te hablé.
El que va a hacer los planos de la casa de descanso en la isla del Santa Lucía.
En el islote que me dejó papá, Laura, ¿no te acordás? Un verdadero
paraíso…" Esteban…Hermosa sonrisa debajo del bigote de oro. MI primer
amante. Rubio como los tres restantes o en la gama del rubio, por lo menos.
Cuatro años de matrimonio y cuatro amantes dorados, como mis días felices.
"Puedo llevarla a mi lancha a motor, señora, para que aprecie otros
chalets que he realizado en el delta del río. Es un lindo paseo", prometía
con la voz, con los ojos. Fui una, dos, seis veces. Mientras la construcción de
la casa en el islote que había comprado, en algún desplante de aburrimiento
caprichoso – meticulosamente calculado, "las tierras siempre se valorizan,
siempre…" mi fallecido y bienrecordado suegro Tiranosauro, Unicorne,
Cuernoantediluviano, Cuerninmenso - ¡qué larga, ilustre estirpe! – se demoraba
indefinidamente. Pero nada: ni una sola vez obtuve placer con Esteban. Soy una
mujer frígida. Mentira. Sensible pero incapaz de comunicarme con el mundo. Cómo
te disimulás, Laura…Todavía ahora intentás abogar por vos misma. Con qué mundo,
qué mundo de mierda ibas a comunicarte, qué mundo, qué mundo hecho añicos bien
juntados, pegados a un mosaico policromo, pero detrás de la pantalla de
colores, "mové el caleidoscopio, Laurita, y se formarán flores, corazones,
rubíes y esmeraldas", decía el Abuelo, y sólo veía monstruos, "sólo
veo ojos de bichos, Abuelo, y cuernos de rinoceronte". Le callé mi fracaso.
Qué iba a entender Esteban Picorreal, rubio y hermoso, todo él ocupado en sí
mismo, en sus construcciones alígeras a la orilla del río, en su bigote de
hebras doradas; con qué tacto podría palpar ese caparazón de brillantes
plaquetas multiformes con el que me iba acorazando, que se me iba enconstrando
sobre la tersa piel, pieldediamante, sí, de brillo duro y frío…¿Dónde y quién
hallaría el carbón ardiente y silencioso que podía estar debajo, qué mano iba a
esgrimir el escalpelo, cortar y penetrar, legrar el hueso? Nada me preguntó.
Solamente, quizás, alguna vez, si le sería difícil engranar como una humilde
tuerca en la gran máquina que tenían montada desde hacía un siglo y medio, los
Linceagudo Gerifalte. Me reí, respondiéndole: "Difícil, sí, Esteban, que
un picorreal se meta sin conflictos en la jaula de un gerifalte. Te
destrozaría. Ni aún así podrías salvarte de su pico de hierro". No celebró
la broma. Estebancito, lo llamaba en su casa. El orgullo de su mamá viuda. Mi
arcángel.
Cómo restalla el hielo a través del
cristal del vaso. Icebergs en un mar transparente…Espejos… Siempre los espejos
rodeándose, devolviéndome a cada instante mis posturas, mis
gestos…Multiplicándome y magnificándome y recordándome mi condición de
prisionera en esta jaula majestuosa. Veo cómo se forma un surco negrusco sobre
mis labios que van perdiendo, poco a poco, su aspecto humano…También yo, ¿por
qué no?, un animal, un armadillo que se alimenta de insectos y lombrices y que
empieza a experimentar en las entrañas el principio de su descomposición definitiva.
¿Ahora, Laura? ¿Cuánto hace que se pudren lentamente tus vísceras, que sentís
el hedor abajo de tu lengua, entre los dientes, en el sudor que emerge por tus
poros y que no neutraliza el suave vaporeo Christian Diors? Duele el color
sobre la piel opaca. Amantes rubios…¿Pude elegirlos rubios contra él, contra
Alberto? Pero si nunca lo odié…Sabía, cada uno, lo que quería del otro. Jugamos
solapadamente, sí, pero conscientes de nuestra falacia. Sin comentar jamás los
trucos silenciosos, como gente bien educada. Cama bien educada, bien cubiertos
encuentros bajo la sábana bordada y luchas cuerpo a cuerpo con placer, sin
placer, siempre la oscuridad para que aquella imagen de la Vergine
Assunta que señorea sobre el gerifaltino lecho real no pudiera enterarse,
no vislumbraran sus ojos recatados que allí, justo debajo de sus manos asidas
en actitud orante y sus pies levantados sobre cuernos de luna, una mujer y un
hombre engendraban sin hablarse, resistían sin gemidos, ahogaban en contenida,
inconfesable furia, sus secretas vergüenzas. Acaso si alguna vez hubiéramos
hablado, Alberto… Si nos hubiéramos atrevido a despojarnos de nuestras caretas
bestiales…¿Quizá tu forro tibio, Laura, tu acogedora, suave piel de diamante?
Pero no, a qué pensarlo. Gemí y lloré en mi noche de bodas. Resolví mi papel de
joven núbil tan a la perfección como él había resuelto el de novio correcto y
biennacido. No fue nada difícil. Todo habría de realizarse ajustadamente, sin
catástrofe, en este universo alzado sobre resortes infalibles, en el que las
radiantes estructuras tendían jubilosamente a la consumación del Gran Fósil: la
Felicidad Ideal. Las predicciones de la Doctora Quebrantahuesos, gran rapaz de
la montaña, se cumplieron rigurosamente. Se sangra como la primera vez. Aunque
no duele, claro. Pero él creyó o fingió creer que me dolía. Si aquella noche,
Laura, cuando ya embarazada de Laurita, revuelto tu organismo en náusea
permanente, en medio de tu furia y de tu asco lo hubieras abordado, hubieras
osado enfrentarlo y decirle: "¿Qué te crées? Sé muy bien que no fue un
accidente, que me preñaste a sabiendas para meterme dentro de esta casa, de
esta cárcel con rejas de oro, a cuidarte la cría gerifaltina, a amasar
mansedumbre como la esclava un pan, a convertirme en una bestia domesticada y
muda, a anularme en un rumiar eterno, sin concesiones, y eso que me habías
anunciado que viviría libremente…" Si hasta pensé que podría volver a la
Escuela de Bellas Artes, recobrar el encanto perdido de la arcilla modelada por
mis manos, nacida de mis manos como antes, cuando quería ser escultora…Dulce
tierra en colores, aleada con risas e ilusiones. Nunca, nunca. Debí atreverme,
sí, ese día: "Doctor Linceagudo, voy a confiarte unos cuantos secretos.
Sabrás por ejemplo, que no me casé virgen; te engañé, por supuesto…Cinco años
hacía ya, cuando nos conocimos, que tu preciosa Laura Pieldediamante había
caído, ¡oh el terrible pecado original!, muy a gusto había caído y no tengo por
qué decirte con que hombre; me reservo su identidad, a vos qué te importa, qué
te importa con quién me acosté pro primera vez, qué podés saber vos, gran
gerifalte, acostumbrado a montarte en tu mujer, como en una yegua dócil, tu
yegüita sagrada, claro, yegua-del-Sol, vaca-del-Sol, quién osaría tocarla, pero
no es intocable, no, dejate de engañifas; la vaca coge y coge a tus espaldas
aunque cumple con vos porque es ganado de buen pelo, de buena raza y de buen
precio: sabe saciar sus apremios brindándote sin protestas el antro egregio
para que le concedas el favor de colmarlo, tal vez de fecundarlo, y te duermas
de inmediato y ronques, ronques toda la noche de cara a la pared, dormir,
roncar… Descanso bienganado sobre el trabajhonesto sobre el
trabajhonrado…Aunque si querés saberlo, si verdaderamente te interesa, te lo
digo. ¡A qué sí! Era un estudiante de artes como yo. ("¡Laura, estás
borracha!"); veinte años y yo dieciocho, igual que en cualquier letra de
tango; era delgado y pálido y me gustaba a morir…("¡Laura, deberías
controlar tu inclinación al whisky o tendremos que internarte en una clínica
para…"). Ernesto el Hípogrifo. Así se llamaba y así era: mitad caballo y
mitad pájaro. Fuerza y nervio para hacer el amor; ímpetu para alcanzar el cielo
en un solo vuelo fantástico. Irreal. Monstruoso. Dios mío, tenía que volarse…Quería
ser escultor, como yo, y había creado en su cuarto de alquiler un infierno de
hierros retorcidos, volutas que se trenzaban en movimientos ascendentes,
siluetas contorsionadas, máscaras épicas que no espiaban desde sus muecas de
siglos derrotados…Yo modelaba, en cambio, figulinas de arcilla y esmalte;
animalejos con rostros humanos y hombres con caras de animal; el universo dado
vuelta. No era un capricho: así veía el mundo y él se reía de mi fantasiosa
inversión. Mamá bramaba, furiosa: "¡buen negocio vas a hacer juntándote
con ese muerto de hambre! Aprendé de tu hermana, mala hija; lleva un noviazgo
en serio que terminará en matrimonio." Hilda tenía amores con aquel
empleado de Banco: tres años de encuentros en la sala, saltando en el sillón
azul-elástico o escuchando con rabia contenida la estropajosa voz del Abuelo
que cuenta anécdotas de la Guerra Civil; y ese novio se va, naturalmente,
cuando Hilda ha comenzado a preparar su ajuar; pero nuestra Gran Madre no ha de
cejar por eso, qué esperanza. Hilda es fea y hay que bajar las pretensiones.
Mamá misma conversa dulcemente a Garzomplomizo, gerente de una casa de comercio
ubicada en centro de la Unión, caballero morigerado. Filófago. Hilda llora
todavía su primer fracaso cuando una noche aparece la Granmofeta bajo inocente
disfraz de Hada Madrina, con gesto triunfal, acompañada por mi actual cuñado.
Erguido él, semicalvo, dientes desparejos y amarillos, epidermis de cartón y
honorable empaque general; se lo presenta formalmente a la joven cortejable que
además de ser fea luce ojos inflamados porque aún llora su abandono y Mamá
sirve chocolate y prepara una de nuestras alegres, improvisadas tertulias con
bizcochos de anís y Papá y el Abuelo escondidos en la cocina; Papá reteniendo,
por rigurosa orden mofética, al viejo que, infantilmente caprichoso y curioso,
insiste en arrastrar hasta la sala su malicia focapinípeda. Aprovecho, esa
noche, a pesar de la furia encubierta detrás de imponentes relámpagos pupilares
de la Gran Madre, con los que pretende fundirme, derretirme, aniquilarme entre
sonrisas, aprovecho el momento para procurarme una entrevista con Ernesto. Vivo
mi rato de placer – qué lejano, qué irreconocible; quién es, quién es esa
muchacha, tendida en un camastro, dócil a la total caricia de su cuerpo – y no
sé por qué causa – o sí lo sé, ahora, pero qué importa si ahora y ano sirve -,
no sé por qué causa reñimos siempre después que nos amamos y él amenaza con
irse. "¿A dónde, a dónde?", lo desafío. "A cualquier lugar,
Laura; cualquier sitio donde me sienta vivir; lejos de aquí, a luchar por la
causa del hombre…" "¡Del hombre!", me burlo: "Lo que pasa
es que tenés miedo de quedarte, Ernesto; de enfrentar lo que está aquí,
cerquita…La miseria, por ejemplo. Y además, no confiás en tu arte". Las
figuras mutiladas, sin concluir, captan nuestra tensión desde su ceguera
inmóvil.."Sos un cobarde, Ernesto." "Sí, sí, lo soy, pero no más
que vos. Vení conmigo, a ver: dejá tu casa, atrevete". Tengo miedo pero no
se lo digo: le digo, en cambio, que lo desprecio, que me dan asco sus
desplantes, que no voy a volver. Me abofetea. Salgo a la calle, me echo a
correr, corro desaforadamente hasta llegar a casa. Desde la esquina veo la
silueta rígida detrás de la ventana; todos duermen, pero ella no; ella prepara
para mí, en el mismo recinto donde acaba de celebrar el primer rito de noviazgo
de Hilda, su gran escena trágica: "Mala hija, revolcate, nomás, con ese
muerto de hambre; hasta que no te haga un crío tan muerto de hambre como él no
parás; pero te vas a arrepentir, te lo juro". Y besa pro cuarta vez sus
dedos en cruz cuando me decido a gritarle, en un único acto verdadero de mi
flagrante rebeldía, única ocasión, sí, en que armadillo alza su hocico y se
yergue frente al mundo, mi mundo sofocante de humillaciones diarias:
"Callate…¡Qué ha sido tu vida1" Se desmorona en el sillón azul. Ahora
sé que fingía . Que le arredró no el llanto previsto para el caso sino uno
suyo, totalmente suyo, que deploraba y no podía evitar y al que adherí al poco
tiempo con un llanto no mío, inconciliable con el rostro materno aunque
extrañamente solidario. Habla aceleradamente. Su voz… Aún la recuerdo en forma
nítida; porque era otra voz, claro, y ella, mi madre, una desconocida:
"Pura desgracia, sí, mi vida. Por eso es que no la quiero. Te hice linda,
Laura. No sé cómo, porque el infeliz de tu padre es un desecho humano y yo soy
fea. Pero me propuse desesperadamente hacerte linda y lo conseguí. Quiero que
seas feliz, que seas feliz", clama, y me digo: "Sí, sí, feliz",
y me lanzo otra vez a la calle, al vértigo de las aceras desiertas y
acechantes. Llego a la casa de Ernesto, un altillo descalabrado en un antiguo
edificio de la Ciudad Vieja; subo las escaleras precipitadamente; la madera
podrida cruje bajo mis pies. De pronto, falta un peldaño: tropiezo, caigo,
vuelvo a alzarme, creo que he aplastado una cucaracha con los dedos, me parece
ver, en un recodo, el cuerpo metálico de una rata que se desliza como un
destello; de todos modos sigo, sigo adelante. A mi alrededor, abajo, arriba, se
halla la oscuridad insondable. Llego a su piso. La puerta siempre está abierta,
pero ahora está más abierta que siempre; el cuarto me recibe húmedo y lóbrego
como una garganta gigantesca. Lo llamo, temblorosa. No responde…Enciendo la luz
y allí está la catástrofe: todo hecho añicos, pulverizado, destrozado a golpe
de hacha, de machete, tal vez de puños frenéticos. Nuestro universo yace,
contorsionado, agonizante, como si una legión de enanos enloquecidos hubiera
galopado sobre cada uno de los objetos en esa habitación destartalada. Salgo a
la calle y ya no tengo miedo aunque sé que se ha ido y que nunca volveremos a
buscarnos, a encontrarnos. La Ciudad Vieja duerme recogida en su propio
silencio. De pronto, la sirena de un barco gime un largo alarido que se retuerce
en los objetos, se enreda entre las frondas, se desvanece al fin en el viento
que sube del puerto. No hay gente en las calles pero a los lejos crepita una
estentórea canción de borracho. Estoy sola en el mundo y despojada después del
cataclismo y debo aceptar esa soledad que me recuerda que estoy viva entre los
despojos y las cenizas. Apuro el paso; siento en los huesos, por primera vez,
el frío de la madrugada. Cuando llego, la encuentro dormida en el sillón de la
sala. Su boca jadea un acompasado estertor. La miro y, entre brumas, empiezo a
comprender. Comprendo que tal vez sea mejor que él se haya ido y que no vuelva.
Comprendo que puede ser verdad lo que ella ha asegurado en su vehemencia: que
es necesario que yo sea feliz y que no era feliz con Ernesto; que debo
procurarme otro hombre, sí, "procurármelo"; que urge encontrarlo para
mi madre, para mi padre desechohumano, mi abuelo paralítico, mi hermana fea y
sobre todo para vos, para vos, grandísima farsante, a quién vas a engañar, a
quién. Pensaste, sí, en medio del naufragio, que la felicidad no se hacía en un
camastro desvencijado sino en un lecho color de oro: que la felicidad era
dorada, biendorada y que era cierto, naturalmente cierto, irrevocable, lo que
ella acababa de enrostrarte: habías elegido la hermosura no para Ernesto el
Hipogrifo, con sus manos modeladoras del amor tanto como de la arcilla o del
hierro, sino para otro, otro con distinto ademán en las suyas, manos
abarcadoras y seguras, garras construyemundos, destrozamundos, porque son mundos
armados a resorte por ellas, dominados por ellas, de ellas. Manos…Debí
atreverme, sí: "Voy a arrancarme tu engendro del vientre, Alberto; me lo
voy a arrancar mañana mismo; a éste no lo salva ni Dios, ni Dios, ni
Dios…" Pero no. Ahora me golpeé el vientre, como entonces lo hacía. Tonta,
estúpida…¿Será el delirio acaso? Como si lo que tengo en este instante fuera un
nuevo preñado. Señora Laura Pieldediamente, hembra linceagudesca, tiene, si
quiere llamarlo así, otra clase de embarazo. Usted misma se ha autoabastecido…Por
lo tanto, compréndalo y celébrelo: acaba de concretar un acto de libertad.
Libertad hermafrodita, pero libertad, al fin. A expensas de una repugnante,
casi intragable dosis de antimonio blanco-azulado. Congratulaciones. ¿Ya
empiezan esas náuseas, verdad? Muy livianas. Acompañadas por espasmos en la
base del estómago. Otro whisky. Sírvase: hoy tiene el "american-bar"
a su disposición. Laura le sirve a Laura. Tranquilamente, en paz. Amigas hasta
el fin, amigas…Tres cubitos de hielo, por favor. Gracias…El hielo es calmante,
adormecedor; la ayudará en el trance. Chupada hielo desde el comienzo del
embarazo. La críada me traía, a toda hora, el vaso de plata lleno de bloques
transparentes donde se concentraban los colores del cielo. A veces, lo dejaba
diluir en jugo de limón. Y bebía el brebaje frío, ácido, a pequeños sorbos
reconfortantes. Mientras distraía mi náusea permanente con la lectura. Leí
durante mis preñeces todo lo que no había leído en mi poco aplicada
adolescencia. Descubrí a Dostoievski, amé desaforadamente al Príncipe
Idiota…Nos habríamos abrazado y comprendido tan dulcemente, tan
desinteresadamente…Hasta morirme en un largo abrazo sin violencia. Quise bien a
los personajes de Balzac, a los de Flaubert. Ensayé, con un vientre de seis
meses, poses a lo Madame Bovary frente al espejo de óvalo dorado que presidía
mi dormitorio. Me azoré furtivamente ante los delirios satánicos de Baudelaire.
Imaginé encantos secretos y se los proyecté a su amante negra. Abrevé hasta en
los clásicos: me exalté con Antífona, morí con Fedra. Fedra valiente. Freda
inconmensurable. Fedra eterna…Ah. Otro vaso de whisky y van tres… Se ha
derretido el hielo. Será precioso llegar hasta el refrigerador. Uno, dos, de
pie. "Pero señora, parece ligeramente, ligeramente…" ¡Borracha!"
Dígalo. Daniel querido., segundo amante rubio, jovenzuelo, violinista,
vástago-único heredero de Papá-industrial y Mamá-matrona, suave Pinzón-canoro
hecho para la melodía… Qué carta de presentación le han concedido, joven. Pero
no debe agradecérmela, no. Entre nosotros no valen los cumplidos. Cómo llegué a
tus brazos musicales, cómo…"Querido doctor le envío a mi hijo que se ha
destacado en el Conservatorio Musical de nuestra ciudad de Paysandú tiene
diecisiete años y como podrá comprobarlo es muy tímido. Al no estar relacionado
en esa Capital sino comercialmente y en nombre de la confianza que me ha
dispensado como amigo y como cliente de toda la vida le ruego tenga la
amabilidad de orientarlo en sus primeros pasos en ésa. El muchacho desea perfeccionarse
en el Conservatorio Nacional y…"Yo misma fui a buscarlo al Aeropuerto.
Bajo del avión con los ojos deslumbrados, de pájaro inquieto, inquisidor. Era
frágil, nervioso, reconocible en sus aleteos de timidez. "Mirá, Alberto,
si te parece, lo hospedamos en casa. Ya que el departamento de huéspedes está
desocupado…" Pero si decías que no deseabas complicarte, ahora que tenés a
la nena…" "Bueno, es un muchacho discreto y me gustaría oírlo tocar
el violín…" Sé quedó. Encerrado en su pieza, hermético, inabordable.
Aparecía ante nosotros sólo para las comidas, que apuraba entre monosílabos.
Laurita berreaba en la cuna. Me acercaba, cautelosa, hasta su puerta
clausurada. Estudiaba violín durante horas y horas. Schubert, Shcumann, a veces
Paganini. Un día golpeé. Cuatro golpes violentos en la madera de roble
lustrado. Eran las siete de la tarde. Faltaban dos horas para la cena. Hacía
tres que desgranaba la misma melodía. Abre rápidamente. Se sonroja al verme.
"Acompañame a tomar un whisky, Daniel". Balbucea algo, empalidece; no
sabe cómo comportarse. Es tan nuevo y ha sido una arremetida tan inesperada y
estrepitosa… ¿Qué pensaste, Daniel? ¡Mi cuarto whisky por tus pensamientos de
entonces! Mirá, voy a confiártelos: "¿Qué le pasa a esta mujer? No puedo
creer que ella…¡Pero si me lleva seis o siete años! Pero si es tan formal y
tiene un bebé de pocos meses…¡Pero si es tan linda! Y viniste a la terraza. Te
sentaste frente a mí hamaca que comenzó a mecerse al ritmo de tu progresiva
inquietud. "¿Qué tocabas?" "Grieg". "No lo había oído
nunca". "Es un estudio poco conocido." Su mano se estremeció al
recoger el vaso. Bebió de un sorbo. Yo también. Como un juego de niños: a quien
apura el trago más grande. Se había acabado el hielo. Me puse de pie, avancé
dos pasos. "Voy a la cocina; en seguida vuelvo" Me sentía
mareada…Fingiste una vez más. Hipócrita…Fingiste para que él te acompañara
tomándote del brazo. Porque tenías miedo de tu propia actitud de intrepidez,
porque te atrevías y no te atrevías, porque siempre vacilabas después que te
habías lanzado. Cobarde. No es verdad. Estaba borracha y se lo dije.
"Borracha, sí, joven Daniel; nada de "ligeramente".
Completamente borracha". Y me caí sobre él. Me recibió en los brazos y
allí mismo, en la hamaca…Qué furor coloreado de melodías…Cómo danzaba el mundo
mientras Laurita lloraba a un millón de kilómetros de distancia, allí, tan
cerca, en el dormitorio que también daba a la terraza. Un ardor desatado y
ansioso, avasallante y desesperado. Como dos enemigos que se ahogan en el mismo
mar y deben asirse uno al otro. Con asco y con rabia. "¿Así que el niño
tímido, no?", me burlé. "El violinista manos-suaves. Beethoven, Bach,
Chopin…" "Y tú, Laura", tartajeó, "tú, mucho mejor".
Quería reiniciar el juego. De pronto había crecido y se le habían nublado las
pupilas. "¿Con que no te ocupaban esas cosas? Eso decía tu padre en su
carta…" Me reí, apartándome. Gritó: "¡Borracha!" Me mofé
suavemente: "Ne-ne-de-ma-má. Voy a darte la teta" Clamó:" ¡Todas
iguales! ¡Damas de sociedad! ¡Borracha inmunda; me das asco!" Yo también
estaba repugnada, pero no era nuevo. Asco de sus mejillas congestionadas, de mi
borrachera estéril, de su furia juvenil, inconsciente como una tormenta de
verano. De sus dedos temblorosos que hacían tintinear el hielo en el vaso.
Volví a hostilizarlo: "¿Es la primera vez, verdad?"
"¡Puta!", gritó, "ahora será la segunda."
Empiezan las convulsiones.
"Puta". Como si me asustaran las palabrotas. Las sé todas, querido
Daniel: todas las palabras llamadas vulgarmente obscenas registradas en el
diccionario y también las de la pintoresca jerga callejera, completamente
censuradas en nuestras dignas esferas, por supuesto, aunque nunca ignoradas.
Siempre tuve memoria. Y me interesaron los jugosos filones del lenguaje.
Convulsiones…Estaban previstas, Laura; no te inquietes. "Agudas
contracciones en el bajo vientre como cuando se desea evacuar el
intestino", dice el Doctor que dicta las clases sobre Parto Sin Dolor.
"¡Puje, señora, puje!" Un ayayay, una aspiración honda y el impacto. Echarse
fuera una misma, darse vuelta como una media, lanzar el revoltijo interior
violentamente contra la cara atenta del médico que espera con sus dedos-tenaza,
dedos-erinas, ubicada exactamente en el medio de mis piernas alzadas,
enfundandas en dos cómicas polainas blancas. "¡Puje, que ya viene! Ya veo
la cabecita…"Curioso ante el espectáculo, su repetido espectáculo nunca
igual. Golosamente asombrado cuando dice: "Va a ser rubio:" Mi
segundo hijo…Rubio. Qué broma, Alberto, qué inesperada mueca del destino, qué
solapada ironía para tus veleidades virilescas. Rubio y frágil, con suaves
manos de violinista. El varón que anhelabas. "Para continuar la estirpe
doctor". "Felicitaciones, amigo". Y él, ya en casa: "Pero
mire que salirnos un hijo rubio…Los caprichos que tiene la naturaleza."
Yo, muda, atenta a la tarea de exprimirme las ubres para colmar la voracidad
insaciable del recién nacido. Se me agrietaron los pezones…Sangré, sufrí. No
pude, no quise amamantarlo. Lo dejé desgañitarse en la noche. "Pero Laura,
sos cruel con el nene. No eras así con Laurita." Quería dormir. Dormir,
dormir mucho. Había caído en un letargo dorado. Nadie tenía derecha a turbarlo.
Alberto pretendía aconsejarme: "No deberías beber; estás débil, no te
conviene entregarte al vicio." Bien acentuada la última palabra:
"vicio". Siempre le impresionaron las abstractas vacías con que
ornamentaba a su cortejo de admiradores y admirados: "Honradez, justicia,
bohonomía", tres hermosas virtudes para revestir al gran tiranosauro que
había sido su padre. "Pudro, sencillez, bondad", le caían a su
madre-rodaballo como modelos de Valiante. No sé cuáles me habrá concedido. Le
gusté siempre; eso no lo dudo. A su modo, claro. Pero nunca, nunca se atrevió a
mirarme verdaderamente. ¿Qué tiene que ver eso que vivimos, esta miseria,
nuestro amor, con el amor? Amor, una palabra más, hueca, incongruente, gastada
por el uso, que jamás entendimos. Quedó allí, abandonada sobre la mesa de mi
tocador, como un pote vacío. Los dos inútiles, falsos, lejanos… Armadillo y
lincegerifalte: cruza imposible…
Mamá venía a casa casi todos los
días. Peroraba, también, sobre mi vicio, y terminaba llorando y estirando hacia
mí su compungida mano de comadreja enguantada. Ladrona de despensas, rapazuela…
Su cartera de broche de plata se abría y cerraba, ávida como la boca del niño
que lloraba su hambre vespertina. Un día me lanzó su opinión en pleno rostro:
"Meterle cuernos, bueno, hacelo si lo sabés hacer discretamente. Pero
endosarle un hijo de otro…" Me reí. Se fue, furiosa porque había
comprendido que ya no preocupaban demasiado sus amonestaciones
desinteresadamente maternales. O tal vez había recordado, de pronto, que su
hija menor tenía buena memoria. Siempre me la alabaron en la Escuela y cómo te
gustaba, madre, que las maestras dijeran que yo era
"lamejordelaclase". Buena memoria, madre. También para acordarme de
tus escapadas fragorosas. "Pobremamita que le duelen las muelas".
Algunas veces me llevaba. Hilda quedaba en casa con el encargo de suplirla en las
tareas que ella, entre lamentos, abandonaba. El dentista la abraza y ella:
"Por favor, doctor, por favor", acumulando agudas con su facilidad
para la versificación barata. Y luego, trágica: "Que está la nena…"
Yo miraba fijamente, obcecadamente, la vitrina de instrumentos de acero; las
variadas figuras incomprensibles que me hacían, desde sus trenzadas trabazones,
gestos de complicidad. Después corríamos por las calles porque nos habíamos
retrasado: Pobremamita que mañana tiene que venir solita a sacarse la
muela." Linda-mamita-madre-putita. Hilda no lo hizo nunca porque, diosmío,
quién se le iba a arrimar. Treinta y cinco años convertidos en una cuba de
grasa derramada. Chuñazancuda que se transforma, mediante trabajosa
metamorfosis, en cerdagigante. Con cuatro hijos-toneles. Uno de ellos,
¿tonel-segundo o tonel-tercero?, ahijado mío y del Doctor Linceagudo, por
supuesto.
Ahora van apurando las
contracciones…Casi tan dolorosas como las del primer parto. Más whisky; es el
único recurso. Y pensar en cualquier cosa. El tercero. Verdaderamente, una cosa
hermosísima: Músculos elásticos, bíceps de hierro, apostura apolínea…Creí,
inocentemente, que en ese desafío de fuerza, de rotundez, podía haber alguien,
no sólo algo, oculto, disimulado detrás de la deslumbradora apariencia. Doradas
mañanas de playa en Punta del Este. Insustanciales charlas nutriafoqueriles en
las improvisadas colonias junto al agua. "Estás muy delgada otra vez,
Laura." "Tenés una facilidad para recobrar la líneaa…" "Yo
vivo a régimen y no consigo adelgazar un gramo…" El sol me sumerge en un
sopor extático. Oigo el vocinglerío trivial, aunque no las veo. Están allí, mis
amigas, peor no me importan. Dejo que el sol me anegue. Es una posesión,
también. Menos violenta, suavemente placentera…El fin, muy el fin de un orgasmo
voluptuosamente extendido hasta las uñas y los pelos. Tanto más dulce, más
encantador entregarse a su abrazo que al de la mayoría de los hombres. Tanto
más dulce y paradojalmente, más humano…Elia murmura: "Allí va", y
Julieta: "Es formidable." Irma me roza discretamente: "Miralo,
Laura: el alemán de quien te hablamos. El profesor de natación de los
nenes". Ellas insisten: "No te lo pierdas, es un espectáculo".
De todos modos, no me alzo. De pronto, Irma advierte: "Ay, viene hacia
acá." Y Elia: "Se acerca a la sombrilla, alcanzarme el peine y el
espejo". Me incorporo. Estoy mareada, ebria de sol. En la orilla del mar
creo ver una montaña de crustáceos que se mueven lentamente frotando sus
abdómenes: cangrejos de mar, carpillos manchados, nécoras azules…La imagen se
desvanece y, súbitamente, se impone la del hombre. Más que humana: heroica en
su esplendor fulmíneo. No es alemán, sino hijo de alemanes. Habla perfectamente
el español y cinco lenguas más. Luminoso como un dios griego. Aspecto de tigre,
claro, pero nada feroz. Se ofrece cortésmente para enseñar natación a nuestros
hijos. "Los míos son muy chicos", me excuso. Me mira las piernas
entreabiertas mientras explica que conviene hacerlos empezar desde pequeños. Me
mira los hombros, el principio de los pechos que asoman por el escote de la
malla… Crece el rencor cloqueante de mis amigas y el ofrecimiento sibilino de
Julieta, ya descansada: "Si le interesa sentarse un rato con
nosotras…" Se queda. Hablamos de Europa. "¿Ha viajado mucho?".
"Sí, por supuesto; hasta en el Oriente viví…" Le gusta escalar
montañas, esquiar, es campeón de tenis…El prototipo de atleta olímpico. Lo
invito a mis veladas en el chalet de San Rafael. Asiste. Su piel relumbra y
está tibia: al bailar con él siento su calidez solar. Reconozco en Alberto
ciertas miradas entre admirativas y envidiosas…Vamos a nadar, una tarde, a una
playa alejada. El mar ruge, las olas se alzan como castillos, se precipitan a
nuestros pies en furibundos desmoronamientos. Es imposible nadar. Pero si no
fui a nadar sino a acostarme con él…Confesátelo, Laura. Salgo del agua
tiritando de frío. Me cubre con una toalla blanca. Nos tendemos junto a unos
arbustos casi secos…
Vomito…Debo ir al baño. Pero ¿por qué
vas a desplazarte hasta allá? Podés echar tus vómitos sobre la alfombra persa.
Nadie vendrá esta tarde, ni esta noche, ni mañana. No es necesario, pues,
enjaezar el chiquero. La familia se solaza en Punta del Este mientras esta
mansión adquiere su verdadera condición de zahurda. La familia en pleno menos
vos, Laura. Hasta mi madre. Increíble, pero Alberto la aceptó este fin de
semana. Que se joda. Ellos se entienden…Mofeta y lince: ambos mamíferos
carniceros, ambos fauces hediondas. Se sobreentendieron siempre, en realidad,
para sus turbios enjuagues inconfesados. Fin de semana feliz: whisky en la
terraza, aire de pinos. Pureza para la renovación del espíritu. Y la visita de
los Cinecefaloprimateicos o de los Ermidosaurocrotalusterris o de los
Putaquelosparió. Dios los cría - ¡buena fauna la de Dios! – y ellos arriman sus
lacras para frotárselas entre sí amigablemente en gestos de verdadera
filantropía. Si vos también, vos también, viviste hasta la semana pasada, al
escaso calorcito de sus podredumbres. ¿Ahora qué vas a pensar, que sos heroica
porque te atreviste a tragar una sobredosis de veneno? No, heroica no, pero
tengo asco…
"La náusea, doctor; la náusea.
No puedo sacármela… Y el insomnio es insoportable. Ya no resisto más."
"Tal vez esté desgastado el sistema nervioso, señora. Empezaremos con un
tónico para las neuronas. ¿Lleva una vida muy agitada? Quería saber de mí, era
claro; pero no como médico sino como hombre que tienen enfrente a una mujer
hermosa. "Yo, doctor…" Estaba atónita. El, entonces…Alexis. No rubio,
sino pelirrojo. Con pecas delicadamente distribuidas sobre la nariz, en las
mejillas. Y ojos verdes. Profundamente tranquilos, como estanques. Un delfín,
el más inteligente de los seres del mar, dócil para el adiestramiento, hábil
para el salto acrobático. Disimulabas bien tu aguda perspicacia tras esa dulce
especialísima afición a lo humano. Fui a consultarlo porque y ano soportaba la
vida. Mentira. Laura. Fuiste en busca de una nueva aventura. A tentar una
escapatoria. Y te encontraste sin saber qué hacer frente al terrible delfín
amaestrado. Había que bucear hondo para luchar con él. Me enamoré, lo juro.
Mirate en el espejo… Sí, cuévanos debajo de los ojos. Un ligero color amoratado
en los pómulos. El proceso continúa según lo esperado. Nada es imprevisible, lo
sabés. Los hechos se van hilando con precisión rigurosa. No es así. Aquel día
lo desconocido era desconocido. ¿Te acordás? Miedo…verdadero y horrible. Y sin
embargo, no era la primera vez que algo hostil hurgaba entre tus piernas,
revolviendo tu sexo. Pero era, sí, el primer aborto. Aquella cara irreconocible
para la eternidad, simicubierta por un bozal almidonado. La nurse vieja, de
blanca melena sabia, enorme codorniz de mirada lastimosa que te acaricia el
brazo. Abrías las piernas para que una cuchara filosa, con la forma de esas que
se usan para servir salsas exóticas, te excoriara las entrañas. Pero estabas
dormida…Anestesia total desde luego…El recurso del sueño, la gran huida. A tu
izquierda, después del letargo, la visión del cuadro brutal: el Dulcemédico
arrancando a la mujer extenuada de los brazos de la Muertesqueleto; ergo: la
Medicina al servicio del Bien, de la Salud; vencedora del Mal y de la Muerte.
Abrías las piernas con vergüenza para que te arrancaran la vida. No; sin
ninguna vergüenza. Con miedo. Sólo un miedo que te escalofriaba la sangre. Pero
supiste representar con arte tu papel cuando escuchaste, compungida, la voz de
la nurse: "Ah, dice el doctor que sí, que es mejor sacarlo, que usted está
muy débil, que un embarazo puede…" Gracias, querida celestina de cabellos
albos. No querías tu preñez, Laura. Ya no querías más náuseas, ni vómitos, ni
hijos. Y te costó la saña de esa mano anónima revolviendo tus vísceras, el frío
humedecimiento de tu piel de diamante, el dolor localizado, inesperado después
del sopor anestésico, la corriente de sangre, nueva y cálida, manando de tu
sexo como si en ella, lamentable aunque piadosamente, se te fuera la vida. El
hijo hubiera sido de Alexis. Sin embargo no mientas: de él no te enamoraste. El
tercer hijo de tu cuarto amante ahogado en una palangana aséptica. Otra vez
habías tentado la prueba de la cama. Estaba desesperada, no resistía…Me aferré
a él en un último impulso…
Los colores dorados en las fachadas
de los edificios… He llegado hasta la ventana y desde aquí… Ya vomité dos
veces. Esta ha sido la tercera. Sobre la hermosa alfombra verde-jade, "el
césped interior", como la llaman los decoradores. El piso del chiquero. Ah,
otro enorme vaso de whisky. Con mucho, mucho hielo. Y otro vómito y este dolor
y este asco…
El décimo piso. Su casa en un
rascacielo desde donde se domina la ciudad. Sus manos recorriendo mi
cuerpo…Alexis. "Pero cómo no vas a sentir, querida, si estás hecha para el
goce…Mirá qué formas voluptuosas, qué finísimo vello receptivo…" Las
palmas de sus manos, suaves. Suave su voz y su aplomo protector. Por una vez
ocurriría sin violencia. "Ha de haber algo en tu pasado, Laura, en tu
infancia… Pero lo encontraremos. Quizás tus padres…"Se lo contaste todo.
Caíste en la trampa del delfín amaestrado, inteligencia fría, sangre caliente.
Le dijiste cómo lo veías trepar, insignificante, en la siesta de los sábados.
Fingías dormir acurrucada en tu cama. Pero oías gritos furibundos de la
Madreputa que saciaba sus hambres vaginales y los insultos del macho siempre
empequeñecido que crecía desde el círculo ciego de sus obscenidades, una vez
por semana, para ser devorado por la enorme araña troglodita. Después, sus
jadeos. Tu asombro doloroso. Tu deseo surgido precozmente, febrilmente.
"No es precoz, no, Laura, la sexualidad se despierta en los niños muy
tempranamente". Tus vagabundeos silenciosos en el mundo de las imágenes,
en la oscuridad monstruosa de tus insomnios infantiles. Ah, los tejidos se
desgarran…Sufro, sufro…Alexis sobre mi cuerpo. Ya sin suavidad. El delfín
acróbata se torna, súbitamente, un gigantesco hipocampo. Cabalga sobre mi
cuerpo desarmado. Caballo de mar, sí, furiosamente óseo, erguido en su potencia,
cayendo verticalmente sobre mí como un azote fulmíneo. Quería descubrirte,
aseguraba. Anular tus complejos, hacerte renacer para el goce, para la pasión…
Y luego, tendido a tu lado, silencioso, prescindente, escapándose en el reflujo
de su mar insondable. Me vestí con vergüenza de mi cuerpo que sentía ultrajado,
ahora desde mi infancia recientemente revelada. El amor, la confianza, la
entrega. "¡Palabras, palabras, palabras!", grité sola, en el
ascensor. Y ya no volví a verlo. El último recuerdo de él es el aborto sin
consuelo. Lo demás: manotazos de ciega en el vacío, coces enloquecidas del
armadillo a quien alguien perverso le concede, de pronto, una semiconciencia
que no ha solicitado. ¿Abrazar una causa? ¿Volver al arte? ¿Trabajar? ¿Ganar mi
dinero? ¿Estudiar? El universo se hunde en una lama blanquizca e
indiferenciada. Sólo una extensa llanura inabaracable y, sin embargo, tan
próxima, tan piadosamente devoradora…Y la última resolución: destetarme a mí
misma de un solo tirón, de un solo golpe.
La
ciudad se ha encendido, Laura. Se acabó el día. Relampaguean, muy cerca, los
luminosos de neón de la avenida. Rubores purpúreos y azulinos tiñen las caras
de las construcciones y se diluyen, elevándose en extrañas brumas doradas. Ya
casi no veo. No siento. Mis ojos…Todo, absolutamente todo, doradamente
uniforme. El collar de diamantes aquí, sobre mi cuello, aprieta, aprieta…Mis
dedos no lo palpan, sin embargo…Mis dedos que ahora han dejado caer el vaso de
whisky…
Sylvia Lago, (20 de noviembre de 1932). Escritora, docente, ensayista literaria. Egresada en Literatura del Instituto de Profesores Artigas (de donde llegó a ser Subdirectora). Ejerció la docencia en Enseñanza Superior por más de 20 años. Es Directora del Departamento de Literaturas Uruguaya y Latinoamericana de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (también catedrática de Literatura Uruguaya) |
No hay comentarios:
Publicar un comentario