Hiber Conteris |
Es cierto que por fin la encontré, pero antes tuve la impresión de que no, es decir, pensé que no llegaríamos a encontramos nunca, y al no encontrarnos, algo ¿qué? la duración del día o de la vida, o el proyectado reposo de la noche o la muerte, o yo mismo, ambos, nos perderíamos para siempre, acabaríamos por disolvernos en el oscuro abismo del comienzo. 1 La primera vez que vi a Manés, ella vestía un "tailleur" azul, ceñido al cuerpo, que no volví a verle después. No soy de los que reparan en el modo de vestir de la gente, pero esa tarde fue el color de la tela lo que me obligó a volverme hacia ella; es decir, a recorrer primero el contorno de su cuerpo y detenerme un instante en el rostro. Ahora no sería capaz de describir ese color, y de todos modos no creo que fuera lo más importante. Era azul, simplemente, un tono que sentaba a los cabellos platinados de Manés y a sus ojos oscuros, indefensos, tenazmente evasivos. Estábamos a mediados de un octubre lluvioso y desteñido, y yo vagaba un poco harto de mi soledad. Era la época del año en que indefectiblemente se interrumpía mi abulia melancólica de alguna manera imprevisible. Al llegar esos meses comenzaba a vivir en un estado de perpetuo sobresalto. Los olores del aire, de la lluvia, el brotar de los árboles en las aceras, actuaban como estímulos para un estado de permanente excitación. Con esto no creo que mi caso resulte excepcional ni mucho menos. Es algo que ocurre de manera general al llegar esa época, algo que todo el mundo respira y que acaba por fermentar en la sangre. Sólo pienso que en mi situación, en mi lánguido existir diletante y abstraído de entonces, ese efecto debía adquirir proporciones inusitadas y bien pudo ser causa de la serie de hechos que se inició con el descubrimiento de Manés. Esa tarde llovía. Por esa razón no eran aún las seis cuando ya estaba oscuro. La oscuridad de un atardecer lluvioso es diferente de cualquier otra. Probablemente se trate de un efecto cromático. Es una penumbra calidoscópica; la ciudad se proyecta en el espejo de la lluvia; el resplandor del neón atraviesa la noche. Si hubiera aprendido a pintar alguna vez no hubiera resistido el intento de captar a la ciudad bajo la lluvia. Recuerdo ahora una pintura de Marquet. Es una calle de París vista desde lo alto de un edificio. Predominan los grises en toda la tela; una rítmica secuencia de árboles, en el plano inferior, en realidad sólo manchas de un verde amortiguado y lúgubre, contribuye a impregnar de mayor melancolía el paisaje. En aquel entonces ya había contraído el hábito de asistir al concierto vespertino de los sábados. Me hallaba en el vestíbulo de la sala, aguardando la hora de comienzo, cuando el "tailleur" azul me condujo hasta el rostro de Manés. Me demoré observándola, y al cabo de un instante ella volvió la cabeza y encontró de manera absolutamente inequívoca mi mirada. Aquel acto no pudo ser casual ni mucho menos; en ese mismo momento comprendí que yo había reclamado ese gesto, o quizás que una determinación imponderable lo había establecido para ambos. De cualquier modo ya no pude dejar de recordarlo, especialmente porque el resto de la noche permanece bastante confuso. Otro momento puede ser rescatado con cierta precisión: fue en mitad de los "Cuadros", de Moussorgsky. Al llegar a esa altura del concierto, Manés dejó de ser una idea fija. Yo conocía la obra, la había escuchado buen número de veces. Pero al llegar al cuadro segundo, "le vieux château", el tema grave y profundamente melancólico del saxo me apartó de aquella mirada obsesiva. Tal vez me equivoque. No podría decir si esa abstracción significó olvidar el encuentro con Manés, o, por el contrario, algo así como la recuperación total del instante. Era un estado de absoluta identificación, en que el pensamiento no vuelve reflexivamente sobre los hechos, sino que los penetra o abstrae, rescatándolos de su disolución inevitable en el flujo del tiempo. Algo más de esa ocasión puede ser reconstruido con relativa exactitud: mi búsqueda infructuosa en los dos intervalos del concierto. Siempre acostumbraba fumar un cigarrillo en esos minutos. A veces esto era sólo un pretexto para alejarme un poco, sumirme en la plenitud de la noche. Esa vez busqué ansiosamente a Manés. Intenté localizar el "tailleur” azul y sorprender en un rostro de mujer la repetición de aquella mirada. Fracasé y fue entonces que vino el final. Moussorgsky, "le vieux château", y ese modo particular de olvido que pudo llegar a ser definitivo. 2 Probaré una reconstrucción de lo ocurrido después valiéndome de unos cuantos hechos estandarizados: los sucesos del sábado a la noche. Al finalizar el concierto acostumbraba vagar un poco por el centro. Antes de las diez me hallaba en el teatro o en el café donde solía reunirme con el grupo del sótano. En aquel entonces, el diletantismo o la vaga curiosidad de que padecía por todo lo artístico me había llevado a integrar un grupo de teatro experimental. Funcionaba éste en un sótano húmedo y penumbroso de la ciudad vieja. El lugar era, deliberadamente, un tanto "snob"; yo lo advertía pero no me disgustaba. Me fascinaban los experimentos a que nos entregábamos, y no recuerdo nada que me absorbiera tanto tiempo en aquella época de mí vida como las reuniones con el grupo. Pero una de ellas importa especialmente por su relación con la historia de Manés. El hecho ocurrió muchos sábados después del primer encuentro, y no sé si a esa altura yo recordaba con toda claridad el incidente. Esa noche iniciábamos un nuevo programa en el sótano. Nuestras funciones revestían cierto carácter esotérico, y sólo tenían acceso a ellas un reducido núcleo de iniciados. La pieza elegida esa vez era el "Sleep of Prisoners", de Christopher Fry, para la que habíamos creado dentro del sótano un verdadero clima de experiencia onírica, tal como la obra solicitaba. Nos hallábamos en medio de la representación cuando desde el escenario creí tropezar súbitamente con una mirada inconfundible. De inmediato recordé el incidente: me vi otra vez en el vestíbulo del Auditorio, rodeado de personas, y de pronto inmovilizado al encontrar el rostro de Manés. Esa visión debió turbarme, pues recuerdo que algunos me lo hicieron notar al final. Sé que dejé atropelladamente los camarines y me lancé a la platea sólo para conocer un nuevo fracaso. Es verdad que algunas personas se habían marchado apenas terminada la función; pero la mayor parte del público acostumbraba quedarse para discutir con nosotros el espectáculo, y entre éstos no había ninguna mujer en quien yo pudiera reconocer a Manés. Consideré esa vez dos hipótesis posibles: intenté convencerme, al comienzo, de que había sido victima de una ilusión, o que la súbita aparición de aquel lejano recuerdo en la conciencia me había llevado a proyectarlo en la realidad objetiva. Pero no pasó mucho, antes de que otra hipótesis menos racional pero más cierta para mis propios fueros comenzara a ganarme. No voy a pretender explicarlo. Baste decir que a partir de esa vez la convicción de que el encuentro definitivo con Manés se produciría más tarde o más pronto no sólo ya no me abandonó, sino que fue echando sólidas raíces y constituyéndose en algo que por ese tiempo pude creer mi esperanza, mi razón de vivir, la persistente sensación de que en cualquier momento, y del modo menos previsible, podía ocurrir algo que trastornase completamente y dotara de sentido la opaca existencia de aquel entonces. 3 A partir de ese momento comencé a obrar con una paciente seguridad, convencido esta vez de que el destino no me ¡ría a jugar una mala pasada. Me decía que todo se limitaba a saber esperar, y consecuentemente, como puede entenderse por lo recién anotado, en esa época comprometí mi fe en una incierta religión del destino, en la certeza de que una fuerza oculta e irracional, un azar demoníaco, estaba conduciendo los hechos hacia un acontecimiento decisivo. Mí estado más frecuente era por lo tanto una curiosa combinación de paciencia o resignación, y a la vez cierta expectativa nerviosa, aguardando el momento en que los sucesos unánimemente desechables del día alcanzaran su justificación póstuma en el desenlace presentido. El acontecimiento se produjo. La circunstancia inicial y desencadenante revistió, tal como yo mismo lo esperaba, las características más extrañas, pero a la vez todo resultaba susceptible de ser explicado mediante un razonamiento natural. Es decir, hay estados de conciencia y ciertos fenómenos del pensamiento que pueden explicarse perfectamente por las teorías psicoanalíticas. Pero aunque nunca descreí del todo de esa interpretación, me inclino por otro tipo de causas no racionales, sobre las que la ciencia aún no ha logrado pronunciarse en forma clara. Divagaciones aparte, lo cierto es que el hecho original participó de ese carácter ambiguo, pero aún así me llevó al convencimiento de que el encuentro con Manés era inminente. Corrían los últimos días de noviembre. Había transcurrido (según contabilizaba yo meticulosamente) más de un mes desde el primer encuentro con Manés. A esa altura del año las actividades del sótano habían sido clausuradas, pero unos pocos del grupo seguíamos encontrándonos cada tanto. Era una tarde cálida y lluviosa (otra vez), muy semejante a aquella del concierto, y yo, que habitualmente recorría las pocas cuadras entre mi trabajo y el sótano demorando los pasos bajo la lluvia, decidí en esa ocasión subir a un ómnibus. En el viaje tuve una extraña revelación. Supongo que debí dormirme, aunque dudo en llamar a aquel estado peculiar con el nombre demasiado preciso de sueño. Era más bien la disposición que se alcanza durante un trance hipnótico o con la ayuda de ciertos alcaloides. En ese estado, abstraído de la dimensión conocida del tiempo, volví a encontrarme con Manés. La vi con su "tailleur" azul de la primera vez, adelantándose hacia mí en un inútil esfuerzo por alcanzarme. Yo intentaba responder a ese esfuerzo, pero de alguna manera no muy clara me sentía paralizado y mudo. Y de pronto, cuando todo parecía resolverse en una visión estática, experimenté una fuerte conmoción y sentí formarse en mi garganta una palabra. En ese instante abrí los ojos, descubrí el interior del ómnibus semi desierto y comprendí que había soñado. Pero ya no olvidé la palabra que había gritado o tal vez solamente articulado sin voz en la garganta. Me puse de pie y descendí precipitadamente, seguro de que había sido objeto de una inequívoca revelación. De ese modo supe que su nombre era Manes. 4 Dos días después del incidente referido se produjo el encuentro. Debo decir que durante las ultimas semanas las actividades en el sótano me habían absorbido de tal manera que hube de suspender la asistencia a los conciertos. Después del episodio en el ómnibus resolví agotar todos los recursos posibles para encontrarla. El sábado de esa misma semana, por lo tanto, volví al Auditorio. Al principio, las cosas no fueron como yo esperaba. La interrupción de casi un mes me había movido a suspender el abono de las localidades de galería, únicas que podía permitirme, y esa tarde encontré que no había una sola entrada disponible, excepto unos pocos sillones de platea mal ubicados. Era la última semana de noviembre, sin embargo, y el exceso no implicaba otro sacrificio que dos o tres noches aún no programadas de cine, de modo que pagué la entrada y me ubique en la platea, sin haber superado todavía la noción de estar permitiéndome un disparate. Al comienzo creí reconocer a Beethoven. En mi precipitación no había tenido tiempo de, consultar el programa de la tarde, y en ese instante experimenté cierto sentido de culpa porque mi presencia en el concierto se debía a razones ajenas a la música misma. Pero Beethoven comenzó por reinstalarme poco a poco en mi mundo, y luego vino Bach, un concierto que ya casi había olvidado para clave y orquesta, y cuando el piano inició su monólogo en el "largo" y cada frase dibujada límpidamente en el teclado comenzó a desencadenar en mi las emociones por varias semanas contenidas, me sentí invadido por una inexplicable felicidad, la sensación de plenitud, de perfección, que sólo un acto de comunión total con la música podía otorgarme. Y fue recién al terminar el "largo" cuando por un simple descuido, por un modo casual e indolente de voltear la cabeza hacia el costado, mi mirada absolutamente desprevenida tropezó con el rostro de Manés. Sé que la reconocí desde el primer momento, pero luego me enfrasqué en una pormenorizada observación de sus facciones, y comprendí que todo lo que había retenido de ella eran uno o dos rasgos esenciales. Los ojos, desde luego, el esquivo pavor de su mirada. Tal vez el brillo del pelo era el mismo que yo podía recordar, y el arco pronunciado de las cejas En lo demás, el perfil que examinaba en la penumbra cómplice de la sala, sumido en el fondo de mi butaca, no guardaba estrecha relación con la imagen que yo había conservado celosamente. Si se piensa que en las dos únicas oportunidades en que vi a Manés todo había ocurrido con gran precipitación, no puede resultar muy extraño que e1 rostro, hasta cierto punto me pareciera nuevo e imprevisto Sin embargo, ahora estaba allí, expuesta a la voracidad contenida de varias semanas de búsqueda infructuosa, y yo me sentía en un incierto estupor, ligeramente defraudado, como si por fin advirtiera una distancia, un desconocimiento entre ella y yo que hasta entonces no me había detenido a considerar. De todo esto, lo único que importa es que esa tarde establecí el primer contacto con Manés. Al encender se las luces en el intervalo ella paso delante de mi butaca. Yo me puse de pie. Levantó los ojos un segundo para agradecérmelo, y en ese acto volvimos a encontrarnos por tercera vez. Se detuvo, vacilo un instante y siguió avanzando hacia el pasillo. Tras ella pasó un hombre y luegootra mujer. Yo me volví y observe el modo como estaba vestida, la piel echada indolentemente sobre los hombros. Me había parecido súbitamente avejentada, o poseída por el hastío, amenazada por cierta mediocridad de la existencia o un escepticismo devorador. Aunque eso duró apenas un segundo, llegué a pensar; "Y para esto comprometí yo mi fe en el destino, mi credulidad, largas semanas de búsqueda, una ciega confianza en las vías irracionales del conocimiento”. Pero entonces era aun temprano para comprender el fondo de la historia y yo no podía saber lo que vendría después. 5 Ese estado impreciso, mezcla de perplejidad y desasosiego, se prolongo durante algunos minutos, hasta ocurrir los hechos que paso a relatar ahora. Seguí a Manés hasta el vestíbulo. Ya he dicho que estaba acompañada por otra mujer y un hombre, éste visiblemente mayor. Hubo un instante en que el hombre se alejó del lugar. Manés abrió su bolso y extrajo un cigarrillo. Antes de que pudiera concluir el rito me acerqué y extendí la llama del encendedor. Levantó la mirada, seguramente me identificó con la persona que había encontrado antes en la sala, vaciló nuevamente y por fin inclinó el rostro sobre el fuego. Luego volvió a mirarme, "Gracias", dijo sencillamente. "¿Su nombre es Manés, verdad?", acerté a preguntar. Esta vez me observó atentamente. "¿Ya nos conocemos?", preguntó, intrigada. "Yo la he visto antes", dije, "la primera vez, a mediados de octubre, aquí mismo. Cuando estaba por comenzar el concierto". Exhaló el humo del cigarrillo; su mirada estaba dominada por la curiosidad. "No recuerdo", dijo. "Una tarde de lluvia", continué yo, "Usted estaba en medio del vestíbulo; llevaba un traje azul. Yo me dedicaba a observarla, y de pronto Ud. levantó la vista y creo que también me miró. Mejor dicho, estoy seguro. Fue la primera vez que nos vimos". Sonrió. "Es posible", murmuró luego, "sin embargo, hace años que he desechado el azul de mi ropa". "Estoy seguro", afirmé yo. "¿Puede tener mayor seguridad que yo de eso?", preguntó ella. "Vamos a ver", dije, "voy a ayudarla a hacer memoria. Esa tarde tocaban algo de Moussorgsky, los "Cuadros de una Exposición" ¿puede acordarse?". Entrecerró los párpados un instante, como sí quisiera capturar una imagen desaparecida. "No lo recuerdo", dijo, aunque continuó en esa actitud reminiscente, y luego prosiguió; “Ud. me está obligando a pensar en cosas muy lejanas. Desearía escuchar los "Cuadros" otra vez, tenía a Moussorgsky casi olvidado". "Pero hace apenas un mes ...", comencé a protestar yo. "Yo no pude haber sido", interrumpió ella. No supe qué replicar. Llevé el cigarrillo a la boca y fume para llenar la pausa. Entonces recordé algo. "¿Y su nombre?", pregunté, "¿cómo se explica que conozca su nombre?". "¿Cómo quiere que lo explique yo?", rió ella, “ya es bastante extraño que mis amigos lo recuerden, cuanto más un desconocido. Dígame cómo lo supo". "No me creería", repuse. Se quedó mirándome. "Todo esto es muy misterioso', dijo. 'También su nombre", señalé yo. Volvió a sonreír. "¿Sabe lo que significa?", dijo, y antes de que yo pudiera confesarle mí ignorancia añadió: "Sin el acento, eran los dioses en la mitología antigua que purificaban las almas. Es una condena llamarse así". En ese instante, el hombre regresaba a nuestro encuentro. "Tengo que irme", indicó Manés. "¿Cuándo puedo volver a verla?", exclamé apresuradamente. Por primera vez en esa tarde, la mirada de Manés abandonó su lejana displicencia, su fingido o impuesto retraimiento, y vino hacia mí en un impulso verdadero, angustiado, donde algo intentaba comunicarse. Era la mirada que yo había rescatado. "Tengo que verla", insistí, y creo que en un tono cercano a la violencia. El hombre ya estaba a nuestro lado. "Adiós", dijo Manés. Extendió su mano. Alcance a estrechársela. Después, cuando ya se había apartado unos pasos en compañía del hombre y de su amiga, la vi detenerse. Se volvió hacia mí. "¿Sabe?", comenzó a decir con un dejo levemente nostálgico y reminiscente; "Ahora recuerdo, hace muchos años. Era verano, probablemente, y creo que llovía. Yo estrenaba un nuevo "tailleur" azul. Fue la primera vez que escuché los "Cuadros" de Moussorgsky”. Sonrió, pero como si no me sonriera a mí. No dijo nada más y siguió andando al costado del hombre. 6 Ese año el verano nos invadió de golpe. Sin transición alguna cesaron las lluvias de noviembre y el cielo se explayó con una limpidez insólita. Durante meses no supe nada de Manés, pero es mejor consignar ciertos acontecimientos. Hasta entonces yo trabajaba en un Banco. No es difícil adivinar que esta ocupación, si no irreconciliable, por lo menos nada tenía que ver con mis preocupaciones fundamentales. No es que no lo hubiera percibido antes, pero fue en ese verano cuando llegué a una decisión. Atribuyo el hecho a una obstinada necesidad de reflexión, de íntimo coloquio, experimentada entonces. De ese modo descubrí que el Banco me imponía la tortura de contener durante varias horas una libertad elemental, el diálogo conmigo mismo. Así rompí con todo y de pronto me encontré libre y con un único problema: sobrevivir, es decir, atender a una serie de necesidades ubicadas en la periferia, pero sin lo cual no podía entregarme a las cuestiones por entonces fundamentales. Abrevio. Me hospedé, al principio transitoriamente, en el sótano. En verano la inactividad era total. Superada esa dificultad quedaban otras. Comer, por ejemplo; alimentarme. Y, no menos importante, disponer de algún dinero para mi irrenunciable necesidad de frecuentar los medios artísticos. Todo se fue solucionando ventajosamente. Comencé a escribir para un periódico. Los ingresos no eran muchos, pero en cambio obtenía libre acceso a casi todo lo que me interesaba: cine, teatro, conciertos. Por otra parte, la función de critico despertó en mí una verdadera vocación. Fue en esa época, en fin, que me hallé viviendo plenamente, en total acuerdo con mí conciencia; y la perseverante soledad que me rodeaba comenzó a aparecérseme como el cumplimiento de un destino ineluctable. Creo que era feliz. La felicidad, naturalmente, es una fórmula personal. No creo en una felicidad absoluta. Yo me sentía viviendo intensamente, en el ámbito de las cosas que me pertenecían y a solas conmigo mismo. Después, Manés, el misterio aún inaccesible de sus apariciones, era el complemento de esa felicidad. Lo irrealizado, lo por venir, el símbolo de una búsqueda que podía tener su imprevista consumación en el tiempo. 7 Debo permitirme otra divagación. Ya he descrito las características del sótano. Mientras nos reuníamos allí, sin embargo, gracias a la actividad constante que significaba ensayar una pieza, preparar escenografías, instalar luces, reflectores, todo eso, el reducido espacio de que disponíamos podía parecer habitable. Ahora, en el verano, estaba solo y mudo. La luz del día no llegaba hasta esa profundidad. Yo volvía por las noches, abría la puerta insuficientemente alta, y me preparaba para que el hálito del encierro me golpeara de lleno en el rostro. Luego descendía ocho escalones en espiral, alumbrando el recorrido con la indecisa llama del encendedor. Mi cama se hallaba en el fondo; me había provisto de un ropero y una mesa. Sólo poseía una única lámpara que funcionaba a pilas de linterna, porque durante el verano, para eliminar gastos, cortábamos el suministro de energía eléctrica. No recuerdo haber tenido un solo visitante en todo el verano. El sótano se había convertido, así, en el lugar más propicio para mi soledad, y yo, aunque no pasaba allí otras horas que las del sueño (leía y escribía en cualquier mesa de café) le había cobrado un afecto inusitado. Lo llamaba para mí mismo "la guarida", hasta que se me ocurrió un símil menos literario. Comencé a pensar que era una tumba. Un sepulcro vacío e ilimitado, una cripta poblada únicamente por las sombras. Esto me ocurría durante las noches. Al acostarme apagaba la luz, pero no me dormía de inmediato. Permanecía un buen rato con los ojos abiertos, sin lograr penetrar la oscuridad, cavilando, escuchando. Los ruidos indeterminados de la calle llegaban a través del tamiz de las paredes. A veces encendía un cigarrillo y me quedaba observando la brasa roja y oscilante, diminuta sobre el telón de oscuridad, único punto exterior de referencia en todas mis cavilaciones. Llegué a comparar el sótano con una tumba por la reaparición del tema de la muerte. Yo había padecido intensamente de esa crisis en la adolescencia. Ahora pensaba en la muerte sin temor, sin angustia, con serena objetividad. Sabia que la muerte era lo único cierto de mi absurda religión del destino, y ese término incondicional, ese fracaso ultimo era menos importante cuando lo transfería al padecer de todos. "Dentro de cien años", pensaba. "todos, absolutamente todos los que ahora vivimos, amamos, nos fatigamos y sufrimos, estaremos muertos. La tierra estará poblada de hombres totalmente nuevos, que no se acordarán de nosotros ni de nuestros padecimientos, ni de lo poco o mucho que hicimos para prepararles un mundo más feliz". Y no es que mediante ese razonamiento llegara a una fácil resignación, porque no necesitaba resignarme a nada; era, simplemente, que ese modo de pensar me llevaba a una aceptación lisa y llana de la muerte, a una cierta clase de reconciliación con el destino. Y, sin embargo, el símil del sótano con una tumba no me libraba enteramente de un pánico indescriptible y erróneamente superado. Ya no era pensar en la muerte como un acontecimiento futuro y normal, sino que me veía a mi, a mi en persona, no muerto, hundido en el sepulcro, consciente de mi situación pero apartado, escindido para siempre del mundo. 8 Vuelvo a Manés. Dije que no supe nada de ella durante algunos meses. Eso no es estrictamente cierto, pero es verdad que no la vi y que no hubo ninguna variante en la situación después de los acontecimientos últimos. El único hecho relacionado con ella se había producido una tarde hacia el fin del verano, mientras escribía mi crónica en una mesa de café. En esa oportunidad reparé en una mujer que me observaba indisimuladamente desde un lugar vecino. Me levanté y fui a su encuentro, y en el preciso momento de introducir el pretexto de rutina descubrí que se trataba de la amiga de Manés. La mujer sonrió y me dijo: "Es extraño que me haya reconocido después de tanto tiempo". Le expliqué que no había sido exactamente un acto de reconocimiento, sino más bien una adivinación, un pálpito. De inmediato le pregunté por Manés. "No he vuelto a verla", me dijo. "en el verano desaparece de la ciudad". "Tampoco yo volví a encontrarla", comenté, y ella sonrió de un modo casi triste y añadió; "Quizás haya sido lo mejor". No pude controlar un rictus dolorido, cosa que ella debió notar porque agregó apresuradamente; "Oh, lo digo por Ud.: nada sacaría volviendo a verla". Le pregunté si el hombre que estaba con ellas en el concierto era su marido, "Si, en cierto modo", respondió; y como yo solicité una aclaración de esa respuesta volvió a sonreír (casi rió, pienso ahora, tal vez llegó a soltar una carcajada) y me dijo; "Ud. ya sabe cómo son esas cosas. Una libreta de matrimonio es siempre un inconveniente". De modo que permanecí pensativo por algunos minutos, hasta que sólo se me ocurrió preguntarle, todavía sin meditar muy bien lo que decía: "¿Y le parece que va a demorar en regresar a la ciudad?". Y ella levantó la mirada nuevamente con mucha comprensión o ternura, y esa vez no sonrió sino que dijo gravemente: "Eso es difícil saberlo; casi siempre depende del marido de tumo, pero nunca antes de acabar el verano". Nos quedamos en silencio, hasta que se me ocurrió agradecerle algo, no sé muy bien qué pudo ser, pagué su manzanilla y me fui del lugar. 9 El sótano, al entrar el otoño, se hizo más frió y lóbrego. El grupo parecía haberlo abandonado definitivamente y yo me convertí en su único dueño. Eso no significó ninguna transformación. Continué prescindiendo de la corriente eléctrica, y mis costumbres no variaron en nada. Llegaba bien entrada la noche, a veces a la madrugada, me tendía sobre la cama y a la mañana siguiente volvía a abandonar el sótano. Y después de ese acto solitario, el dejarme caer con mí cansancio, y mis notas del día siguiente sentí bosquejadas en la tumultuosa actividad del cerebro, y mi módico aporte de esperanzas frustradas y propósitos diferidos al único gran sueño multitudinario; después de aflojar los músculos y extender los brazos en cruz sobre una cama demasiado estrecha, demasiado fría, y saberme solo y mezquino en la oscuridad, como antes, como pudo ocurrirme en las primeras noches del verano, me daba por comparar el sótano con una tumba, y sentirme, no muerto, consciente aún, en un estado intermedio y fantástico, yaciendo en un sepulcro definitivo. Un sepulcro vacío, sin hombres, sin Dios; una insólita figuración de la nada, en la que la muerte no era en realidad la extinción de la conciencia, sino más bien la posibilidad de captación de un vacío absoluto. En ese vacío solamente yo, un reflejo de mi ser, un demiurgo sin sentidos y sin la capacidad de pensar más que un único pensamiento, habla penetrado y se había instalado para siempre. 10 Fue entonces, recién entrado el otoño, cuando volví a encontrarme con Manés. Una fría mañana de abril salía del sótano rumbo al café. De pronto se me acercó corriendo un chico. Traía el rostro empapado por la fina llovizna. "Dice la señorita si puede ir un momento", casi gritó. "¿Qué señorita?", pregunté desconcertado. Extendió el brazo hacia la vidriera de un bar en la acera de enfrente. Le alcancé dos monedas y crucé la calle. Junto al panel de vidrio estaba la amiga de Manés. "¿Qué sorpresa, verdad?", me dijo, "Siéntese". Me quedé mirándola, sin atinar a nada. "¿Va a seguir todo el tiempo callado?", preguntó ella. "Pensé que iba a encontrarme con Manés", respondí. "No es muy gentil de su parte", dijo, y luego rió. "De todos modos me alegro de verla", afirmé al cabo de una pausa. "La verdad es que tengo noticias para Ud.", dijo, "Manés ya está de regreso. ¿Todavía tiene ganas de verla?". "¿Por qué no?", contesté elusivamente. "Dígame por qué le interesa Manés", solicitó ella. Medité unos segundos, sin poder formular ni siquiera para mi una respuesta. "Me encontré con Manés hace meses", dije por fin, "y desde entonces no dejé de pensar en ella un solo día". "Si, recuerdo aquella tarde del concierto", manifestó un poco impresionada por mi efusividad. "Fue antes que eso; uno o dos meses antes, en otro concierto", dije. "Oí su historia", replicó ella, "creí que se trataba de su técnica". La miré sin comprender. "Un pretexto cualquiera para acercarse a Manés", explicó con una sonrisa. "Es totalmente cierto", dije yo; "después de eso, unas semanas después, volví a verla en el sótano". Ella enarcó las cejas. "¿En el sótano?", repitió. "Un lugar donde hacíamos teatro", expliqué. "Oh, ¿no dirá Ud. ... ", alcanzó a decir antes de que su boca se paralizara en un gesto de asombro. "El sótano", insistí yo, "todo el mundo conocía el lugar por ese nombre". "Lo recuerdo", dijo, y de pronto se dejó ganar por una seriedad insólita; "Fui dos o tres veces al sótano, siempre con Manés. De esto hace mucho tiempo. No creí que existiera todavía". "El grupo parece haberlo abandonado", referí; "yo vivo ahí, ahora". Se sumió en un hondo silencio, y aunque yo deseaba volver a preguntarle por Manés no quise perturbarla. Pero al rato ella dijo, sin superar del todo su ensimismamiento: "Manés y yo éramos muy jóvenes y hasta muy puras en aquella época; las dos esperábamos mucho más de la vida". Sacudió, su letargo y continuó: "Le contaré a Manés; trataré de convencerla para que ustedes se encuentren. Ella tendrá que burlar la vigilancia de alguien, seguramente". Sonrió, y sus ojos me observaron con insistente ternura: "¿Ve?", continuó: “Es lo que le decía. En aquellos años creíamos en la inocencia". Extinguió el resto de su cigarrillo en el borde de la laza y agregó: "Mañana aquí, a las nueve; si logro convencerla". "A las nueve", repliqué. Le sonreí. Volví a sonreírle cuando ella pasó delante del cristal empañado, por la acera. 11 Es cierto que por fin la encontré, pero antes tuve la impresión de que no, es decir, pensé que no llegaríamos a encontrarnos nunca, y al no encontrarnos, algo ¿qué? la duración del día o de la vida, o el proyectado reposo de la noche o la muerte, o yo mismo, ambos, nos perderíamos para siempre, acabaríamos por disolvernos en el oscuro abismo del comienzo. Pero Manés descendió la escalera del sótano en el preciso instante en que yo había decidido que no esperaba más; el día había llegado a su fin, la penumbra comenzaba a llenar el recinto, y yo que había pensado decir "Deseaba verla" fui a su encuentro y dije sin pensar "Deseaba verla", y Manés sonrió, se detuvo un segundo al pie de la escalera y me aguardó. Yo pense; "Ahora buscará apoyo en la pared, pasará una mano por su rostro, volverá a mirarme, sonriendo, y dirá..." "¿Y bien?", dijo Manés. Y entonces desapareció la menor sombra de duda. Aquel instante que nos había pertenecido una vez, en otro mundo u otra vida, había sido rescatado del borroso sedimento del tiempo. "Manés", exclamó, convencido de una súbita revelación. "Manés ¿recuerda la primera vez que nos vimos, nuestro primer encuentro?". "Fue hace meses", dijo ella, "en un concierto", "No", repliqué, piense; mucho antes. Fue en un concierto, tal vez, pero no hace meses. Muchísimo antes; trate de recordar". "Puede ser", dijo". Vaciló. Su mirada, tensa, impaciente, se aquietó de pronto. "No consigo recordar nada, prosiguió; "Sólo una borrosa imagen de algo que otra persona vivió. Como si hubiera escuchado una historia, hace ya tiempo". "Piense", insistí, buscando la manera de hacerle compartir mi asombroso descubrimiento; "¿Cómo era esa historia? ¿Que ve en la imagen que se le aparece?". "Hace ya tanto tiempo..,". repitió; "ella, yo ... "¿Era Ud. misma la protagonista de esa historia, verdad?", sugerí; "Era Ud. con su "tailleur" azul, y probablemente se hallaba en el vestíbulo de una sala de conciertos". "Sí, eso es", dijo ella; "es verdad, era yo; esperaba la hora del concierto, en compañía de alguien; y luego se apagaron las luces y fuimos hacia. . .". "Pero antes", interrumpí yo; "unos minutos antes, recuerde, cuando Ud. aún se hallaba entre la gente. Algo pasó ¿recuerda? Quiero que vuelva precisamente a eso". "Si", dijo, "creo que puedo recordar. Era una extraña sensación, como si alguien estuviera mirando, reclamándome". "Exactamente eso", exclamé yo; "alguien que la estaba llamando. Piense. Manés, ¿que ocurrió en ese instante?". "Era Ud.", dijo-, "Me volví y lo vi a Ud. con su impermeable suspendido del brazo. Después entramos a la sala. Tocaban los "Cuadros" de Moussorgsky". Me acerqué más a ella, buscando el fondo de su mirada rescatada. "¿Cuánto hace de eso?", pregunté. Era lanzarme a penetrar una cifra irresuelta de tiempo. "No sé", dijo Manés; "Años, o siglos. Sé que ocurrió una vez, no sé cuando ni si fue un sueño o un suceso realmente vivido". "Escuche", dije entonces: "Cierre los ojos. No piense en esto. Olvide que estamos aquí, en el sótano, que es otoño y que la humedad y esta penumbra nos rodean, olvide que ha vivido desde entonces. Piense sólo en aquello. Vuelva a escuchar la música. Imagine una remotísima tarde de octubre". Me detuve; observé que sus párpados caían como una frágil cortina sobre el tiempo. "¿Puede hacerlo?", pregunté, "trate de hacerlo". "Si", respondió, y a partir de ese instante su voz comenzó a llegar muy lejana; "Ya no escucho otra cosa que la música. Aquí llueve, también; y es verano; o primavera, quizás. Y me veo joven, con mi "tailleur" azul, recién puesto. Y todo se halla mudo y oscuro, y la música misma parece ser parte del silencio". "Es algo que Ud. escucha por primera vez", susurré. Y yo también cerré los ojos y me hallé en un octubre lejano y desteñido; "son los "Cuadros" de Moussorgsky; ahora puede escuchar el tema del viejo castillo, y el sonido del saxo, grave, profundo y lleno de melancolía". "Lo escucho", dijo ella, "no escucho nada sino es”. "Ya ve", dije yo; "estamos juntos; llegamos a estar juntos, después de todo, aquella tarde. Esto fue real, lo demás, lo que creímos sucedió a cada uno a partir del encuentro, sólo un sueño". Hubo un largo silencio. "¿Y ahora?", preguntó al cabo ella; "¿Qué va a pasar ahora? ¿Vivimos aún o estamos muertos?" '"No sé", respondí suavemente; ya no deseaba abrir los ojos; ya no podía desear nada. "Ignoro todo lo que pasa. No sé si estamos vivos. Sólo me doy cuenta de algo, estamos juntos. Tal vez estemos muertos". Hiber Conteris (23 de septiembre de 1933, Paysandú -2 de junio de 2020, Montevideo) fue un escritor, dramaturgo, profesor y crítico uruguayo , tuvo también participación en el Movimiento de Liberación Nacional - Tupamara. Se formó en Montevideo y en la Universidad de Buenos Aires. Realizó un posgrado en Francia. Emigró a Estados Unidos, se estableció en Wisconsin donde dictó cátedra de literatura latinoamericana en la Universidad de Madison, luego en Alfred University en Nueva York y finalmente en la Universidad de Arizona. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, alemán y japonés. |
miércoles, 13 de septiembre de 2017
Los sótanos
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