Hugo Bervejillo |
El bar estaba por cerrar. Era una de las peores
noches del invierno.
La lluvia, en ráfagas, barría la calle y hacía temblar la puerta de madera y vidrios, vieja y desvencijada. Sosa, el propietario, estaba acodado sobre el mostrador. A veces la puerta se abría, sola, de golpe, por obra del viento, y los pocos parroquianos suspendían el viaje del vino hacia la boca y bajaban la voz hasta que alguien se levantaba y la cerraba y todo volvía a aquello en lo que estaban: los hombres, a convencer a las mujeres, y éstas, a estirar el momento. Entonces la puerta se abrió una vez más y entró aquel hombrecito de los ojos febriles, y los bigotes y la barba desprolijos. Estaba vestido de negro, y despeinado. -Soy la Muerte- dijo-, y todos aquí van a morir. Pero solamente le llegó el silencio y la mirada de los parroquianos, serena, e indiferente. Sosa lo miró de costado, sin dejar de fregar el vaso recién lavado. Alguno tal vez pitó y dejó ir el humo por boca y nariz, un humo perezoso, como de incensario. -Nadie puede conmigo. Soy un Invicto. Cuando yo paso, todos tiemblan: las mujeres se abren de piernas y los hombres se van a baraja- y paseó la mirada por la sala, midiendo el efecto de las palabras-. Cuando tomo, rompo el vaso, y atrás mío queda el luto y nada más. Es posible que alguno de los parroquianos volviera a mirarlo de soslayo, pero era cierto que las mujeres bajaron la vista a la mesa porque temían mirar a la Muerte, y los hombres quedaron mudos y pensativos, y era casi como si lo estuvieran escuchando. -Quién de ustedes- dijo- puede saber si no vengo de su casa, porque no hay mujer que no quiera conmigo si yo quiero con ella. Y no hay macho, alerta o borracho, que no me haya entregado su secreto si yo se lo pedí. No hay mujer que no sea puta si yo se lo exijo. Y entonces terminó de hablar y encendió un pucho que tenía en la mano, con aire triunfal, más pálido, todavía, que cuando entró al bar, calibrando por entre las volutas la admiración que creía advertir. Atrás de las palabras, otra vez el silencio, y esta vez, la quietud total de los vasos y las copas. Entonces Sosa, el bolichero- que era la Muerte-, lo hirió de lejos sin ningún ademán. El hombrecito cayó al suelo, descubierto en su vanidad, y miró a todos pidiendo auxilio, pero los demás vacilaron, porque nunca habían visto a la Muerte herida y, menos, pidiendo auxilio. Encogido y débil, el hombrecito trataba de levantarse y no podía. Daba lástima. -Me muero- dijo-: ayúdenme. Entonces, con voz recia, y mientras acomodaba de un golpe el repasador contra la máquina de café, Sosa levantó la voz, amenazador: -¡Vamos, macho: a morir afuera! Mientras el hombrecito se arrastraba penosamente hacia la puerta, los parroquianos continuaron sus conversaciones, gratificados por el calor tibio y el galope de la sangre en las venas, porque la Muerte ya no estaba en evidencia y todo volvía a ser como antes. Anónimo y moribundo, el hombrecito desapareció detrás de la puerta. Algunas parejas se decidieron por buscar un hotel, y otras demoraron un poco más, haciendo planes; pero antes de que pasara mucho rato, el boliche quedó solitario y silencioso, mientras afuera soplaba el viento frío. Sosa, atrás del mostrador, hacía números en un papel, y cada tanto, tachaba un nombre. |
Puchos |
Sobre una pequeña franela violeta se puede leer:“Severino Villamide. Campeón Sudamericano de Foot-ball. Año 1926.” Y la tarjeta de cartulina, blanca, abajo, que dice: u$s 200.oo. La mesa está contra la ventana. Tiene un mantel gris oscuro, apropiado para lucir todo esto que figura prolijamente encima, casi en orden geométrico. en un susurro, alguien le pregunta al de su costado ¿será de oro, nomás?. Un poco más atrás de esta medalla está ubicada una foto de Severino Villamide, que es una ampliación de un recorte de diario. Nadie de los que caminan por la casa lo conoció ni tiene idea de qué rasgos son los dos su cara, pero es posible saber que se trata de Villamide porque está su nombre al pie de la foto, dominando una pelota con el pecho entre dos jugadores de otro equipo, en una cancha ignota, con pocos espectadores. Algo más arriba, en la pared, está, también ampliada, otra foto de diario, donde Villamide integra un grupo de jugadores, al sol, contra una pared encalada: todos sonrientes, todos vestidos como para salir a la cancha, pero luciendo una peinada como para llegar a un baile, tal vez estrenando equipo nuevo, alegres como chiquilines. Quizá Villamide supiera de qué año era esa foto, y pudiera identificar a todos los integrantes- claro: allí estaban el Ruso, Melgarejo, el Cochemba, el Mono-, pero Villamide no estaba ni estaría, porque había fallecido el año anterior, -aunque su memoria había estado dormida los últimos cinco o seis años- y entonces no era posible saber quiénes eran ni qué edad tenían, ni en qué puesto se desempeñaban ni qué historias tenían consigo. A un costado, del lado de la chimenea de piedra, figura la camiseta del Universal, y al costado, la del Reformers, dos rarezas, que apenas duraron sobre la mesa poco más de cuarenta minutos, porque dos finlandeses de apariencia exótica las compraron sin chistar. “¿Quinientos Dólarres” preguntaron como queriendo verificar o eludir errores. ¿quinientos dólarres?. Y ya no pudieron moverse, apretados por los demás que habían entrado detrás, en ese malón sorpresivo e incomprensible de gente- la mayoría europea- que, avisada por la prensa, concurrió a comprar los recuerdos de Villamide, pertenecientes a una época en que ellos mismos no habían nacido. Al día siguiente, el comentarista radial que se refirió a aquella feria, dijo enfáticamente que los europeos compraban aquello porque estaban sedientos de gloria, de esa gloria que solamente el fútbol uruguayo había sido capaz de conquistar, y por eso querían rozarla comprando reliquias. También se exhibieron los zapatos de Villamide. Eran dos mazacotes de cuero, cosido como si el tano zapatero hubiera querido inmovilizarlos para llevárselos presos. El agua y el barro- y el uso prolongado- los habían deformado, transformándolos en algo grotesco, oscuro, de aspecto fatigado. Hasta ese día, solamente Villamide los había mirado con afecto, porque fue el que los tuvo en los pies tantos años: él sabía qué origen tenía cada muesca en el cuero, o cuántas veces había tenido que cambiar los cordones- y alguien notó, entonces, que eran de colores diferentes-, o antes de qué partido dejó de pasarles grasa cruda de vaca. Pero los nietos de Villamide habían puesto elegantemente aquellas cosas ruinosas de cuero sobre un mantelito de terciopelo con una tarjeta que decía que con aquellos zapatos toscos, Villamide había disputado la final del Campeonato Mundial en 1930- era fama que con el zapato izquierdo estuvo a punto de abrir el marcador con un tiro furibundo, apenas a diez minutos de comenzado el partido-, y, finalmente, abajo, en caracteres que no dejaban ninguna duda, se había dibujado la cifra de seiscientos cincuenta dólares. Mentira dijo Zaldombide, que estaría viejo, pero tenía una memoria fantástica; y además estuvo en aquella final: se había vestido al lado de Villamide : ya en la final del Veintiséis, él empezó a usar unos tarros nuevos que le trajo Barlocco de Italia y dejó de hablarle a su hijo y miró rencorosamente a los nietos de Villamide : éstos, son unos tránsfugas. Pero antes de media hora, un inglés de lentes sin montura se los llevó, alucinado, como si llevara la Corona de la Reina. Tal vez Villamide hubiera podido explicar – era el único que podía saberlo- que aquellos tamangos lo habían acompañado desde Intermedia hasta Primera, desde las canchas de Jacinto Vera y Capurro hasta Buenos Aires, Río de Janeiro y Valparaíso, pasado por el Estadio Centenario. Con esos únicos zapatos corrió por la cancha del Solferino, del Charley, del Albion, del Güánder; con ellos había hecho calistenia en El Fortín, en el Parque Central, bajo techos de chapa; y se había embarrado en la cancha del Dublín y en el Campo Chivero de Parque Batlle. Pero eso sólo lo hubiera podido contar él mismo, y ya estaba bajo tierra desde el año anterior. Otra rareza era la medalla que consagraba a Villamide como Campeón de 200 metros llanos en el Sudamericano de 1919, noticia que conmocionó a los europeos, que se apelotonaban delante de esa mesa, con ademanes de asombro. Uno de ellos, después de varios minutos de discusión enconada con otro, se la llevó por 300 dólares, envuelta en una servilleta de papel, porque no tenía estuche. Al lado, otra medalla algo más grande lo consagraba como integrante del equipo que ganó el vicecampeonato sudamericano de fútbol en 1918, en Santiago de Chile, y delante, la foto encuadrada del equipo celeste ganador de la Copa Cusenier en 1913. El cronista deportivo que hablaba por radio comentó al día siguiente que a Uruguay le sobraban gloria y trofeos y que Uruguay continuaría ganando Copas, porque la historia manda y tiene sus favoritos. Además resopló Zaldombide Villamide estuvo en la final del Treinta, pero como invitado especial, para cantar con la guitarra en la concentración y cebar mate en el vestuario, porque las tabas, a esa altura, ya no le daban más. Pero sabía aconsejar a los muchachos. Mentira, eso de que jugó. Los nietos de Villamide sonreían detrás de la mesa donde se apiñaban los compradores, que no los veían por atender todo aquel muestrario del viejo gladiador, reliquias de una época pasada y gloriosa. En aquellos tiempos sí que se jugaba al fóbal, comentaba en la esquina, un vecino enterado. En aquella época, las medallas de oro eran de oro, y no pintadas, como ahora le deslizó el comerciante a su esposa, dos casas por medio. Cuando, unas dos horas después, ya quedaba la mitad de los artículos que se habían expuesto al principio, fue que trajeron la pelota con la que se jugó la final del Treinta, y un zapato de fútbol- único- que los nietos definieron como perteneciente a Héctor Scarone. Pero el propio Villamide se hubiera escandalizado por el error: cómo no se daban cuenta que ese tamango era dos puntos más grandes que los que calzaba El Héctor. Nabos. aquella era su posesión más valiosa y más secreta. Cuando la Selección uruguaya volvió de Colombes con el título Olímpico- que entonces era un título Mundial-, Argentina, enconado rival desde treinta años antes, los desafió para un partido amistoso que se jugó en cancha de Barracas, donde ganó con un gol de corner que tiró Onzari. Después del partido se dieron de trompadas un buen rato hasta que la policía disolvió la fiesta, pero a Villamide le había quedado de recuerdo ese zapato, que era de Onzari, el que hizo el gol. Hubiera podido revivir el momento y hasta el color del sol de la tarde que se iba, cuando levantó el trofeo mostrándolo a los argentinos, que ya estaban sobre el portón con rumbo a los ventuarios, todavía cruzándose gritos y provocaciones. ¡Vení a buscarlo que te lo devuelvo en Montevideo! Y también de la tristeza que lo empapó cuando se enteró de la muerte de Onzari, muchos años después. ¡Cómo hubiera querido poder devolverle aquel trofeo, y charlar con él y hasta compartir un asado y darle un abrazo, para poder olvidarse, los dos, de lo chiquilines que habían sido!. Pero eso sólo lo hubiera podido contar él mismo, y ya no podía. Afuera, sobre la puerta de entrada, Zaldombide escuchaba los comentarios de otros acerca del pase de un argentino a un club europeo por una cifra que superaba los veinte millones de dólares. ¿Y quién es ése?¿Qué títulos tiene?, masticaba, rencoroso. Un canadiense, periodista en su país, preguntó a los nietos de Villamide qué era lo que guardaban para ellos, valioso, de todo aquel tesoro de recuerdos que estaban vendiendo. Los tres sonrieron y el mayor de los tres contestó que en realidad, lo estaban donando al mundo porque no podían costearse un Museo de su abuelo, como hubieran querido. Mentira volvió al ataque Zaldombide éstos venden todo para cobrar la guita. No valoran lo que hizo El Chueco porque éstos nunca supieron parar una pelota: lo más lejos que salieron de la casa fue para ir a la despensa a comprar leche. El cronista deportivo dijo al día siguiente que Villamide pertenecía a una generación que había vivido en la pura gloria, para envidia del resto del mundo. El remate de las cosas de Villamide terminó a la siete de la tarde y las ganancias netas fueron de unos muchos miles de dólares. Los tres nietos, rato más tarde, se repartieron el dinero y solamente el menor comentó, midiendo su parte: pensar que con esto, papá, hace años, hubiera podido comprar una casa para todos, y hasta le hubiera sobrado. Pero solamente el hermano del medio le dio una palmadita suave en la nuca, a manera de contestación. Son unos cuervos, rezongó, malhumorado, Zaldombide, más tarde, cuando se estaba acostando. Antes de que llegara la noche, la casa de Villamide quedó desierta y oscura. Sin muebles, el último portazo retumbó en todas las paredes. En el piso quedaron varios puchos de cigarrillo, los cartones con los precios y en la boca del quemador de leña una pocas fotos, ya inservibles y un viejo reloj pulsera, roto. Al día siguiente, también esto desapareció, barrido, y la casa quedó a la venta sin recuerdos, impersonal, anónima. |
Hugo Bervejillo |
Todavía con rastros de sueño en los ojos y en la
cara fue que Mirta abrió, apurada, la puerta de la casa, y entonces.
Enrique, el marido, que estaba calentando café para desayunar, escuchó, en el silencio de la casa- y mientras se preguntaba quién carajo podía ser el que tocaba timbre a esa hora de la mañana-, la voz como ahogada de su esposa diciendo algo parecido a la locura. Pero: el tono, la voz quebrada: algo en la exclamación hizo que dejara la cocina y acudiera a sostener a Mirta. Tampoco él pudo entender. Mirta estaba como congelada y a él no le fue mejor. Por la puerta abierta estaban entrando sus suegros, los padres de Mirta. El viejo Daguerre, cabrero como siempre, entró protestando, mientras miraba a todos lados como tratando de conocer. -¡Pero Mirta!: ¡qué hiciste! ¿qué hace esta mesa acá, y así? ¿Y estos muebles? ¡¿qué pasó acá!? Ahí fue que se dio vuelta para hacerse acompañar, en la queja, por su esposa: -¡Vos!: ¡mirá lo que hizo tu hija con la casa! ¿Eh?, ¿qué me decís? ¡Una joyita, tu hija! La mujer paseaba los ojos por la sala y se le notaba el escándalo y una pena contenida. Mirta desistió de establecer comunicación con su padre dado el estado de exaltación que tenía, el mismo que tuvo siempre. -¡Mamá!- casi susurró en forma desgarrada-: ¡¿qué pasó!? ¡decime! Enrique se apartó un paso para dejar pasar al viejo Daguerre, con la sensación de que el mundo ya no era lo que siempre había sido, ni lo sería jamás de allí en adelante. Allí estaban los padres de Mirta, y tanto Mirta como él eran conscientes que estos viejos que tenían delante habían fallecido diez años atrás. -¡Mamá, por favor! El viejo Daguerre se fue para la cocina y desde la sala se oían las exclamaciones indignadas a medida que iba encontrando cosas que no conocía. Estaba demostrando tanta bronca que Enrique pensó ojalá siga así: capaz que se le dispara la presión y se muere de nuevo. Mamá miró a la hija por encima de los lentes, con bastante de reproche: -Tu padre tiene razón, Mirta, ¡mirá lo que hiciste con la sala! ¿Dónde pusiste el cuadro del abuelo que te regalamos? ¿Y el centro de mesa aquél, el verde, divino, que siempre estuvo aquí? ¿Y estos muebles, que son una porquería? ¡Y no quiero ver el resto de la casa! Mirta estaba a punto de llorar. Todavía no se había soltado: desde que abrió la puerta un rato antes, se abrazaba a sí misma y al salto de cama, que entrecerraba, seguramente buscando mitigar el frío interior. -Mamá, ¿qué pasó? El viejo Daguerre, en la cocina, daba vuelta los cajones, tiraba cubiertos al suelo, abría y cerraba puertas de armarios, sacaba ollas y las ponía en el suelo, carajeaba. Mamá miró a Mirta, y de repente, al acordarse, le cambió algo el humor. -¡Ah, sí, te cuento! Es algo así como una franquicia. Hay tantas guerras por ahí, y de repente entró tanta y tanta gente allá, que alguien decidió hacer una franquicia, no sé. De sorpresa. De repente alguien, así, ¿viste?, fue y dijo ¿quién quiere volver? Y justo estábamos con tu padre por ahí, y dijimos ah, sí: bueno: nosotros. ¿No es de locos? Justamente pensó Enrique, que ya tenía una puntada en el estómago. En eso volvió el viejo Daguerre. -Ah, no, m´hijita: no te podemos dejar sola. Andá- le dijo a su mujer-:fijate: tu hija tiró la casa por la ventana, y en cambio la llenó de mamarrachos. ¡Decime! –se dirigió a su hija-: dónde está la cama de matrimonio? ¿dónde está el ropero de casamiento que teníamos con tu madre? ¿Eh? Y la loza y la platería, ¿dónde están? -¡Papá!- trató de contener Mirta- el ropero se lo quedó Cristina, la cama se la quedó Adhemar, el juego de cama…¡yo que sé quién se lo quedó! ¡Cómo querés que me acuerde! Y ahí fue que se hizo un silencio grave, pesante, aniquilador. La vieja Daguerre se puso al lado del marido y miró por primera vez a Enrique, casi como para darle a entender que, a pesar de que en vida jamás lo había aceptado, sí se había dado cuenta de que estaba presente en ese momento. -Miren- los agrupó por primera vez el viejo-: la casa es mía porque la heredé de mis padres, así que vayan buscando dónde vivir. Todo lo que era nuestro se lo repartieron entre los tres hijos, de manera que saquen lo de ustedes y dejen la casa. Nosotros vamos a ir ahora a lo de Cristina y a lo de Adhemar a que nos devuelvan lo que tengan. Queremos todo lo que teníamos. -Queremos todo lo que teníamos- repitió Mamá-. Por esta noche- siguió el viejo-, pueden quedarse en la piecita del fondo, pero van a tener que dormir los dos en la cama chica- y ya iba a terminar pero se lo ocurrió algo más y lo dijo-. Ah, tu madre y yo queremos cenar solos. Y se fueron. Mirta corrió al baño y Enrique la escuchó llorar. El llanto de a ratos se parecía a las notas largas de un violín. Enrique fue a vestirse y a avisar a la oficina. Mucho rato después Mirta salió del baño, todavía con los párpados inflamados, y fue a encontrar a Enrique, que fumaba sentado en una silla, la única que él recordaba haber comprado. Y por primera vez desde que vivía en esa casa, estaba tirando la ceniza al suelo. Él se levantó y la abrazó silenciosamente. -Tranquila, nena- le dijo después-. Tranquila. Al día siguiente, Enrique se despertó tarde: había dormido poco y mal y solamente cuando estaba por salir el sol consiguió un sueño profundo. Mirta estaba haciendo los bolsos: doblaba ropa y canturreaba con la boca cerrada, y a Enrique se hizo recordar a Madame Butterfly. -¿Estás mejor?- le preguntó-. -Sí- dijo ella, con una sonrisa-.¿Querés que te haga un café? -¿Todo está bien?- preguntó Enrique, desconfiado de aquella paz- ¿Se solucionó algo? -No- dijo ella, terminando de doblar una funda de almohada. Lejos, en la cocina, se oían gritos y voces airadas-: todo está casi igual, pero ya no me importa. Enrique la miró, suavemente intrigado. Ella dobló otra funda. -Llegaron los abuelos. |
HUGO
BERVEJILLO (Montevideo,
1948) En 1992 su novela Una
cinta ancha de bayeta colorada (Proyección, 1992) integró la
terna finalista del premio Bartolomé Hidalgo. En 1995 publica Basilio está en la frontera (Ed.
Proyección).Como periodista y/o dibujante colaboró en el semanario Asamblea (1984/85 ), en La República (1989), en la
edición dominical de La Hora
Popular (1991). Fue responsable de la página cultural de La Juventud 1992/93).En febrero
de 2000 obtiene una segunda mención en el Concurso organizado por la
Intendencia Municipal de Montevideo con la novela El Ángel Negro. En noviembre de
2003 publica Cenizas y un
gallo muerto (las siete latas ), Ed. Carlos Marchesi. En
Octubre de 2005, publica la 5ª. Edición de Una cinta ancha de bayeta colorada (Rumbo Editorial).
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