Anderssen Banchero
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Su estropeado
esqueleto yacía en el calor mientras imaginaba cosas así, mientras pensaba
que había que empezar todo de nuevo, buscar algo, y sólo encontraba los
recuerdos.
Presurosa y menuda, poquita cosa más que una niña, casi le daba pena verla subir la cuesta de la calle bajo el sol a plomo de las siestas del verano, ocultando por momentos su vestido blanco, la prisa de sus pasos, detrás de las mezquinas islitas de sombra de los árboles. Más allá del reverberar del aire en la resolana iba su prisa, su figurita blanca, y fueron todas las siestas de aquel verano que cuando ella desaparecería a lo lejos, la calle quedaba sola de toda soledad. Después se iba adensando el perfume de los jazmines, de las madreselvas y revivía el olor del campo bajo las sombras azules, violáceas, que se extendían lenitivas sobre la tierra ardiente, mientras las hojas verdes se balanceaban sobre la calle en la ilusión de frescura que creaba la virazón y alguna vez pudo imaginarse que las cosas esperaban que las lejanas sirenas de las fábricas la devolvieran a la calle, al barrio. Veía todo aquello desde la esquina del boliche donde perdía las tardes junto al Cebolla y Miseria y algún otro vago como ellos y nunca se le hubiera ocurrido, nunca hubiera pensado que él mismo era un vago, si la mujer del bolichero no le hubiera dicho delante de todos que la muchacha no se iba a andar fijando en el primer atorrante que le hablara. Escuchaba a Gardel en la gangosa radio del boliche y se confundía, se identificaba con todos los protagonistas de letras de tangos y amores infortunados; acaso alguna vez lloró por el parecido de los tangos con lo que a él le estaba pasando. Eso fue casi todo, así de simple, simplificado por los inevitables olvidos. Tirado sobre el caluroso colchón mojado por el sudor de su espalda, bajo las recalentadas chapas del techo de lata, el recuerdo, el sueño, tenían el mismo olor a la sombra, a la cerveza rancia de las botellas vacías en los casilleros apilados en el depósito de la cantina donde él dormía, en un rincón que los hermanos Arrieta, los cantineros (los dueños del club, se decía) le habían cedido. Podía ver por la puerta entreabierta del casi ruinoso galponcito unas guías de la parra, lacias en el aire caliente, en la luz verde que filtraban las hojas entre las que ya habían colgado los parlantes, los amplificadores para el baile del sábado, para que los tangos, las milongas y los valses llovieran sobre los bailarines, sobre el torpe susurro de los pies en las baldosas rojas del patio. También aquello pertenecía a los Arrieta, aquel calor, la rancia sombra más calurosa que la intemperie que él ahora estaba usurpando porque el mayor de ellos, el más gordo, se lo había dicho: -Vos no vas a poder jugar más. Lo había sabido todo el tiempo que pasó con la pierna inerte, monstruosamente hinchada por el yeso y el resto del cuerpo como un ligero apéndice atormentado de esa pierna, menos aquella parte de él que miraba girar lentamente en el techo la claridad de los días de afuera o, a veces, oía la lluvia resbalando del otro lado de la pared, pisoteada por los neumáticos, asordinando las bocinas en la calle donde había un letrero amarillo con letras negras: "SILENCIO. HOSPITAL". Imaginando la misma lluvia en las laderas, en un barrio, una calle única entre todas las calles del mundo donde, a pesar de todo, iban a seguirse sucediendo las estaciones, iban a ocurrir otros veranos con jazmines y lentas hojas abanicando sin refrescar el aire. Había pagado todo aquello, el techo de lata, el olor de los restos de bebidas dulzonas y hasta las cucarachas, jugando al fútbol por el club y ahora el gordo había tenido que darle a entender que lo estaba usurpando. "Cuando me vaya, el gordo hijo de puta va a contar hasta las cucarachas -pensó-. No sea que yo me vaya a llevar alguna". Justo entonces, en aquel partido en que, antes de empezar, el gordo lo había llamado aparte, no bien salieron del precario vestuario de lata. -Mirá que te vinieron a ver de Nacional-le dijo. Detrás de uno de los arcos, debajo de los eucaliptos, había un grupo de tipos hincados timbeando al seven-eleven, y parte del público, los muchachones, se habían entreverado en los peloteos preliminares porque la cancha no tenía tejido, era un cuadrilátero marcado con cal en medio de un campo con caballos sueltos y algunos ranchitos desperdigados, escondidos detrás de los ligustros. Ahora el gordo le miraba aquella pierna que todavía arrastraba, pensando, seguramente, en los pesos que le hubieran tocado al club por su transferencia. "Como si yo no fuera el más jodido en este asunto -pensó-. El único jodido". Fue en las primeras jugadas. Cebolla levantó el centro y la pelota pareció quedar por un segundo suspendida del cielo, más alta que los eucaliptos, más alta que todas las cosas cuando él se metió entre las camisetas azules del otro equipo y de pronto se dio de boca contra el pasto. No oyó ningún crujido de huesos, nada, y todavía no era dolor, era una sensación, casi de pesadilla, de no poder moverse, la pelota había quedado a dos o tres pasos de él, al nivel de su vista y grande como un planeta, como todo un mundo que todavía no se daba cuenta que se le estaba escapando, quieta sobre la raya blanca del área chica. Y de pronto se encontró rodeado de piernas forradas de medias de lana, y veía allá arriba, invertida contra el cielo, la cara sudorosa, angustiada del Cebolla, mientras alguien gritaba, aproximándose en el sol: -¡No lo muevan! ¡No vayan a moverlo! Tenía una cara simpática el Cebolla, pecosa, de un rubio sucio, que la hacía parecer a la cara mal lavada de un chiquillo. Quizás creyera que tenía algo de culpa en aquello, aunque nunca lo dijo, no decía otra cosa que: -Vas a ver qué vas a seguir jugando. Vas a ver... La primera vez que había ido a verlo al hospital con un paquete de cigarrillos y una botella chata, de esas de usar en el bolsillo de atrás del pantalón, llena de caña, se había quedado un rato callado, tratando de no mirarle la pierna enyesada, y de repente tuvo un arranque. -El penal lo erré, hermano. Lo tiré como para matarlo, te juro. Su expresión era tan sincera, tan dolida, que él no quiso decirle que ya no tenía ninguna importancia. Más allá de la pared salpicada por la sombra de la parra, los Arieta proseguirían arreglando la sede para el próximo baile, colgando del techo y las paredes tiras de papeles de colores, globos y farolitos. Iba a tener que irse antes de la noche del sábado, y no era sólo que los Arrieta se lo iban a exigir y en último caso le iban a tirar la cama y el colchón al medio de la calle. Era que no iba a poder soportarlo. Todo eso; sobre todo los tangos flotando sobre los tristes perfumes de peluquería de barrio, sobre el torpe susurro de los pies irremediablemente divorciados de la música, sobre las muecas, establecidas y desilusionadas, conque los bailarines iban a jugar al amor mientras él yacía allí, solo entre las cucarachas. Se removió sobre el caliente y húmedo colchón. Un rayo de sol, polvoriento y oblicuo, había empezado a entrar en el galponcito, y en la calle, lejanamente, habían empezado a despertarse los ruidos del verano, la corneta de un heladero, los gritos de unos botijas, que le permitieron recordar exactamente, un repecho con mezquitas sombras que el sol achataba rabiosamente en las veredas. -Y cantaba Gardel cosas así de tristes -se dijo. No era la calle, la figurita blanca, ahora el sueño era la pena. Era un cielo de tarde de domingo hacia el que se encumbraba mientras los vociferantes relatores deportivos repetían su nombre por toda la ciudad y acaso también a lo largo de aquella calle desde algunas radios encendidas detrás de los cercos. Era el sueño lo que evocaba, su pena ya sola en el mundo, ya sin dueño, mientras su estropeado esqueleto yacía en el calor. |
Andersen Banchero
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A
Eduardo
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I -
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Cuando llegó la
Navidad -el brevísimo, imaginario momento en que la medianoche
estuvo en la calle- supieron que Buccino no iría.
Sobre la mesa estaban la
fruta seca, el turrón y las botellas que había mandado y después los cohetes
atrasados estallaron blandamente en el cielo mientras la medianoche andaba
lejos por el mundo, en otras ciudades, aunque allí, en la calle, todavía
ardía el Judas detrás de las espaldas negras de los del conventillo.
No querían tocar las cosas
hasta que no llegaran Buccino y el padre: así dijeron, aunque ya no los
esperaban. Permanecían las dos junto a la ventana, las sombras agigantadas de
las cabezas danzando fantásticamente en la pared del cuarto, al contraluz de
la fogata, oyendo la música de baile que había empezado en la noche, o que
estaba hacía rato pero recién oían, recién les permitía soñar. Ya no podían
mentirse que los esperaban. Las cosas -aquella limosna que les había tirado
Buccino- iban a quedar intactas porque no tenían motivo para festejar nada,
porque de esa manera, amargamente, quizás compadeciéndose, podían sentirse
excluidas del todo de la mansa, vieja felicidad de la noche, de la calle.
Era una calle cerrada, que
no iba a ningún lado; parecía dar la espalda a la ciudad.
-Una calle triste porque
no pasa gente -decía la madre.
Hacía años que estaba
allí, que la miraban sentadas a la ventana. Y entonces, aquel diciembre,
dejaban la ventana abierta; las pequeñas piezas se recalentaban como hornos y
ellas se sentaban un poco retiradas para no ser vistas desde afuera, de modo
que desde la calle, desde el resplandor del sol, aparecían vaga,
indecisamente en la penumbra.
Miraban agitarse las hojas
de los árboles mecidas por algo que no era el viento porque no se movía un
soplo, mecidas por una fuerza como su propia exuberancia, balanceándose
suavemente en el calor, sin desplazar aire ellas tampoco. A medida que
pasaban las horas veían estirarse las sombras, cruzar la calle vacía
lentamente, como si tantearan en puntas de pie los adoquines recalentados. Y
después caía el sol y los ruidos sonaban lejanos, nítidos, en los largos
crepúsculos, y la gente del conventillo de enfrente salía a tomar mate a la
vereda mientras por sobre el antiguo muro que clausuraba la calle un olor de
jazmines, de yuyos tibios y de tierra invadía el anochecer.
La madre era una mujer
prematuramente envejecida. Sin embargo, por su menudez, o por su voz y sus
gestos casi infantiles podía, en la penumbra, parecer más joven que la hija.
Como si una porfiada adolescencia hubiera sobrevivido al involuntario
aflojamiento de la carne, a las arrugas que comenzaban a desdibujar su boca y
sus ojos. La hija se llamaba Julieta y estaba en vacaciones. En el otoño, al
reanudar las clases, sus compañeras volverían con la piel tostada y
mostrarían esas fotos del verano, grupos de jóvenes en bicicleta entre los
árboles o sentados sobre la arena desnuda, los rostros fruncidos,
deslumbrados por el sol, los abundantes cabellos y
las ropas escasas sueltos al viento.
Pensaba en eso (pensaba en
cosas como el mar, la luz ilimitada de irrepetibles días que ella no viviría,
mirando las lentas hojas, increíblemente verdes en el raído paisaje) oyendo a
la madre evocar un tiempo vivido lejos de allí. un mundo definitivamente
clausurado donde las personas y las cosas flotaban incorpóreas, meramente
enunciadas por la voz atónita. La voz aniñándose más aún a medida que
retrocedía en el tiempo, en la larga, ociosa recapitulación, mientras las
manos remendaban interminablemente trapos limpios, fresados hasta el
desgaste. Eran cosas, anécdotas contadas cientos de veces casi sin agregar ni
quitar una palabra, porque habían quedado así para siempre,
como habían sido, o como fueron contadas por primera vez.
Un mundo que la hija no
sabía si realmente recordaba, si había alcanzado a entreverlo, o si se le
había incorporado a fuerza de oírselo contar a la madre.
Pero seguramente no era
aquello lo que ella recordaba, la casa del Paso Molino con el zaguán y el
patio con claraboya y aquel piano que derramaba valses por la ventana ante la
cual habían desfilado los días de otro tiempo. Recordaba un estío verde que
había estallado en las calles cuando ella era una niña con un vestido rosado
y una moña rosada en las trenzas; por aproximación, por simple asociación de
ideas, recordaba la gran casa silenciosa de la madrina, la gorda mujer
taciturna que bebía té en unos pocillos de porcelana con pálidas figuras de
rosas y paisajes. Ella estaba sentada entre las dos mujeres con aquel vestido
comprado demasiado grande a fin de que pudiera usarlo durante dos o tres
años. La madrina la mandaba a jugar por la casa. Jugar consistía en
deslizarse silenciosa, casi temerosamente entre los objetos inmóviles, entre
los muebles oscuros y enormes y pegarse a los pesados cortinados que no
separaban ningún ambiente porque la luz, es decir la semipenumbra y el aire,
eran iguales en toda la casa, y desde allí espiaba a las mujeres.
Habían retirado los
pocillos y la tetera y sobre la mesa estaban extendidos los naipes. La madre
miraba el gordo, blanco y lozano rostro hierático y las regordetas manos que
señalaban la baraja.
-Algún dinero pronto.
-Tu esposo volverá, pero
debes cuidarte de una mujer.
-Una mujer que está muy
cerca tuyo. Este as de espada...
La cara y las manos con la
blancura de las mujeres de antes, un color como de magnolia, como si la piel
fuera una flor que nunca hubiera sido sacada de aquel invernadero penumbroso, inmóvil,
en el que colgaban pesadas e inútiles las aterciopeladas cortinas, y la voz
que correspondía a aquella cara, a aquellas cosas, una lenta voz grave, sin
matices. No varonil, asexuada, epicena, removiendo designios misteriosos y
aciagos.
De pronto (Julieta la
había estado esperando porque era cosa de todos los días) la
madre susurró:
-¡La bruja! ¡Mírala, nena!
¡Ya salió a lechucear!
Se santiguaron las dos
mirando a la vieja, parada en la puerta del conventillo, un bulto
de ropas oscuras rematado por el pelo de un gris sucio, toda ella mimetizada
con la pobreza de la calle.
-Anoche la vi patente
-dijo la madre-. Al principio creí estar soñando; pero no, estaba al lado
mío. Me senté en la cama y entonces desapareció. ¡Te juro que no aguanto más
este barrio tan triste, este chusmaje y encima esta bruja!
Sucedió un silencio
lúgubre. Un silencio que era como si el aletazo de un pájaro agorero
removiera vagamente la penumbra, el aire recalentado entre las paredes sin
otro adorno que la foto de recién casados de los padres y el diploma de
profesora de solfeo de la madre con la figura del músico italiano y dos
firmas de complicada caligrafía sobre la cartulina amarillenta. Entonces el
otro mundo, incorpóreo, espectral, se desvanecía del todo. Aun aquellos
mezquinos testigos, la foto y el diploma, se integraban del todo al mundo
real, al de la calle, al de la pobreza.
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- II -
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Ocurrió aquel largo,
luminoso diciembre.
Ocurría aquel lento
estirarse de las sombras bajo los quietos árboles, cruzando la calle donde no
pasaba gente, sobre la que el estío era una pompa de luz fantástica, efímera,
porque después volvería el invierno, la cerrazón y el viento sobre las
paredes ennegrecidas de intemperie, y en el corredor de baldosas rojas y en
los patios abiertos se arremolinarían de nuevo el hollín, la tierra y el
frío. El edificio en que vivían no era un conventillo como el de enfrente, pero
era así de pobre, de viejo; constaba de cuatro apartamentos dispuestos a lo
largo del corredor y desde los patios se podía oír por sobre las vetustas
paredes que los vecinos reñían con las mismas palabras que los de
enfrente y en los mediodías había el mismo olor de guiso, de churrascos, de
pescado frito, y en las tardes sólo quedaba el viento humedecido por la ropa
tendida, mientras en la calle algún grupo de muchachos gritones, brutales,
jugaban al fútbol con pelotas de goma o de trapo.
Esa fue la primera visión
que Julieta tuvo de la calle. Así la vio por primera vez aunque no recordaba
haber vivido en otro lado, en otra calle, y la madre no mencionó nunca cómo
ni cuándo habían ido a parar allí. Quizás había sido cuando aquella ausencia,
aquella huida del padre en la que había tenido que ver cierto dinero, pero de
eso apenas había oído algunas vagas alusiones en casa de la madrina y en un
tono casi sibilino, apagado en la espesa semipenumbra. De modo que nunca lo
pensó, así como no pensó ni advirtió que la madre hacía abstracción del
marido, apenas mencionaba sus bodas y eso como si ella hubiera sido la única
protagonista, como si aquel hombre de la fotografía, muchos años más joven y
con todo el pelo, no hubiera sido más que un simple partiquino o parte del
decorado. Quizás fuera que el hombre, la calle y el presente estaban allí y
no fuera necesario hablar de ellos, inventarlos.
Regresaba noche a noche
con aquel único traje marrón que usaba invierno y verano, su cansancio, su
miopía y su calvicie, esparciendo a su alrededor un aire de resignación, de
irremediable deterioro. Entonces la mujer dejaba de contar, de hablar, se
encerraba en un silencio lleno de reproches sobreentendidos a los que el
hombre oponía aquella cara que la miopía y la lástima, o la ternura, hacían
casi amorfa. Oponía los mismos gestos, las mismas palabras que alguna vez
habían sido ternura y ahora eran sólo costumbre, incapacidad de inventar
otras palabras, otros gestos que, por otra parte, no necesitaba. No
necesitaba nada más que abrir los brazos mostrando las palmas de las manos,
cuando la mujer le preguntaba si ese hijo de puta de Buccino nunca más iba a
aumentarle el sueldo.
Pero no era al hijo de
puta, al podrido en plata de Buccino ni a nadie en especial. Por lo menos no
a Buccino, el dueño del salón de lotería y revistas. Era a la certeza de que
el marido pondría la misma cara delante de él, a la certeza de que nunca iba
a abrir la boca para pedir un peso de aumento porque cualquiera que supiera
hasta la tabla del diez podía liquidar jugadas, calcular redoblonas: aunque
decime: ¿dónde va a conseguir ése un hombre como vos, un hombre con tu
educación, un hombre que fue cajero de una gran casa y no de un inmundo
boliche de clandestino de carreras?
Una noche, con la cena ya
fría, enfriada hacía rato, impregnando las piezas de olor a cocina, habían
oído las voces en la calle, habían reconocido la voz de Buccino sin haberla
escuchado nunca, sin recordar haberla escuchado antes.
-El quinielero -dijo la
madre.
El previsible sombrero ladeado
sobre la aceitada cabeza, los zapatos flamantes, ruidosos como grillos, del
quinielero y el perfume lujoso de una mujer que se mataba de risa de algo que
seguramente había dicho Buccino. Aparecieron detrás del padre que mostraba la
botella de caña en alto como si fuera un trofeo, con todo el entusiasmo, la
euforia que podía trascender su deteriorada figura.
-Rosita; aquí... los
amigos –dijo, y parecía que los estaba presentando a los tres, a la mujer, al
hombre y a la botella. A la botella principalmente.
Después Julieta desde su
cuarto sentía subir las voces y las insensatas
carcajadas de la mujer a medida que la botella bajaba. Las voces y la risa
desencontrándose, tropezando a lo largo de una interminable conversación. La
risa cesó de golpe, sin motivo, la mujer también se
puso a protestar, a intentar intercalar su monólogo
entre los de los otros.
Pero ya no sintió cuando
los hombres salieron por más bebida ni cuando al rato estaban de vuelta, las
dos sombras borrachas tambaleándose en la luna del patio, ni los aplausos y
las risas que en el otro cuarto saludaron la aparición de la nueva botella,
ni la voz aguardentosa:
-Chupen. Chupen nomás.
Buccino paga...
No fue aquello que la
despertó, la empujó hacia la puerta con la antigua curiosidad,
casi furiosa, que la pegaba a las cortinas.
Quizás fue el
silencio. El cesar de las voces, porque no era silencio. Le pareció oír que
alguien gemía y el arrastrarse de los pies en el piso. No pasos, no que
caminaran, sino el fregar de los pies en el piso como si estuvieran luchando.
Cuando se despertó del todo ya estaba mirando por la rendija de la puerta
entreabierta, tenía el picaporte en la mano sin
recordar en absoluto haberlo empuñado.
La mujer desnuda gemía y
vomitaba colgando flojamente de los brazos de Buccino. Se tambaleaban. El
hombre, en mangas de camisa, se tambaleaba prendido a las espaldas de la
mujer, apretándole, estrujándole los senos desnudos. Los padres, intensamente
pálidos y con algo distinto a la seriedad, a la tensión en los gestos,
miraban sin moverse, pegados a la pared.
-¡Papito! -llamó Julieta.
Entonces la madre le saltó
encima a los manotazos, a los gritos.
-¡Camina a acostarte,
mocosa de porquería! ¡Camina! ¡Camina te digo!
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- III -
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La brevísima, casi
imaginaria medianoche había pasado. El Judas ya no ardía en la calle cortada,
los rescoldos de la fogata y el mundo entero se enfriaban a la luz de la
luna. En algún lugar seguía la música de baile, nostálgica, invicta bajo las
estrellas. Entonces habían olvidado las cosas -la fruta seca, el turrón, las
botellas- que permanecerían intactas, fuera de lugar como los cohetes
atrasados que estallaban blandamente en el cielo.
También habían dejado de
renegar por la tardanza del padre y de Buccino, que se habrían quedado en el
café, tomando copas con los apostadores de quiniela y carreras de todo el
año, y permanecían casi a oscuras en la noche tenuemente debilitada por la
luna, que les permitía presentirse más que verse, y más que nada, presentir
sus pensamientos, como si ellos también tuvieran peso, presencia. Pensando
que si ahora llegara Buccino estaría borracho seguramente, y también traería
a la mujer, lo más campante, como si no hubiera pasado nada, como si le
hubiera bastado con tirarles aquella limosna que deberían devolvérsela,
tirársela por la cara, sabiendo de antemano que no lo harían de ninguna
manera.
—Porque una tiene
educación —comentó la madre amargamente, en voz baja, como para sí misma-.
Porque el que tendría que hacerlo sería tu padre, no permitir algunas cosas.
Ahí andará aceptándole las copas. Chupa, chupa, que Buccino paga. Y el que
chupa es Buccino, le chupa la sangre por tres vintenes miserables, y encima
le friega por la cara, delante de todo el mundo, las copas que le paga.
No era rabia, era una
lástima casi insoportable por el marido, por ella
misma.
-...por vos nena, que sos
casi una señorita. Que si no, te juro...
Pero no supo qué iba a
jurar, qué clase de promesas podía formularse. Supo
que no había promesas, esperanzas.
No los habían sentido
llegar, oyeron las voces estropajosas, los pasos borrachos tropezando en el
patio y la voz de la mujer que gritaba, ahogándose de risa:
-¡Rosa! ¡Rosa! Te trajimos
a tu marido...
La madre se volvió hacia
la voz y tropezó con la mirada de Julieta, supo precisamente que los ojos
sombríos estaban fijos en ella. Fue para ellos que quiso sonreír, bromear:
-Muy bonito; ¿eh? ¿Estas
son horas?
Ya no era sonrisa cuando
se volvió otra vez hacia la ventana, era una mueca que le dolía en toda la
cara cuando habló, cuando sintió su voz como ajena.
-¡Qué locos! -dijo-, ¡Qué
locos!...
Ya no vio la paz de la
noche, ya no quería oír más nada. Sentía solamente
aquella mirada que estaba allí a su lado, fija en ella, y sintió un odio
intenso por ese testigo.
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Buenos Aires
Andersen Banchero
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Quedaba allí
nomás, detrás del Cerro. De allí le traían al padre el diario
"Crítica" y, nada más que girando un botón, se podía oír a Gardel y
Corsini en radio Belgrano. Era un país de hombres tristes y malos, que se
pasaban tocando la guitarra y peleando con cuchillos, aunque el tío Mingo,
que trabajaba en el vapor de la carrera, le traía de allí latas de dulce de
leche "La Martona" y frascos de caramelos muchos más ricos y
grandes que los que don Abdón, el almacenero, le daba de yapa.
Debía
parecerse al Prado, porque estaba lleno de glicinas, malvones, madreselvas y
rejas con jazmines que lloraban de celos. Nunca había visto llorar a los
jazmines del Prado, pero su perfume lo ponía triste porque vivía en una calle
sin quintas; en las veredas, los árboles tenían olor a polvo y a lluvia y al
humo de la usina y de los autos. Pensaba en Buenos Aires como en el Prado y
se ponía triste oyendo a Corsini y a Gardel, se ponía triste sin saber por
qué; porque una vecinita, la hija de la partera, se había ido para allá con
toda la familia.
Fue un verano,
un verano en el que había un caballo que se llamaba Cute Eyes y corría más
ligero que todos los otros caballos. Corría más ligero que los automóviles y
los ferrocarriles.
Un verano en
el que él ya sabía leer y se pasó buscando el nombre de Buenos Aires encima
de las cabezas de los motormen de
los tranvías, allí donde siempre decía Centro o Paso Molino o Parque Rodó; un
verano en el que le puso Cute Eyes al caballito del carro del verdulero que
sacudía la cabeza mansamente a la sombra de todos los árboles de la calle.
Porque los otros caballos, los de los carros de la cervecería, eran grandes
como elefantes y se debían comer a la gente.
Ese verano
descubrió que el "Tit-Bits", el "Tony" y el
"Billiken" también eran de Buenos Aires y que el nombre de la calle
estaba mal escrito en la chapa clavada en la esquina, al lado de la puerta
del almacén de don Abdón, porque decía Gral. en vez de General; después descubrió
que todas las chapas de General Luna estaban mal escritas. Se dio cuenta,
también, de que el mundo estaba todo escrito. Él había creído que las únicas
letras para leer estaban en el libro de la escuela, debajo del dibujo de un
ojo y un ala de pájaro y muchos dibujos más, pero comprendió que podía leer
hasta en las paredes, aunque no hubiera nada dibujado.
Los que venían
a afeitarse a la peluquería del padre decían que Cute Eyes vivía en Buenos
Aires; pero todas las mañanas se disfrazaba con unos arreos y unas anteojeras
tachonadas de cobre y venía por la calle, bajo las sombras de los árboles,
entre las varas del carro de Gregorio, el verdulero. Demoraba mucho en
llegar, porque se paraba ante todas las puertas y muchas mujeres iban a
comprar al carro, mientras Cute Eyes mordía el pasto de la vereda.
Él lo esperaba
sentado en la puerta, mientras los gritos de Gregorio se iban haciendo más y
más distintos en el sol, hasta que al fin el carro se paraba ante la
peluquería. Mientras Gregorio llenaba de verduras, de papas y de frutas una
canasta de mimbre de la madre, él le hablaba a Cute Eyes, que pateaba el
suelo y sacudía la cola, los arreos y las anteojeras. Después, Gregorio se lo
llevaba despacito, tironeándolo de las riendas, porque era bueno y nunca le
pegaba al caballo para que corriera, aunque podía correr más ligero que los
ferrocarriles.
La calle
terminaba en las vías, junto a la bahía, frente al Cerro, detrás del cual
estaba Buenos Aires. Pero los tranvías no podían llegar a ella porque no
podían andar por el agua. Nadie podía andar por el agua. Los pescadores de
caña, los pescadores de lisas, corvinas y pejerreyes, se pasaban la vida
pensando, en la orilla, al borde de los muelles, para aprender el secreto de
los pescados, pero sólo el vapor de la carrera podía ir.
Él no pudo
creer que aquello fuera un barco, no tenía velas y estaba lleno de gente,
escaleras y chimeneas, como un edificio grandísimo. Aquello no podía estar
arriba del agua, estaba a la orilla del mar como toda la ciudad. Dijo que no
era un barco y que no podía caminar; el tío Mingo le mostró por dónde iba a
Buenos Aires, pasando entre las boyas, los extremos de las escolleras y el
Cerro, y le prometió llevarlo otro día para que viera que podía caminar por
arriba del agua. Había otros barcos, pero ninguno se movía como las boyas y
los botes en las olas, como las gaviotas y las banderitas en el cielo;
estaban tan quietos como todos los edificios de la ciudad y de la aduana.
Además, el tío Mingo no había visto a la vecinita, que era una botija rubia
con el delantal blanco y la moña azul de la escuela; dijo que podía haberla
visto, pero que Buenos Aires estaba lleno de botijas rubias con delantal y
moña, aunque les decía pibas en vez de botijas. En General Luna también había
unas cuantas, pero aquella se llamaba Clara y si el tío la hubiera visto
tendría que haberla reconocido.
Esa noche soñó
que Buenos Aires era la esquina del almacén donde estaba la chapa mal escrita
en la pared pintada de rosado.
El tío Mingo
vivía en el altillo de la casa. A veces llegaba de la calle con un olor raro
y le costaba subir la escalera; entonces él no podía preguntarle nada. Los
padres decían que el tío se portaba mal y que todos los marineros eran
iguales. Pero él iba a ser marinero cuando fuera grande. No le gustaba ser
peluquero, como el padre, que se pasaba tomando mate en la vereda esperando a
los clientes y nunca había ido a Buenos Aires aunque leía la
"Crítica" y escuchaba radio "Belgrano"; y los sábados,
cuando él no tenía que ir a la escuela, a la peluquería venían muchos clientes
y en vez de llevarlo a pasear lo hacía quedar para que le llevara las jugadas
de las carreras al salón de don Vicente.
Un día, a don
Vicente se lo llevaron preso delante suyo; lo sacaron a la calle a empujones
con la corbata de moñita y el toscano, dándole tiempo apenas para ponerse el
rancho de paja. Uno de los que lo empujaba, que no estaba vestido de policía,
le preguntó a él qué había ido a hacer al salón. Se asustó y se puso a
llorar, pero igual se le ocurrió decir que había ido a comprar una cajita de
pomada para los zapatos y lo dejaron volver a la casa.
Cuando el tío
Mingo lo llevó al hipódromo, aceptó pensando que le iba a comprar helados por
el camino, aunque se iba a pasar la tarde encerrado entre cuatro paredes,
entre el olor de los cigarros y gente que discutía y gritaba más que Macón y
el Cronista Popular, que gritaban en la radio, como en la peluquería del
padre y el salón de don Vicente. Se encontró en un lugar inmenso, lleno de
sol y colores, con caballitos como de seda brillante que pasaban delante suyo
haciendo con los cascos un redoble de sordos tambores en el suelo. Le
preguntó al tío si allí a la gente no la llevaban presa por jugar a las
carreras y el tío se rió.
Alguno de esos
caballos debía ser Cute Eyes, pero el tío, que lo había visto en Buenos
Aires, le dijo que Cute Eyes corría mucho más ligero que todos esos y él
pensó que Buenos Aires era como aquel país de las maravillas donde a la gente
no la llevaban presa y los colores eran mucho más colores que en la calle
donde vivía.
Se pasaba los
días sentado en el mármol del umbral de la puerta de la peluquería, soñando
con tranvías que pudieran andar por el agua, porque nunca creyó que los
barcos que había visto anduvieran. Cuando el vapor de la carrera navegaba, el
tío tenía que estar a bordo -le dijo- y no podía llevarlo al puerto para que
lo viera. Él podía quedarse en el muelle y, cuando el barco se fuera, volver
solo, caminando todo por la orilla del agua, pero el padre no lo dejó;
tampoco podía llevarlo al puerto, porque tenía que atender la peluquería; él
le dijo que era un peluquero y no le pegaron porque el tío lo defendió, pero
lo mandaron a la cama sin comer.
En la cama se
puso a pensar que a la vecinita la habían raptado los árabes, como en las
historietas del "Tib-Bits", y que él trabajaba en la Legión
Extranjera y la rescataba; cuando se aburrió y dejó de emocionarse con eso,
imaginó que habían sido los indios y que él, montado en un caballo más ligero
que el de Tom Mix y que el mismísimo Cute Eyes, la salvaba justo al borde del
precipicio y después se casaba con ella.
Sentado en el
mármol del umbral, veía en las mañanas acercarse aquel opaco caballito de
estopa, árbol a árbol, arrastrando el carro con el olor de verano de los
duraznos. Se quedaba un rato parado frente a la peluquería, golpeando los
adoquines con las herraduras, sacudiendo pacientemente la cabeza y las cerdas
de la cola; después, con el verdulero parado en el estribo del pescante, el
carro se iba y la calle quedaba sola bajo la sombra de los árboles. Él se
quedaba sentado allí, hasta que lo llamaban para comer.
Los sábados
seguía llevando las jugadas del padre al salón de don Vicente. Había creído
que a los presos no se les veía nunca más, como a los muertos, pero don
Vicente estaba otra vez detrás del mostrador con la misma corbatita a lunares
y el toscano; entonces se puso a esperar un vago milagro que iba a suceder
con el otoño, cuando en el carro del verdulero no hubiera duraznos y las
nubes y las lloviznas difuminaran las sombras de los árboles en las veredas y
los adoquines.
Ya habían
empezado las clases en la escuela, cuando descubrió que el viento
desparramaba el vuelo de las gaviotas sobre los techos de la ciudad y que en
la azotea de la casa la ropa tendida flameaba como las banderitas de los
barcos, como las velas de los veleros.
Con una rueda
de un monopatín que se le había roto, se puso a timonear, rumbo a Buenos
Aires.
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Máscara suelta
Anderssen Banchero
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Amanece ya. El
día húmedo de mar avanza a tientas calle arriba. Tranvías inciertos ruedan en
la ciudad que despierta. En el café sólo queda la pareja de gauchos, el viejo
pianista y un negro que "duerme la mona" echado de bruces sobre la
mesa.
La claridad recién
nacida es cruelmente virginal sobre la calle abandonada, ante todos esos
seres abandonados frente al día.
Hace rato se
han ido los músicos de "la milonga" y las mujeres con una sonrisa
carmín dibujada en los rostros cansados.
Los dedos del
pianista vagan unos segundos, casi ingrávidamente, sobre el teclado, marcando
unas notas de "Saint Louis Blue".
Unas notas
lánguidas, cansadas, que se diluyen sin alcanzar la puerta, llena de esa
claridad cenicienta que aún no se ha decidido a entrar, de modo que el café
está sumido en una semipenumbra.
El viejo
sonríe indefinidamente, y su perfil aguileño adquiere una expresión de
ternura. Una ternura vacía. El sentimiento de sobrevivir esa hora en que
otros hombres están despertando. Sobrevivir lánguidamente, sin motivo, como
esas notas que vagan en el café penumbroso. De pronto la tapa del piano cae
con un ruido seco, definitivo, sobre el teclado. Entonces en la puerta se
hace más cruel aún la desnudez del día.
El negro
despierta, pasea por el café semidesierto una mirada ausente, murmura algo y
vuelve a dormirse entre gruñidos. La pareja de gauchos bebe en un rincón,
junto a la ventana. La mujer está empeñada en convencer a su compañero ebrio:
—Armando,
vámonos ya...
El hombre la
mira irritado. Se ha echado hacia la nuca el chambergo de su disfraz, dejando
al descubierto su demacrado rostro de mulato, y unos rizos de su melena negra
aplastados sobre la frente. Sus grandes ojos de enfermo están extraviados por
la embriaguez.
La mujer,
pequeña y fea, es bastante mayor al parecer que su compañero. Los cabellos de
un color indefinido, que no se decide a ser rubio, orlan vagamente su rostro
ajado. Su boca, demasiado grande, demasiado sensual, se contradice con el
resto de su persona.
—Vamos,
—insiste—.
Pero ya el
hombre no la mira, ni la siente. Con la mirada fija hacia adelante, balbucea
algo. Parecería alucinado por cuanto le rodea en el alba húmeda, abandonada
en las calles que bajan hacia el mar entre viejos edificios.
En Carnaval la
pareja recorre los tablados de los barrios, cantando canciones
indefectiblemente dedicadas "a la dina comisión del tinglado y al público en general".
Lucía vende la letra de las canciones:
—"A medio
los versos"... "lo que canta Armando Vega"...
Un acceso de
tos sacude al hombre y Lucía tomándolo de las manos se queda mirándolo con
una mirada dulce y ansiosa a la vez.
Por fin,
Armando accede a marcharse. Al incorporarse se hace ostensible su embriaguez.
La guitarra que lleva casi arrastrando golpea contra una silla.
—Dámela, dice
la mujer estirando una mano.
—No... la
guitarra... no..., tartamudea el compañero.
—La vas a
romper...
La guitarra
no, repite el hombre con obstinación. Se separa violentamente de ella y el
impulso le hace trastabillar; recupera dificultosamente el
equilibrio.
—La
guitarra... Va a decir algo, pero el pensamiento se le queda perdido entre
las brumas de la borrachera.
Se van calle
arriba, ridículos con sus trajes carnavalescos en medio de la mañana.
Lucía camina
unos pasos atrás, enredándose en la larga pollera de organdí de su disfraz.
Entre sus cabellos desteñidos, lamentables, atados con un una gran moña
celeste, se ven algunos papelitos verdes y rosados.
Siempre que se
embriaga, Armando siente rencor hacia su compañera. Se ha quedado mirándola
con sus ojos de alucinado. Ese rostro prematuramente envejecido, tiene, no
obstante, algo de infantil, de esos ojos que a su vez le miran con ternura.
Como rechazándola de sí, aparta la mirada hacia la ventana.
La calle está
plena de ruidos matinales, bajo el cielo casi incoloro de la ciudad.
Vacío ante
esas cosas. Vacío como su disfraz de gaucho que cuelga del respaldo de la
cama, como su guitarra olvidada en un rincón... Ha gemido. Lucía extiende la
mano hacia su frente en un gesto tierno.
—No... Salí,
déjame... Se da vuelta en la cama.
—¿Pero qué te
pasa? Decí...
El hombre
cierra los ojos y hunde la cabeza en la almohada.
—Armando...
—¿Querés
callarte, por dios...?
La mujer
vacila, se da vuelta a su vez. Al rato Armando la oye ahogar sus sollozos en
la almohada.
Tiene ganas de
gritarle que la odia, que odia su llanto, su voz, su ternura.
Por fin se
queda dormido.
Cuando
despertó, Lucía no estaba en la pieza. Le había dejado comida sobre la mesa.
Miró los alimentos con desagrado.
Serían las
seis de la tarde. El sol entrando por la ventana, estiraba sobre las tablas
del piso un largo cuadrilátero.
Encendió un
cigarrillo, comenzó a toser y lo arrojó con una mueca de asco.
Un dolor tenaz
le martillaba las sienes. Respiraba agitadamente, con dificultad. Se sentía
débil para incorporarse y permanecía tendido sobre la cama, con la mirada
fija en las manchas de humedad del techo.
Una aguda voz
femenina llegó del patio del conventillo, aumentando su malestar.
Se llevó ambas
manos a la cabeza, oprimiéndose fuertemente las sienes con las palmas. Luego,
con un quejido, las dejó caer sobre el pecho, desalentado.
A través de su
sopor comenzó a recordar.
Unas notas del
jazz vagando en el café semidesierto. El alba. El alba escurriendo su hondo
olor marino, como un náufrago ante los umbrales donde aún sobrevivía la
noche. El rostro del negro borracho mirando estúpidamente las cosas... Y
Lucía con su ternura que él había rechazado...
El recuerdo de
la compañera se le hizo de pronto increíblemente doloroso.
Había
comenzado a oscurecer en la ventana, y la sombra llenaba los rincones del cuarto.
La mujer ya no
vendría. Quizás había "conseguido algún viaje".
A veces pasaba
hasta dos o tres días "por ahí", y una noche al volver con su
guitarra, la encontraba dormida con ese aire de soledad inocente que tienen
las mujeres cuando duermen.
Todo esto que
quería pensar con indiferencia, le resultaba doloroso ahora. Como todo lo que
rodeaba su soledad. Como aquel latido tenaz en las sienes. Como todo su
cuerpo que palpitaba en las sombras.
Se decidió a
encender la lamparita eléctrica que colgaba de un cordón ennegrecido en medio
de la pieza. Una luz amarillenta manchó las paredes recubiertas de una
pintura a la cal, descascarada y de un azul desvanecido. Sobre la cabecera de
la cama un pequeño crucifijo patentizaba la soledad de la pieza, amoblada por
una mesa coja, cubierta por un mantel de hule, el ropero barato y las sillas
conmovedoramente solitarias.
Más allá de la
ventana, la noche se había cerrado sobre la calle. Alguien pasó silbando un
silbo feliz, despreocupado.
Estaba enfermo
desde hacía mucho tiempo, desde que trabajaba de panadero. Los médicos del
Municipio le habían retirado el Carnet de Salud: "Sombras en los
pulmones". Tuvo que dejar el oficio. Sin embargo, nunca había sentido su
enfermedad hasta después de aquélla riña, que él mismo, ebrio, había
provocado.
Lo habían
golpeado hasta dejarlo sin sentido aquélla madrugada.
En el suelo
sintió un fuerte dolor en la espalda. Un puntapié. Después se desmayó.
Cuando volvió
en sí, su cuerpo atravesado de dolores punzantes, se negaba a obedecerlo.
Casi arrastrándose, llorando de furia impotente, volvió a la pieza.
Recordaba una
voz: "Vas a aprender borracho e'mi...".
Había un odio
intenso en su tono, parecía como si se la hubiesen escupido encima. Sin
embargo era algo impersonal, anónimo, como las tres sombras que le rodeaban
en el callejón, que se inclinaban para golpear su cuerpo caído.
Había escupido
sangre.
Aquello le
había revelado de pronto el rencor que guardaba a la vida.
Siguió vagando
por los boliches con su guitarra. Y bebía, bebía para aturdirse. Cuando
regresaba vaciaba sobre su compañera sus sentimientos.
Arrojaba sobre
ella el desprecio hacia una vida que la mujer misma le recordaba.
Habían transcurrido muchas
horas. El matrimonio de la pieza vecina había regresado del tablado hacía
rato ya. La mujer había reñido a los hijos que reían fuerte. Los ruidos del
Carnaval, difusos en la noche se habían apagado también, y ahora otra clase
de ruidos, indefinibles, casi fantasmales, llenaban el caserón, como si las
cosas se hubiesen animado de una vida secreta. Se le había ocurrido que
quizás Lucía estuviese por llegar, y ese pensamiento le hacía permanecer en
acecho, azuzando sus sentidos hacia la noche hostil e inmensa que vagaba por el
mundo. Nada. Crujidos de viejos maderos apenas. Ruidos más bien insinuados.
Quizás la canilla del patio que goteaba. El viento...
Cuando niño
imaginaba que seres misteriosos le acechaban. Otra vez los recuerdos llenaban
su tensa vigilia, la distraían de su impaciencia.
Invierno en su
pueblo. El cielo gris rodando sobre días que la lluvia desmoronaba.
Lavanderas en un arroyo... El rostro oscuro de su madre inclinado sobre la
corriente que arrastraba una sucia espuma de jabón. Un cachorro blanco
ladraba en la orilla a su propio reflejo, o acurrucado a su lado, en los
atardeceres, cuando en la puerta del boliche se pasaba horas mirando a los
jugadores de truco, a los cantores o a los borrachos...
Los recuerdos
llegaban sin fuerza, como sueños, correspondiéndose por una ternura desolada
que hasta entonces había ignorado.
Y otra vez el
rostro de Lucía.
De nuevo se
sentía clavado en esa soledad que atestiguaban las cuatro paredes de la
pieza, y las cosas erguidas en torno a él con una extraña personalidad.
La enorme
soledad de esa vida que arrastraba noche a noche, por los boliches,
"tirando la manga" humildemente.
Y Lucía que
tal vez en ese momento estuviese acostada con otro hombre...
Ah! Tenerla a
su lado para volcar en ella esos sentimientos, como nunca había sabido
hacerlo...
Afuera, pegada
a los muros y a las ventanas, la noche vacía... Unos pasos indecisos sonaron
en la calle solitaria. La tos, cuatro golpes secos, absurdamente humanos.
Luego el silencio infinito.
Por fin los
pasos inconfundibles de Lucía sonaron en medio de la desolación del patio.
Siempre
caminaba así, con pasos breves, tímidos, como un pájaro.
Una loca
alegría se agolpó en el pecho del hombre. Giró la cabeza hacia la puerta.
Unos instantes más y ella estaría allí.
El corazón
golpeaba salvajemente, como si quisiera saltársele. Cerró los ojos intentando
dominarse.
Por fin se
decidió a mirar. La noche de afuera, leve y azulada, recortaba en el umbral
la figura de la compañera. Permanecía allí, inmóvil, sin decidirse a entrar.
Desde más allá
de la estática figura de la mujer, la noche empujó hacia la pieza un vago olor
a inmensidad.
El nombre de
ella se le quebró en un sollozo.
—Lucía!...
Estiró sus
brazos hacia la visión que permanecía con una inmovilidad inhumana.
—Lucía!...
Dio dos pasos
con los brazos extendidos, trastabilló y cayó de bruces sobre el piso.
Alrededor de
ese reflejo de noche que iluminaba débilmente la figura del hombre caído, se
apretaban las sombras del cuarto, como acorraladas.
El viento que
se había levantado hacía algunos instantes, aproximaba gallos increíbles y
los ruidos madrugadores, perdidos en el mundo.
La canilla del
patio goteaba con breves intermitencias, con un sonido hueco, como pasos
indecisos.
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Anderssen Banchero (Montevideo, 18 de junio de 1925 - 26 de julio de 1987) fue un escritor uruguayo. Su obra, de inspiración autobiográfica, tiene como escenario las zonas suburbanas y los barrios modestos de Montevideo, arrabales donde se desarrolla la vida de las clases bajas o medias bajas, en espacios tales como pensiones, bares, esquinas de barrio, zonas fabriles. Durante sus primeros años residió en los barrios montevideanos Atahualpa y Reducto. Trabajó en el Banco de seguros del Estado. Integró el grupo de la revista Asir y estuvo vinculado a Domingo Bardol, Enrique Estrázula Liber Falco, Eduardo Galeano, Hugo Cores, Heber Raviolo, entre otros. Falleció en Montevideo en 1987. En forma póstuma en 1988, recibió el premio Bartolomé Hidalgo de la Cámara Uruguaya del Libro, por su novela Los regresos (cuyo título original era Los mezquinos rincones).