martes, 6 de septiembre de 2016

Lo que usted quería saber sobre lo que yo estaba haciendo el día que mataron a John Fitzgerald Kennedy y no se atrevía a preguntar



                                       Mario Delgado Aparaín

Por estos tiempos es bastante frecuente que algún periodista le formule a los sobrevivientes, preguntas del estilo de “¿Qué estaba haciendo ustedel 16 de julio de 1950 cuando Uruguay derrotó a Brasil en Maracaná?”o “¿Dónde estaba usted cuando ocurrió el Golpe de Estado del 8 de febrero de 1973”
Por algún curioso fenómeno de la memoria colectiva, décadas después, las implicaciones de algunos acontecimientos históricos continúan afectando a los muchos millones de personas que aún recuerdan dónde estaban en el preciso momento en que escucharon la noticia del impactante acontecimiento, cuyo recuerdo perdura de un modo a veces tan insospechado y minucioso como involuntario. Digo esto porque maldita la razón por la que yo tendría que recordar, cincuenta años después, qué diablos estaba haciendo la tarde del 22 de noviembre de 1963, cuando en Dallas, Texas, mataron a balazos al presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, considerado por algunos cerebros del Norte como “el más importante de los crímenes no resueltos del siglo veinte”. Pero muy a mi pesar (y lo digo porque preferiría ocupar los estantes de mi memoria con recuerdos mucho más sustanciales que estos), lo recuerdo bastante bien. Incluso aún tengoen mi mente las imágenes emitidas por un televisor de pantalla lluviosa en blanco y negro, que mostraba el gigantesco Lincoln negro desplazándose por las calles de Dallas, en el preciso instante en que el presidente sentado en el asiento trasero, caía mortalmente herido sobre el regazo de Jacqueline Bouvier, convertida a partir de aquel instante en la más atractiva y conmovedora viuda del planeta.

II

Al otro lado del Cerro Ventura (más conocido hoy como Cerro de Artigas), en las afueras de la ciudad de Minas, estaba el tambo pobre de la tía Silvana, la mujer más hermosa que yo haya conocido en mi vida. Ahí vivía yo y era el único estudiante que iba al liceo a caballo. La tía tenía un hijo que se llamaba Aparicio y al que apodábamos Keny, que estudiaba medicina en Montevideo. Mi primo Keny iba a Minas los fines de semana y la pasábamos haciendo maravillosas historias de mujeres y revoluciones. Luego, al atardecer del domingo, Keny se volvía en su motoneta Vespa a Montevideo por la Ruta 8.
Fue el 22 de noviembre de 1963, a la salida del liceo que me enteré de que ese día habían asesinado a John Fitzgerald Kennedy en los Estados Unidos.
Recuerdo perfectamente que aquella tarde iba en mi yegua colorada bajando el cerro Ventura, cuando al otro lado de la falda divisé a la tía Silvana dando vuelta tierra con una pala de dientes en la chacra donde plantábamos papas, boniatos y zapallos. Suponiendo que en aquel momento ella no tenía la menor idea de la tragedia que había ocurrido al otro lado del mundo, detuve la yegua en la bajada y le grité con todas mis fuerzas:
– ¡Tía, tía, mataron a Kennedy!
Ella levantó la cabeza, se afirmó en la pala de dientes y exclamó horrorizada:
-¿Cómo?… ¿Qué mataron a Keny?
– ¡Noo…! – grité más aún,tratando de enmendar el error -¡A Kennedy! ¡Mataron a Kennedy!
La tía levantó la pala en el aire y con furia la tiró lo más lejos que pudo, mientras gritaba con fuerza:
– ¡Y a mi qué carajo me importa!
Entonces me bajé de la yegua y la abracé muy fuerte para tranquilizarle el alma.

III

Uno de esos informes daba cuenta de su última pesquisa sobre el asesinato de John Kennedy, tras escuchar una conversación entre Cañahueca y Sineipuatié en el Tropical.En Minas habían dos “agentes secretos” que siempre andaban juntos por la ciudad, tratando de capturar comunistas y tupamaros, dos tipos que se caracterizaban por entrar separados a la Jefatura, para que nadie se diera cuenta de que eran de “la secreta”. Uno era rubio y le llamaban Cañahueca y el otro era negro y lo apodaban Sineipuatié porque decían que era “idéntico a Sydney Poitier” y había quienes en los círculos de la policía aseguraban que ambos iban a clases particulares de inglés con el profesor Marmo, porque “estaban a punto de ingresar a trabajar en el área periférica de la CIA” como le llamaban por entonces a América latina. Los dos eran fanáticos de las películas policiales del cine Doré y vestían de trajes oscuros y ajustados de alpaca brillante, como los agentes de “Los asesinos”, aquella película con Burt Lancaster y Edmond O´Brien, basada en uno de los mejores cuentos de Hemingway. Después de pedir documentos a la salida del cine, aquellos hombres de la ley solían refugiarse en el Bar Tropical para jugar al “fubolito” e intercambiar información para confeccionar “la extensa lista” de sospechosos de la ciudad. Nunca se dieron cuenta de que un avezado periodista del diario La Unión los seguía cada vez que podía y se las ingeniaba para intervenir en sus conversaciones y sacarles información para el diario. Ese periodista era Milton Fornaro, el primer escritor de carne y hueso que conocí y que por aquellos tiempos ya escribía formidables cuentos e informes sobre las invasiones norteamericanas en América Central.

Aquella noche en el mostrador de bar, mientras compartían una cerveza, Fornaro les dejó caer una carnada de las finas y quien no tardó en picar fue Cañahueca.
“¡Qué cagada se mandó el abombado del Harvey Oswald!”, dicen que dijo el periodista de La Unión¨”.
“¡Qué Jarveiosual ni que ocho cuarto!”, dicen que saltó Cañahueca con su proverbial suficiencia. “En Minas nadie sabe más que los mormones. Y los “huevos” (así les llamaban peyorativamente a los hijos de Utah, porque siempre andaban de a dos) me dijeron que, con toda seguridad, fue un plan combinado de la Mafia y de la CIA, porque ellos siempre trabajaron juntos y nunca se les escapó nada. Muñeco que marcaron, muñeco que cayó al suelo” Todo esto lo puso Fornaro en aquella crónica memorable que se publicó por aquellos días en el diario La Unión, agregando una lista de “muñecos” asesinados como Patrice Lumumba y Moisés Tsombe, por citar algunos de los que habían caído a manos de los muchachos de la Agencia y de la Mafia.
“Así que para vos fue una conspiración”, dicen que dijo aquel notable cronista minuano. “Bueno, no estoy en posición de denegarlo. Los asesinos no comercian con sentimientos” cuentan que fue la enigmática respuesta de Cañahueca.
Tiempo después, a fines de 1964, los voceros de la famosa Comisión Warren informaron al Congreso de los Estados Unidos que Lee Harvey Oswald había asesinado al presidente Kennedy solo y sin ayuda.
Por supuesto, nadie les creyó. Es más, cinco años después, el Comité de Asesinatos del Congreso informóque Kennedy fue asesinado probablemente como resultado de una conspiración encabezada por los jefes de la Mafia norteamericana.
Es decir, una vez más, aquel ojo de lince de Cañahueca había tenido razón: el asesinato del presidente estadounidense fue planeado y realizado por un grupo reducido de conspiradores de los cuales hoy, más de la mitad, dicen, ya han sido asesinados.

IV

A menos de ochenta kilómetros de la ciudad de Minas, en la Estación Ortíz, vivía el “Canario” Bouvier. Le decían “Canario” no porque viniese de las islas Canarias – de hecho descendía de inmigrantes franceses- sino por el simple hecho de ser un trabajador del campo. Era un hombre muy alto, afable y adusto. Es decir, un buen hombre, solidario y de pocas palabras. Un amigo que trabajaba en la Escribanía Zafaronni-Arrospide y que, entre otras cosas, atendía los negocios rurales del “Canario” Bouvier, me contó que un par de días después del asesinato en Dallas del presidente de los Estados Unidos, el “Canario” se apareció en la escribanía y con una expresión severa y apesadumbrada, le dijo al escribano Arrospide: “Maneco, parece que antes de ayer mataron al marido de mi prima…”
Luego, hizo los trámites que venía a hacer en la oficina notarial y se volvió a la Estación Ortiz. Tardó mucho tiempo en volver a Minas. Y no solo que nadie le creyó lo de su prima, sino que no faltó quien sospechara que andaba mal de la cabeza. La tal prima a quien le habían matado el marido, no era otra que Jacqueline Bouvier, la viuda reciente del presidente de los Estados Unidos.

V

Sin embargo, los incrédulos tuvieron que retractarse y mucho por haberlo subestimado. Ocurrió el día en que llegó a la escribanía la documentación de una importante herencia de “cientos de acres” de pinos en Alaska, que una parte de la numerosa familia Bouvier le había legado al “primo” de la Estación Ortiz. Y dicen que, desde entonces, el “Canario” Bouvier vive en las heladas tierras de los alrededores de Anchorage, cuyas postales de “Anchorage en abril” -si se las compara con las de Minas en el mismo mes-, pueden provocarle a uno, una seria crisis de melancolía.
Ahora, la verdad sobre quiénes y porqué mataron al marido de la prima del Canario Bouvier, aún están por esclarecerse. Tal vez pueda lograrse alguna información al respecto recién en el año 2017, cuando se abran al público los archivos clasificados del Caso Kennedy.
De lo contrario, todo esto corre serios riesgos de convertirse en leyenda.

MARIO DELGADO APARAIN / EXCLUSIVO LARED21



Mario Delgado Aparaín,nació en  Florida,  en 1949. 
Escritor, docente, periodista y gestor cultural, es autor de seis libros de cuentos, y de
 seis novelas.  La balada de Johnny Sosa (1987, Primer Premio Municipal de Literatura de Montevideo), Por mandato de madre (1996, Premio Foglia de Novela), Alivio de luto (finalista del Premio Internacional Alfaguara y del Premio Rómulo Gallegos 1998), No robarás las botas de los muertos (Premio "Bartolomé Hidalgo" de la Feria Internacional del Libro de Montevideo, 2003.En el año 2002, recibió el Premio Instituto Cervantes del Concurso "Juan Rulfo" de Radio Francia Internacional, por el cuento Terribles ojos verdes. 



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